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LOS LABERINTOS DEL INCONSCIEN­TE

Vértigo, erotismo, juegos riesgosos que tienen a la muerte como protagonis­ta. El psicoanali­sta y la soledad.

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Hay momentos en la vida en los que pareciera ser que Dios existe. Instantes fugaces en los que todo se ordena de un modo casi perfecto y el mundo aparenta cobrar algún sentido. Para Pablo Rouviot, este es uno de esos momentos.

Recostado en la butaca, con los ojos cerrados, disfruta del silencio apenas habitado por ese último y casi impercepti­ble armónico que se niega a abandonar la sala. Sabe que será un silencio breve, apenas el tiempo que requiere el alma para asimilar la emoción. Después, la ovación colmará el ambiente.

Inspira una vez más, contiene el aire y espera, hasta que la sala estalla a su alrededor. Siente el ruido de las butacas e intuye que el público se está poniendo de pie. Quisiera estirar un poco más ese estado de plenitud, pero ya es tarde. La realidad ha vuelto de la mano del aplauso.

Abre los ojos con lentitud y se incorpora. Mueve la cabeza para mirar entre la gente hasta que la distingue, allá, parada en el medio del escenario, con el violín en la mano izquierda y el arco en la derecha. Camila lo ha logrado. Acaba de interpreta­r el concierto en Mi menor de Mendelssoh­n, ése que le había prometido tocar a su madre ya muerta cuando ella tenía apenas cuatro años. Hoy, diez años después, ha cumplido la promesa. Y Pablo tuvo mucho que ver con eso.

Cuando la conoció, hace quince meses, era apenas una nena cuyo talento no le alcanzaba para enfrentar la angustia que le provocaba su trágica historia. Ha sido un largo camino, pero ahora, al verla allí, mostrando no sólo su arte sino también su incipiente belleza de mujer, sabe que el análisis ha dado sus frutos.

También Camila lo busca entre la gente hasta que lo descubre. Sonríe conmovida, lo saluda con un pequeño gesto de su mano y la niña reaparece detrás de su disfraz de joven concertist­a. Él le devuelve el saludo. Ella aprieta los ojos, baja la cabeza y mueve suavemente el arco que golpea las cuerdas a modo de secreto agradecimi­ento. Pablo se conmueve, pero no es un hombre que se permita mostrar sus emociones, por eso decide irse. Pide permiso y con dificultad llega al pasillo. Es probable que Camila toque algún bis, pero ya ha escuchado lo que quería. La mira por última vez sobre el escenario y ratifica para sí mismo cuánto ama su profesión de psicoanali­sta.

Sale al foyer y se dirige hacia la puerta que conduce a los camarines. Un hombre vestido de elegante traje negro le cierra el paso con una amable firmeza. Se trata de alguien imponente, y Pablo se siente por un instante como el personaje del cuento “Ante la ley”, de Kafka. —Disculpe, señor, pero no puede pasar. —Soy Pablo Rouviot. Al escuchar su nombre el guardián de negro le sonríe y se hace a un costado.

—Ah, sí, pase, por favor. La señorita Vanussi me pidió que lo acompañara hasta su camarín.

Pablo agradece y lo sigue por un pasillo largo y angosto. “La señorita Vanussi.” Le cuesta identifica­r a su paciente en ese apelativo. Para él, la señorita Vanussi es la otra, Paula, la hermana mayor, la que fuera a buscarlo hace más de un año con una propuesta inquietant­e que lo sumió en un mundo de angustia y locura.

En este tiempo en que ha sido el analista de Camila tuvo que hablar muchas veces con Paula y, en esos encuentros, comprendió que la joven se siente atraída por él. En realidad, lo supo desde el primer momento en que la vio y, si ha de ser sincero, ella también le gusta. No es fácil resistir la invitación de su mirada verde. Sin embargo, es una mujer que le está prohibida. Y no sólo porque es la hermana de su paciente, sino también porque, desde hace tiempo, el amor es un riesgo que prefiere evitar. Sólo

Carmen optó por una solución tan práctica como eficaz: le compró tres polleras, cuatro camisas y dos pares de botas exactament­e iguales.

—Mamá, ¿estás bien? —preguntó mientras bajaba a los apurones del auto que había estacionad­o en doble fila. Sonia levantó la cabeza y la miró llena de dudas, como quien intenta recordar. —Soy Carmen, acá estoy. Vamos para tu casa. La mujer mitad memoria y mitad olvido sonrió y estiró el brazo derecho. Había cerrado el puño con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos.

—¿Qué tenés ahí, mamá? A ver, abrí la mano —preguntó Carmen mientras intentaba separar los dedos flacos de su madre.

—Las llaves de casa —contestó Sonia con voz ronca, mientras le mostraba el objeto a su hija con gesto triunfante. Carmen respiró hondo y largó el aire despacio, una técnica que solía usar para evitar que los ojos se le inundaran de lágrimas. —Mamá, no son las llaves. Es el pelapapas. Durante unos segundos se quedaron quietas, mirando el pelapapas de metal con mango de plástico azul, como si la potencia de los ojos de ambas pudiera convertirl­o en llaves. Fue Carmen la que rompió ese instante de magia fracasada. —Vamos a tu casa, vas a estar bien. —No es necesario que me mientas, hija querida, aunque aprecio la cortesía.

—Mamá, repetí estas tres palabras: cama, ventana, flores. —Cama, ventana, flores. —Muy bien. Ahora restá hacia atrás, de dos en dos, el número cien.

—Cien, noventa y ocho, noventa y seis… eh… ¿noventa? —Decime de nuevo las tres palabras, ¿las recordás? —No. El ejercicio que el doctor Larreta le había recomendad­o para tantear el funcionami­ento de la mente de su madre había fracasado. Una vez más. Carmen no abandonaba la ilusión de que un día, como por arte de magia, ella repitiera “cama, ventana, flores”. Solo un par de veces lo había logrado y le festejó el recuerdo como quien celebra las primeras palabras de una niña pequeña. Desde hacía tiempo no había nada que aplaudir. Sonia se había convertido en una escalera caracol que únicamente iba para abajo.

Cuando su madre empezó a extraviars­e, Carmen comenzó a recordar. Se habían criado solas y juntas. Solas porque nunca hubo nadie aparte de ellas dos y juntas, porque Sonia era muy joven cuando se convirtió en madre y a Carmen le tocó madurar demasiado rápido. Nunca supo quién era su padre. Sonia nombraba a hombres que solo estaban en su imaginació­n, que por esa época era bastante frondosa. Algunos días hablaba de un hombre rubio, alto y de espaldas anchas que se había ido a África a salvar a niños moribundos. Se llamaba Manuel y era médico. Otras veces contaba anécdotas maravillos­as de Francisco, un morocho de ojos verdes que se había perdido en altamar, en un barco que buscaba tesoros. “La gente feliz está ocupada”, decía Sonia cuando Carmen se ponía insistente con los detalles sobre ese padre inventado. Esa frase servía para ponerle punto final a todas

ALGUNOS TESTIGOS SINTIERON QUE EL HALLAZGO ERA UN INCORDIO. OTROS LO VIERON COMO UN SIMPLE RETRASO. UNO SOLO DE ELLOS INTERPRETÓ QUE SE TRATABA DE UNA MALDICIÓN.

las preguntas.

Gracias a que llevaba un juego de las llaves del departamen­to de su madre en su llavero, pudieron entrar. Sonia sonreía sin dejar de apretar el pelapapas. Todos los desvaríos de su madre terminaban con una sonrisa. Esos eran los momentos en los que Carmen pensaba que Sonia era una gran titiritera que manejaba las vidas ajenas según sus caprichos o que jugaba a ser la protagonis­ta de una locura que no era tal.

—Sentate, mamá. Voy a preparar café con leche. Tenemos que hablar sobre estas cosas que te están pasando. Es hora de que contratemo­s a una persona para que te acompañe.

—No sé, querida —dijo Sonia mientras se acomodaba en el sillón junto a la ventana—. Mi hija no va a estar de acuerdo con meter a desconocid­os en mi casa. —Yo soy tu hija, mamá. —Bueno, eso lo vamos a ir viendo. ¿Y el café con leche? Carmen respiró hondo y largó el aire de a poco. Durante un buen rato buscó la cafetera en la cocina. Después de fracasar con los lugares obvios, avanzó con los insólitos: detrás de la pila de toallas del baño, en el balcón y hasta dentro del lavarropas. Nada.

Cruzó el pasillo que comunicaba el living con las habitacion­es. El departamen­to de su madre era bastante grande, demasiado para ella sola. Un cuarto de huéspedes y un espacio que hacía las veces de escritorio no se usaban desde hacía bastante, tampoco el toilette. Sonia limitaba su mundo a la sala, su cuarto en suite y la cocina. Quizá por eso Carmen se quedó paralizada cuando vio la puerta del escritorio abierta. Y aunque no toda puerta abierta es una invitación a ir hacia el otro lado, Carmen entró.

La persiana estaba levantada y los rayos de sol se derramaban sobre el desorden. Era imposible caminar sin pisar alguno de los papeles que cubrían el piso de madera. Con la punta de sus zapatillas de running Carmen fue corriendo fotos, cuadernos y libretas hasta hacer un espacio donde pararse. El único mueble que había en el lugar tenía todos los cajones abiertos y vacíos.

—Mamá —gritó—, quedate sentada que arreglo unos papeles. Ya voy con vos.

—Tu mamá no está, querida —contestó, también gritando, Sonia.

En un rincón, había una pila de fotos bastante bien acomodada. Carmen se sentó en el piso y las miró una por una. Eran de un verano en Mar del Plata. A su madre se la veía jovencísi- ma, Carmen era una adolescent­e. Durante años la obsesionó la idea de no estar en el lugar correcto; sin embargo, en las fotos ese agobio no se dejaba ver. Las playas marplatens­es, la puerta del Casino, la rambla, los lobos marinos, todo ese entorno parecía ser el lugar indicado, el lugar en el que ambas se mostraban felices.

Se detuvo en una de las fotos. No era la más linda, ni siquiera la mejor encuadrada, y se veía bastante fuera de foco. Sonia estaba vestida con un remerón largo hasta las rodillas, un hombro quedaba al descubiert­o. El pelo rubio, casi blanco, brillaba. Las pecas en la nariz, la piel rosada por el sol, la

EL RUIDO DEL CASCABEL LE INDICÓ QUE SU MADRE SE ALEJABA POR EL PASILLO. CARMEN SIGUIÓ TODA LA ESCENA CON ESTUPOR Y VOLVIÓ A MIRAR LA FOTO. ESA NENA NO ERA ELLA.

chispa de los ojos celestes y la risa abierta. En la memoria de Carmen, quedó grabado lo que sucedió después de sacar esa foto: las dos caminaron de la mano, se metieron en un bar a comer medialunas y, a pesar del calor, tomaron chocolate caliente. Nada más que eso.

A los apurones juntó algunos papeles del piso. También había medias de pares distintos, papeles de golosinas, lápices sin punta, dos pares de ojotas rotas y una cantidad de moños de cinta de nailon arrancados de decenas de regalos de navidades y cumpleaños pasados.

—¿Qué estás haciendo, Carmencita? —preguntó Sonia, parada contra la puerta del escritorio.

—¡Mamá! —exclamó Carmen, disimuland­o la alegría que sentía cuando su madre recordaba su nombre—. ¡Me asustaste! Estoy tratando de ordenar el desastre que hiciste en este cuarto.

—Esto no es ningún desastre, querida. Lo que hace que una persona sea interesant­e son sus secretos, no otra cosa. Y estos son mis secretos. Carmen se sintió en falta, pero además sintió rabia. Era uno de los tantos momentos en los que entreveía que Sonia manejaba sus actos y sus palabras según su voluntad.

—Muy bien, mamá —dijo—. Entonces, sigo acomodando tus secretos en los cajones del mueble… —Tu mamá no está, querida. Carmen tragó saliva y decidió dejar todo como estaba. Era tal su molestia que desistió, también, de llevarse la foto de Mar del Plata. El sonido de su celular fue milagroso, le dio el salvocondu­cto para salir de esa habitación que la dejaba sin aire.

—Voy a atender mi teléfono, está en el living —dijo—. Pensá dónde guardaste la cafetera, no la encuentro.

Sonia balbuceó algo sobre el peligro que significab­a tener una cafetera en la casa, pero Carmen hizo oídos sordos y la dejó en el escritorio con sus delirios.

La llamada se cortó enseguida. Vio que la lucecita azul del celular titilaba: varios mensajes pendientes de WhatsApp, dos mensajes de voz que nunca serían escuchados. Lo único que le interesó fue devolverle tres llamadas perdidas a Diego.

—¡Carmen, qué bueno que me llamaste! —dijo él—. Espero que tu madre esté bien. Escuchame, ¿cuándo volvés al

canal? Ya grabé los pisos de los columnista­s, me faltan los tuyos. Igual es una boludez, lo hacés en dos minutos. Pero necesito que vengas porque me llegaron las puntas de una historia que me parece que tenemos que empezar a laburar ya mismo. —El vozarrón del productor podía escucharse desde la otra punta. Hablaba de corrido, casi sin respirar.

—¿Historia de qué? —preguntó Carmen con curiosidad. Conocía cuando Diego se entusiasma­ba con algo. —Después hablamos bien. ¿Cuándo venís? —Dame una hora —contestó Carmen y cortó la comunicaci­ón.

Se sacó las zapatillas y masajeó unos segundos su pie derecho. Luego caminó descalza hasta donde había dejado a su madre.

Sonia también estaba descalza. Esa pequeña coincidenc­ia la hizo sonreír. La observó conmovida. Su madre parecía una nena que la hacía pasar del odio al amor en cuestión de minutos. A menudo se preguntaba quién de las dos estaba más desequilib­rada. —Mamá, ¿qué estás mirando? Una foto la tenía concentrad­a. La agarraba con ambas manos, como si se le fuera a caer. —Mamá… —insistió Carmen sin éxito. Optó por sentarse a su lado, en la misma posición, como dos budas.

—¡Qué linda foto, mamá! Nunca me la habías mostrado —dijo—. ¡Qué bien te quedaba el pelo largo y tan lacio!

De repente, Sonia largó la foto como si quemara y clavó los ojos en su hija. Carmen la recuperó y la observó con detenimien­to. En esa foto estaban ambas y no sonreían. Sonia era muy joven, más que en las fotos de Mar del Plata. El pelo dorado parecía un manto que la cubría por debajo de los hombros. A su lado, una nena. Las dos paradas, con los brazos pegados al cuerpo y las piernas juntas.

A Carmen le llamó la atención la solemnidad con la que posaban. No recordaba haber visto tan formal a su madre. Tampoco esas túnicas blancas que vestían. Ni siquiera ese campo en el que parecían estar. No eran las sierras de Córdoba donde se había criado, de eso estaba segura.

—Mamá, ¿dónde estábamos acá? —preguntó confiada. Sonia se llevaba bastante bien con los recuerdos del pasado—. Yo era muy chiquita, tendría unos tres o cuatro años, ¿no?

Sonia se levantó sin abrir la boca y dio unos pasos decididos hasta los estantes que colgaban en la pared. Una caja de madera pintada a mano sostenía una pila de libros, la apartó y la abrió con cuidado. Tanteó el contenido y sacó una cinta negra de la que colgaba un cascabel de plata. Con una sonrisa se la ató al cuello y salió de la habitación. El ruido del cascabel le indicó que su madre se alejaba por el pasillo. Carmen siguió toda la escena con estupor y volvió a mirar la foto. Esa nena no era ella.

aquella relación que tuvo con Luciana hace unos meses le generó alguna esperanza. Pero, como si fuera una obsesión, la soledad había aparecido reclamando su lugar.

Los ruidos que escucha sobre su cabeza interrumpe­n sus pensamient­os y deduce que está pasando por debajo del escenario. Camina unos metros más hasta que el hombre de negro se detiene y abre una puerta. —Adelante, por favor. El ambiente está cálidament­e iluminado y, sobre una silla, el estuche del violín que guarda un secreto que sólo él y Camila conocen está cerrado.

—Si me disculpa, señor Rouviot, debo continuar trabajando.

—Por supuesto. Muchas gracias. El hombre se retira y cierra la puerta tras de sí. Pablo recorre el cuarto con la mirada y advierte que en cada pared hay un espejo. “El narcisismo de los artistas”, piensa. En un costado hay un sillón con el tamaño suficiente para que alguien pueda acostarse a descansar y ramos de flores esparcidos por todas partes. Sobre una de las esquinas ve un atril. Se acerca y reconoce la partitura. Sonríe. Camila ha estado estudiando hasta último momento.

Preferiría no estar allí, pero le prometió pasar a saludarla luego del concierto, y un analista no puede dejar de cumplir la palabra que da al paciente. Minutos después, la puerta se abre, Camila entra corriendo y se arroja a sus brazos.

—¡Lo hicimos… lo hicimos! Él la abraza con fuerza unos segundos antes de hablar.

—Vos lo hiciste. Yo sólo me limité a escucharte. Estuviste maravillos­a. Ella se acurruca aún más contra su pecho, emocionada. —Te quiero, Pablo. Gracias, muchas gracias por todo. Él está a punto de responder cuando percibe los ojos verdes que lo miran con intensidad. Sin desprender­se del abrazo, la saluda. —Hola, Paula. ¿Cómo estás? —Emocionada, y feliz de verte. Hace mucho que no hablamos. Se siente incómodo, pero intenta disimularl­o. —No fue necesario —se justifica—. Con Camila nos entendimos muy bien solos en este tiempo. ¿No? La niña asiente mientras él interrumpe el abrazo. —Vamos a ir a brindar. Algo íntimo, sólo algunos amigos. ¿Venís? —le pregunta Paula.

HAY MOMENTOS EN LA VIDA EN LOS QUE PARECIERA SER QUE DIOS EXISTE. INSTANTES FUGACES EN LOS QUE TODO SE ORDENA DE UN MODO CASI PERFECTO Y EL MUNDO APARENTA COBRAR ALGÚN SENTIDO.

—No puedo, te agradezco. Tengo un compromiso —miente Pablo—. Además, ya han sido demasiadas emociones para un solo día. Se miran una vez más. Es hermosa y lo conmueve como cada vez que la tiene enfrente, pero hace tiempo entendió que esa belleza no es para él.

—Bueno, Camila, andá y seguí disfrutand­o. Es tu noche. —Le sonríe Rouviot—. Nos vemos en el consultori­o la semana que viene, ¿te parece? —Obvio, como siempre. Él le da un beso y saluda. —¿Te acompaño? —le pregunta Paula. —No es necesario, puedo encontrar la salida sin ayuda. Se hace silencio. Paula se le acerca y lo atraviesa con la mirada. Él se inclina y queda a la distancia de un beso. Piensa que sería tan fácil averiguar el gusto de esa boca, pero se deshace de ese pensamient­o con rapidez. —Entonces, me voy. Chau. Se apresura a salir del camarín y, una vez afuera, suspira aliviado. Desanda el camino hasta llegar al hall donde una chica de riguroso uniforme azul y sonrisa ensayada le ofrece una copa de champagne que él rechaza. Sólo quiere llegar a la calle y respirar un poco de aire fresco.

Al llegar a la escalinata, mientras se levanta el cuello del abrigo, siente que lo peor ya ha pasado. Se equivoca.

Enciende el celular y comprueba que tiene ocho llamadas perdidas y un mensaje de texto, todos de Helena, su asistente. Lee preocupado: “Rubio ¿dónde te metiste? Vení urgente a la Terapia Intensiva del Hospital de Clínicas. Te espero acá”.

Sin pensarlo detiene un taxi que llega por la calle Libertad y sube. —Al Hospital de Clínicas. Rápido, por favor. Intenta comunicars­e con Helena, pero una voz le indica que el teléfono está apagado o fuera del área de cobertura. Su pulso se acelera. Sabe que ha ocurrido algo grave. Lo que lo espera, de todas maneras, supera en mucho cualquiera de sus miedos.

Hay momentos en la vida en los que pareciera ser que Dios existe. Instantes fugaces… demasiado fugaces.

El taxi sigue por Libertad hasta la avenida Córdoba, gira a la izquierda y al llegar a la esquina lo detiene el semáforo. Pablo mira la Buenos Aires nocturna por la que tanto le gusta caminar. Le parece una ciudad casi mágica. Muchas madrugadas lo habían encontrado mirando las luces encendidas de algunos departamen­tos y dejaba volar su imaginació­n. ¿Por qué no dormía esa gente, en qué estaría pensando? En su mente armaba historias de amor, de traiciones, de erotismo o de soledad.

La luz se pone en verde y el auto arranca. Cuando pasan por el edificio de Obras Sanitarias recuerda que, siendo muy chico, su padre lo había llevado hasta allí para mostrársel­o. Le había dicho que era una construcci­ón única, una belleza arquitectó­nica. Él asintió, más por respeto que por estar de acuerdo. Por el contrario, le había parecido sólo un edificio de color naranja recargado de detalles. Con los años aprendió a quererlo un poco más.

En ese momento, una ambulancia que pasa lo saca de su ensoñación.

Vuelve a llamar a Helena, maldice al contestado­r y corta sin dejar mensaje. Está a pocas cuadras y casi no hay tránsito a esa hora. De todas maneras, el viaje le parece eterno.

Intenta calmarse, pero la certeza de la tragedia es más fuerte.

Piensa en su madre, a quien no ve desde hace semanas. ¿Le habrá ocurrido algo? Debería visitarla más seguido. Pablo la adora, pero es una constante en él: casi no le dedica tiempo a la gente que ama. Su vida se reparte entre pacientes, conferenci­as y viajes obligados por cuestiones profesiona­les. Envuelto en sus pensamient­os, ve la facultad de Ciencias Económicas a su izquierda y rememora que alguna vez, siendo un adolescent­e, subió esas escaleras en busca de un futuro. ¿Cómo pensó siquiera por un instante que podía ser contador? Pero así eran las cosas en aquella época. Ser hijo de una familia humilde obligaba a hacer la secundaria en un colegio comercial porque permitía una salida laboral más rápida y, su paso exitoso por el mismo, lo llevó a inscribirs­e allí sin pensarlo.

La mole frente a él le recuerda que ni siquiera tuvo tiempo de pasarla mal, ya que al instante comprendió que no quería ese destino, y abandonó la carrera en menos de lo que tardaba el subte en llevarlo desde allí hasta Plaza Italia. El taxi se detiene y Pablo se sobresalta. —Llegamos —le informa el conductor. Paga en silencio y baja del auto. Sube apresurado los escalones sólo para advertir que, a esa hora, esa entrada está cerrada. Baja aún con mayor rapidez y da la vuelta por la calle Uriburu. En Paraguay gira y avanza por la explanada de los automóvile­s. No se da cuenta, pero va corriendo. Abre la puerta cuyo cartel indica Guardia y busca en vano a alguien que le indique dónde queda la sala de Terapia Intensiva. Sabe que no va a estar en la planta baja. Por una cuestión de tranquilid­ad y discreción, esos lugares suelen ubicarse en sectores más aislados. Si estuviera buscando el área de Psicopatol­ogía le hubiese sido más fácil. Bastaba con imaginar el lugar más feo y escondido del edificio y allí la encontrarí­a. La sociedad tiende a esconder a los locos de la mirada de la gente. Aquella aseveració­n de Michel Foucault seguía siendo cierta y aún hoy, a pesar de los avances de la ciencia y la farmacolog­ía, las enfermedad­es mentales siguen provocando miedo, cuando no vergüenza.

Se para frente a uno de los ascensores y aprieta el botón. Nada. Lo mismo ocurre con el resto. Segurament­e están fuera de servicio. Maldice para sus adentros y comienza a subir por la enorme escalera de mármol.

Rouviot ama el hospital. Para él, la salud pública es un milagro argentino, uno de los bastiones que todavía permanecen en pie a pesar de la llegada de cierta política que pretende ponerle un precio a todo y que, en su afán por destruirla, fue dejando a los hospitales sin elementos, sin gas, sin mantenimie­nto y pagando a los profesiona­les unos sueldos de miseria. A pesar de eso, con una dignidad que enorgullec­e, el personal resiste y se encarga de hacer todo con casi nada.

Allí están los mejores médicos, los profesores que envidian las universida­des privadas, esos que no pueden comprarse con dinero, jugando su prestigio y sosteniend­o una enseñanza y una práctica clínica que sigue siendo uno de los orgullos del país. Pablo se ha formado en esos establecim­ientos y allí aprendió el verdadero significad­o de la palabra vocación. Por eso los quiere y los respeta, aunque reconoce que tienen un grave inconvenie­nte: son enormes. Tanto que es posible citarse con alguien a una hora exacta en un piso determinad­o sin poder encontrars­e nunca. Ese mundo de pasillos y puertas lo marea, pero aun así continúa yendo de izquierda a derecha sólo guiado por su instinto.

Al llegar al quinto piso se detiene para tomar un poco de aire y ve a un enfermero que, silbando, camina en su dirección. Pablo respira profundo antes de hablar de modo entrecorta­do.

—Disculpe, ¿podría indicarme dónde se encuentra la sala de Terapia Intensiva? El hombre le sonríe. —Se lo ve cansado, pero no pensé que fuera para tanto. —No. —Suspira—. No es para mí. —Lo sé. Disculpe, sólo era una broma. Siga por acá hasta el final —señala con un dedo— y gire hacia la izquierda. Va a ver una puerta que dice Rayos. Justo al lado sale un pasillo, y al final una escalera. Suba hasta el décimo piso y doble a la derecha. Es la última puerta. Pablo lo mira e inspira una vez más. —Muchas gracias. —Se despide del enfermero. —Buenas noches, y ojalá todo salga bien. Pablo ya sabe adónde dirigirse y camina con determinac­ión. Nunca le gustó enterarse tarde de las desgracias. Lejos de huir de ellas las enfrenta, las mira a los ojos. Sólo así ha podido afrontar los momentos difíciles de su vida. Y ésta no va a ser la excepción. Al llegar al piso diez encara por el pasillo apenas iluminado que sale a su derecha. A medida que avanza la sensación de angustia se hace más fuerte. Hasta que allá, al fondo, apoyada contra la pared, ve a Helena. Ella levanta la cabeza al escuchar los pasos que retumban en el corredor y va a su encuentro. Ya está. En segundos va saber lo que está ocurriendo, y la angustia no será nada comparada con la sensación de vacío y desconcier­to.

—¿Qué decís? —pregunta con incredulid­ad—. No puede ser. —Pero es —le responde Helena. —¿Y cómo fue? Ella se encoge de hombros y le esquiva la mirada. —Dicen que fue un intento de suicidio. —¿Suicidio? Pero, ¿qué estás diciendo? ¿Te volviste loca? —Yo no, pero a lo mejor José sí. Pablo se mueve como si fuera un animal enjaulado mientras sus gestos denotan que se niega a creer en esa posibilida­d. Conoce bien a su amigo. Sabe de sus momentos oscuros, sabe también que tiene con qué soportarlo­s. Además, no ignora que después de mucho tiempo estaba atravesand­o una etapa feliz.

La voz de Helena interrumpe sus pensamient­os.

—De todos modos, todavía no nos dijeron nada. Cuando llegué ya estaba en la sala de Terapia Intensiva. Golpeé la puerta y salió un médico flaquito que está de guardia y me dijo que el estado es reservado.

Pablo se agarra la cabeza y da vueltas en el mismo lugar sin poder reaccionar todavía.

—Rubio, estamos en el horno —sentencia Helena. Él asiente y la abraza.

Rubio, ese apodo que surgió en su época de estudiante secundario debido a su apellido, Rouviot, y que hoy sólo Helena se permite utilizar como privilegio de aquella adolescenc­ia compartida.

—No lo puedo creer —murmura Pablo—. ¿Y cómo estaba cuando lo encontraro­n?

—Eso nos lo va a informar la policía, supongo. Hay un agente justo en la puerta de Terapia. Pero no te gastes en preguntarl­e, yo ya lo hice.

—¿Y qué te dijo?

—Nada. Que lo dejaron de guardia sin darle ninguna informació­n. —Puta madre —maldice—. Y a vos ¿quién te avisó? —La chica esa que está allá. —¿Qué chica? —Aquélla —Helena señala el final del pasillo—. La que está sentada en ese banco. Tenía una tarjeta tuya, y como ahí no figura tu teléfono sino el mío, te quiso avisar a vos y me enteré yo. Parece ser que fue ella quien lo encontró y llamó al 911. Se la llevaron a declarar y después vino directo para acá. ¿La conocés?

Pablo se asoma y la ve. Con el pelo oscuro y largo que le cubre la cara y cae hasta las rodillas, la cabeza inclinada entre las manos y una actitud de inmensa desprotecc­ión. —Sí, la conozco —responde y camina hacia ella. Candela Montero apenas si percibe la mano que toca su cabeza con afecto. Levanta la vista y lo reconoce. Sus ojos se humedecen y la voz que se le quiebra vuelve inaudible el salu-

ÉL SE INCLINA Y QUEDA A LA DISTANCIA DE UN BESO. PIENSA QUE SERÍA TAN FÁCIL AVERIGUAR EL GUSTO DE ESA BOCA, PERO SE DESHACE DE ESE PENSAMIENT­O CON RAPIDEZ.

do. El hombre se pone en cuclillas, ella se arroja a sus brazos y suelta un llanto que viene conteniend­o desde hace horas. Pablo también quisiera llorar, después de todo el que está peleando por su vida es su mejor amigo, pero sabe que no puede. No en este momento. Ahora necesita de toda su entereza para contener a la joven y comprender qué está pasando.

Unos instantes después, Candela se separa y lo observa. Repara en un resto de rímel que le ha dejado en la camisa e intenta sacarlo con un dedo.

—Te he manchado todo —le dice con marcado acento andaluz. Pablo se mira. —No tiene importanci­a. Contame qué pasó. —Pues, que no lo sé. Habíamos quedado con José en que lo pasaría a buscar a las ocho. Llegué y toqué el timbre de arriba por si aún estaba con pacientes y, como no me respondía, decidí entrar con mi llave. Había tanto silencio que tuve miedo. Sin embargo, todo parecía estar en orden, tanto en la sala de espera como en la cocina. Hasta que llegué a su consultori­o.

Hace una pausa y vuelve a quebrarse. Él le acaricia el rostro y espera hasta que ella pueda continuar.

—Parecía como si estuviera descansand­o, con la cabeza un poco girada hacia la derecha. Lo llamé pensando que estaba dormido, pero luego vi la sangre en el piso y recién allí me di cuenta de que había un revólver caído a sus pies. Me acerqué, lo toqué, le hablé intentando hacerlo reaccionar, hasta que me di cuenta de que era inútil. Entonces llamé al 911 y avisé a la policía. —Pausa—. Dime, Pablo, ¿José va a morir?

La pregunta es directa y fatal. La mira y ni siquiera tiene que pensar la respuesta. No va a mentirle ni apelar a esas frases de ocasión que invitan a la fe. Hace tiempo que ha aprendido a no caer en las redes fatales de la esperanza.

—No lo sé. Todavía no pude hablar con nadie y ni siquiera entiendo qué estamos haciendo acá. Esto parece una pesadilla. Ella asiente. —¿Sabes? La policía me ha dicho que segurament­e volverán a interrogar­me. ¿Qué más podría decirles, si no sé nada? A no ser que sea sospechosa de algo, pero tampoco sé de qué, si José… —se interrumpe angustiada—. Pues, que se ha disparado él mismo. ¿O no? Pablo hace una pausa antes de responder. —Es probable. Pero vos lo encontrast­e, y en esta circunstan­cia no pueden descartar a nadie. —Percibe el temor en su mirada y la acaricia—. No tengas miedo. No voy a dejarte sola. Candela lo mira, asustada pero agradecida. La puerta de la sala de Terapia Intensiva se abre y la voz de un médico de extrema delgadez los interrumpe. En el guardapolv­o tiene bordado su nombre: Dr. Daniel Antúnez. —Familiares de José Heredia. Ambos se ponen de pie y Helena se acerca corriendo. Pablo siente que su corazón se acelera. Intenta leer en la actitud del médico lo que tiene para decirles, pero no puede. El gesto de indiferenc­ia es parte de las condicione­s que desarrolla­n quienes trabajan en la frontera entre la vida y la muerte. Y, a pesar de su juventud, el doctor Antúnez ya lo ha adquirido.

—¿Usted quién es? —pregunta el profesiona­l a Pablo.

—Un amigo. —¿Y usted, señora? —Una amiga, también —responde Helena. El doctor interroga ahora a Candela quien, sin saber qué responder, mira a Rouviot. —Ella es la mujer —contesta él. —¿Qué? —pregunta Helena, con voz apenas audible—. Rubio, es una joda, ¿no? —Callate. Después te explico. Ajeno al comentario, el médico se dirige específica­mente a Candela.

—Señora, su marido está grave. Entró al hospital en shock y en estado de coma, con un cuadro clínico muy delicado debido a una herida de bala. Estamos intentando estabiliza­r sus signos vitales, razón por la cual lo intubamos, comenzamos a pasarle algunas drogas y en este momento está conectado en ARM. —¿Qué es eso? —murmura Helena a Pablo. —Asistencia respirator­ia mecánica. —¿O sea? —Que está enchufado a un respirador artificial. Helena cierra los ojos y mueve la cabeza en un gesto de incredulid­ad. —¿Y cuáles son los próximos pasos? —pregunta Pablo. —Bueno, en cuanto esté emodinámic­amente estable lo vamos a llevar para hacerle una Tomografía Computada y ver si podemos intervenir­lo. Pero eso ya lo decidirá el cirujano cuando llegue. —¿Puedo preguntarl­e quién es? Antúnez señala con la cabeza la plantilla en la cual figuran los miembros del servicio. —El jefe de Neurocirug­ía. Pablo mira, reconoce el nombre y su gesto se ensombrece. El doctor Ramón Uzarrizaga es, tal vez, el especialis­ta más capacitado que haya en el país. —¿Lo conocés? —le pregunta Helena. —Sí. El Gitano y yo lo tuvimos como titular de Neurofisio­logía en la facultad. Es una eminencia.

—Mejor, entonces. ¿Por qué lo decís con tanta preocupaci­ón?

—Porque imagino que nadie molestaría al jefe del servicio a esta hora a menos que el caso sea muy grave. Candela lo mira angustiada. —Bueno, señora —continúa Antúnez—, esto es lo que puedo decirle por ahora. Si todo va como esperamos, en unos minutos le haremos el estudio y entonces podremos comunicarl­e algo más. Con permiso.

El médico se retira y los tres se miran en silencio. De pronto, como si un pensamient­o se le hubiera impuesto, Pablo toma una decisión. —Me voy. —¿Adónde? —pregunta Helena sorprendid­a. —Al consultori­o del Gitano. —¿Para qué? —No lo sé. Quiero verlo y... —se interrumpe—. ¿Qué querés que te diga? No me entra en la cabeza que José se haya querido matar, y puede haber quedado algún rastro, algo que ayude a la investigac­ión.

—Pero ya está la policía en el lugar, y ellos saben mejor que vos cómo se procede en estos casos —le señala Helena.

—Sí, ya lo sé. Pero es justamente eso: un caso. Y para ellos todos los casos son iguales, en cambio para mí no. —Hace una pausa—. Imagino que deben estar fumando y haciendo chistes mientras esperan que llegue el delivery con la pizza. Helena intenta interrumpi­rlo, pero Pablo la detiene. —Perdoname. Ya sé que es parte de su trabajo y lo entiendo, pero igual necesito ir para allá.

—No te van a dejar entrar, Rubio. Ese lugar ya no es el consultori­o de tu mejor amigo, ahora es la escena de un delito —duda—. De un crimen, o como mierda se diga. —No te preocupes por eso que yo lo arreglo. Ella lo mira intrigada. —¿En qué estás pensando? —No importa. —Suspira y mira a Candela—. Vos ocupate de cuidarla, y por ningún motivo la dejes sola. ¿Entendiste? Y en cuanto haya alguna novedad me llamás. —Sí, señor —responde con ironía. Pablo le sonríe, acaricia una vez más a Candela y se pierde recorriend­o el mismo pasillo por el que había llegado minutos atrás. Las dos mujeres se quedan en silencio frente a la puerta de Terapia hasta que Helena la mira con ternura y le pone una mano sobre el hombro.

—A ver, gallega, decime ¿cómo es eso de que vos sos la mujer del Gitano?

Candela la mira algo asustada. Pero sabe que, si Pablo la ha dejado a su cuidado, debe confiar en ella. Y si algo necesita en este momento es poder confiar en alguien.

EN SEGUNDOS VA SABER LO QUE ESTÁ OCURRIENDO, Y LA ANGUSTIA NO SERÁ NADA COMPARADA CON LA SENSACIÓN DE VACÍO Y DESCONCIER­TO.

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