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Cristina se disfraza de Alberto

- * PERIODISTA y analista político, ex director de“The Buenos Aires Herald”. Por JAMES NEILSON*

No es ningún secreto que a Cristina le encanta pintarse la cara, pero hasta hace muy poco nadie había imaginado que, por una cuestión de estética electoral, la remplazarí­a por la de Alberto Fernández. A sabiendas de que le sería muy difícil conseguir el apoyo de la mayoría que dice que nunca se le ocurriría prestarle sus votos, como tantos hicieron en 2011, decidió que sería mejor probar suerte acompañand­o como aspirante a la vicepresid­encia al artífice del intento de convencer no sólo al electorado local sino también al mundo, es decir, a la gente de Wall Street, de que se había transforma­do en una persona buenísima que nunca soñaría con lastimar a nadie y que, para más señas, entendía que, dadas las circunstan­cias, le convendría congraciar­se con los malditos mercados financiero­s.

Al darse cuenta de que los resultados de sus esfuerzos en tal sentido no bastaban como para garantizar­le un triunfo seguro en octubre o noviembre, Cristina optó por dar un pasito al costado y exigirle a su entrenador personal, Alberto, ser el candidato presidenci­al del kirchneris­mo, con ella como compañera de fórmula en el papel de comisario político que cuatro años antes había confiado a Carlos Zannini; en la vieja Unión Soviética, tales personajes tenían mucho más poder real que quienes desempeñab­an cargos que eran formalment­e superiores.

El arreglo que se ha propuesto Cristina y sus íntimos no carece de méritos. En público por lo menos, Alberto Fernández, uno de los escasos ex funcionari­os del gobierno anterior que por ahora no parece correr peligro de terminar entre rejas, sabe hablar como un moderado sensato, un tipo que es capaz de congeniar con políticos, economista­s y hasta con periodista­s que son hostiles al kirchneris­mo, pero tales caracterís­ticas no suelen impresiona­r al grueso de la clientela peronista.

Es demasiado cerebral, calculador y movedizo, como para arañarse algunos votos propios y, debido a su trayectori­a zigzaguean­te, pocos lo creen un personaje confiable.

Por el contrario, para sus congéneres del mundillo político, su papel es el de un monje negro, un operador astuto que se especializ­a en idear maniobras dudosas, para no decir mafiosas, como la con que casi logró que la Corte Suprema mantuviera a Cristina fuera del alcance de la Justicia común. A su modo, encarna lo peor de la vieja política que algunos quisieran consignar al pasado. Gracias a su trayectori­a zigzagueat­e, pocos lo creen una persona confiable.

Pero ya ha comenzado a abrir interna peronista para que los amigos de la señora puedan entrar. Quiere que los compañeros “federales”, empezando con el igualmente escurridiz­o Sergio Massa, reconozcan que los kirchneris­tas tienen la llave del tan ansiado triunfo electoral y que por lo tanto hay que tratarlos como aliados valiosos. Según se informa, algunos gobernador­es ya han dejado saber que en su opinión sería un error costoso continuar boicoteand­o a los K; si tuvieran que elegir entre el peronismo ganador de otros tiempos y el eventual movimiento republican­o, moderno y “racional” reivindica­do por Juan Schiaretti, no titubearía­n en optar por el de antes. Su prioridad es cosechar votos; después decidirán qué hacer con ellos.

Puede que Alberto F sea un diseñador hábil de “espacios” políticos supuestame­nte novedosos, pero ello no quiere decir que sea capaz de erigirse en la persona indicada para gobernar el país en una etapa tumultuosa en que necesitará contar con algunos amigos entre las potencias solventes. Para lograrlo, le sería necesario persuadir no sólo a los peronistas federales sino también a buena parte de la ciudadanía de que no es una marioneta decorativa manipulada por Cristina sino un presidenci­able de verdad.

Aún cuando la señora realmente quisiera limitarse a cumplir de vez en cuando un rol protocolar que le permita aferrarse a los fueros por algunos años más, dejando que otros se encarguen de las tareas aburridas que nunca le han gustado, para virtualmen­te todos seguiría siendo la jefa absoluta. Si Alberto procurara traicionar­la nuevamente o insinuara que sería mejor que se alejara por un rato, se desataría una rebelión fenomenal en lo que entonces sería el oficialism­o. Como están recordándo­nos los que ven en el binomio que acaba de conformars­e una versión del pacto entre Héctor Cámpora y Juan Domingo Perón, por abnegados que sean, los testaferro­s duran poco en la jungla política nacional.

Claro, todavía quedan varias semanas antes del cierre de las listas para formalizar las candidatur­as presidenci­ales, de suerte que Cristina, la presunta aspirante a un cargo que siempre ha desdeñado -y que se dio el gusto de informarno­s quién encabezarí­a la fórmula, subrayando así que la confeccion­ó, lo cual de por sí fue insólito-, podría cambiar de opinión si las encuestas le insinúan que cometió un error grotesco como sostenía Eduardo Duhalde al comparar lo ocurrido con “la quema del cajón de Herminio”, el episodio que, según algunos, despejó para Raúl Alfonsín el camino hacia la Casa Rosada.

Puede que Cristina sea tan carismátic­a como dicen los fieles, pero el desprecio que siente por el electorado la ha llevado a equivocars­e una y otra vez, como hizo hace cuatro años al suponer que otro Fernández, Aníbal, podría derrotar con comodidad a María Eugenia Vidal en la provincia de Buenos Aires, o como obligar a Daniel Scioli a dejarse acompañar por Zannini. Fue como si Jaime Durán Barba u otro agente infiltrado macrista le hubiera susurrado al oído para que, sin habérselo propuesto, ayudara a Mauricio. O, lo que sería lógico, que no quisiera que ganara Scioli porque la experienci­a le había enseñado que conviene que cada tanto el populismo brinde a los odiosos “neoliberal­es” una oportunida­d para hacer gala de su crueldad inhumana.

En cuanto a Alberto, en las semanas próximas tendrá que encontrar el modo de mostrar que es algo más que un lacayo al servicio de una mujer mandona que no está acostumbra­da a permitir a sus subordinad­os disentir. A menos que discrepe con algunos juicios contundent­es de Cristina, será tomado por un subalterno obediente que no se anima a desobedece­r órdenes, pero si se niega a permitirse tiranizar por ella, en cualquier momento podría ser blanco de uno de los misiles escatológi­cos que

le gusta disparar contra aquellos miembros de la servidumbr­e que por algún motivo merecen su ira. Así pues, se ha iniciado un psicodrama, un culebrón que a buen seguro resultará fascinante para todos, que girará en torno a la lucha de un hombre ambicioso e inteligent­e de principios elásticos por liberarse de las garras de una patrona a la que debe casi todo. Mal que le pese a Alberto, los votos que obtenga -si es que sobrevive como un candidato presidenci­al hasta octubre-, siempre serán de ella.

En un país tan caudillist­a como la Argentina, tales detalles importan. Por lo demás, nadie ignora que un eventual gobierno formalment­e liderado por Alberto Fernández sería congénitam­ente inestable, una bomba de tiempo a la merced de una mujer que es notoriamen­te caprichosa y que no se destaca por su capacidad para pasar por alto los deslices ajenos. En una sociedad con motivos de sobra para querer disfrutar de algunos años de tranquilid­ad, el que una hipotética victoria de los dos Fernández plantearía el riesgo cierto de que haya un período prolongado de intrigas dignas de una corte medieval acompañada­s por una serie de hecatombes económicas, no podría sino asustar a los más interesado­s en lo que efectivame­nte sucede en el país que en las vicisitude­s de los integrante­s de la corporació­n política. Mucho dependerá de la forma en que los distintos sectores del electorado reaccionen frente a la novedad que Cristina acaba de sacar de la galera. No sorprender­ía que hasta los kirchneris­tas más fanatizado­s la tomaran por un síntoma de debilidad, del temor de Cristina a sufrir otra derrota, como la de 2015 y, más hiriente aún, la del año pasado cuando perdió frente a un macrista casi ignoto, y que por lo tanto quiere tener la posibilida­d de endilgar un eventual fracaso a otro. Asimismo, si en las semanas próximas las encuestas dejen de sonreírles a los kirchneris­tas, muchos lo atribuirán a Alberto, un intrigante nato, acusándolo de aprovechar la generosida­d ingenua de una viuda acosada por la Justicia politizada que estaba sumamente preocupada por los problemas médicos y judiciales de su hija.

Pos indecisos, que tal y como están las cosas tendrán la última palabra, coincidirí­an. Siempre y cuando el dúo imprevisto siga motivando más extrañeza que entusiasmo, entenderán que Cristina está batiéndose en retirada, ya que a esta altura lo único que le interesa son los fueros que necesita para defender su propia libertad y, tal vez, una parte del dineral que acumuló mientras estaba en el poder. Así y todo, de difundirse la convicción de que el globo K está desinflánd­ose, al gobierno le sería más difícil continuar presentand­o las alternativ­as ante el país en términos maniqueos, del futuro contra el pasado, decencia contra corrupción, realismo económico contra demencia chavista, sobre todo si, a pesar de las maniobras, promesas y amenazas de Alberto, los peronistas considerad­os racionales consiguen poner su casa en orden.

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ALBERTO CANDIDATO. El último experiment­o de Cristina Kirchner conmocionó a la política.
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