Un pueblo amenazado:
en San Miguel del Monte todos tienen miedo. Los efectivos acusados de acribillar a cuatro jóvenes y de encubrir el crimen, están sospechados de formar parte de
una trama narcopolicial. Todo conduce a un mismo lugar: la Bonaerense.
El atractivo del criollismo popular fue igualmente poderoso entre las clases trabajadoras urbanas.
explotadores, cobardes y vanidosos: “Los que tratan de borricos a los pobres proletarios son seres estrafalarios más estúpidos que micos. Validos de que son ricos y de sus trajes flamantes, esos hombres inflamantes siembran el social desquicio, y buscan el precipicio en que caerán por tunantes”.
Y como ya mencioné, el adversario del noble protagonista de Nobleza gaucha, primer gran éxito de la cinematografía argentina, era un estanciero despótico que vivía en una mansión porteña. Los intertítulos lo presentaban como un “nuevo señor feudal”, “pervertido y malo”. Su muerte accidental, al caer por un barranco mientras escapaba del gaucho vengador, es presentada como un acto de justicia. Por su parte, el también exitoso Juan Sin Ropa (1919), primer film que tematizó la explotación fabril desde la perspectiva de los trabajadores, lo hizo retomando referencias a la leyenda de Santos Vega y a través de un protagonista gauchesco que, trasladado a la ciudad, se transformaba en dirigente obrero en lucha contra los patrones. En este caso, como en Nobleza gaucha, el guion pertenecía a González Castillo.
Criollismo y experiencia popular. Más que con la necesidad de afirmar un sentimiento nacionalista, las críticas que planteaba el criollismo popular conectaban políticamente con la experiencia popular en un momento de grandes tensiones sociales. Para empezar, expresaban bien los padecimientos de la población rural. Algunos historiadores dudan de que hayan existido, en el siglo XIX, esos gauchos de vida nómade e independiente que describía la literatura (al menos en un número relevante) o que los paisanos se identificaran a sí mismos con ellos. Puede que tales gauchos fuesen personajes más bien ficcionales.
Aquí no entraré en esa discusión. Como ya señalé, más allá de los usos literarios, en esa época el término “gaucho” había pasado a designar a los paisanos del campo en general. Con independencia de la existencia o no del tipo gaucho o de su peso social, es incuestionable que las historias que se contaban oralmente o se leían en los textos criollistas tenían resonancias claras con la experiencia de vida de los paisanos pobres de entonces. No hay duda de que, en el cambio de siglo, muchos criollismo, experiencia popular y política enfrentaban padecimientos y desafíos análogos a los que tematizaban los cuadernillos de difusión popular. Los dramas gauchescos los ayudaban a dar sentido a los cambios drásticos que venían afectando su mundo.
Los estudios sobre la vida en la campaña bonaerense muestran que el Martín Fierro o el Juan Moreira describían la penosa realidad de los paisanos de un modo bastante preciso. Las condiciones de los pequeños y medianos labradores o pastores empeoraban a consecuencia de la progresiva privatización de la tierra y del alza de su precio, que tendieron a concentrarla en manos de los grandes hacendados. También para los no propietarios la situación se estaba complicando de manera sostenida en virtud de una serie de disposiciones que los obligaban a circular con una papeleta de conchabo firmada por sus patrones, a riesgo de ser considerados vagos y enviados a la frontera. Y las elecciones y la justicia rurales efectivamente estaban muy manipuladas. Con mayor fuerza luego de 1860, a los jueces de paz y tenientes alcaldes se les otorgaban amplias atribuciones, que utilizaban con arbitrariedad sobre los más débiles. La vida de los reclutas que enviaban a la frontera era durísima, y buscar refugio entre los indios era una posibilidad que no pocos aprovecharon.
Además, estaba el tema de los inmigrantes. Desde la década de 1860, llegaron al campo en una formidable oleada. Para fines de esa década, en algunos pueblos ya eran la quinta o cuarta parte de la población. Fueron ellos los que tendieron a beneficiarse de las mejores oportunidades laborales. En ese contexto hubo entre los criollos un sentimiento extendido de haber sido postergados por su propio Estado, lo que dio lugar a expresiones de xenofobia, en general de baja intensidad. Todo esto está bien documentado. Así, las visiones nostálgicas y las críticas que planteaba el criollismo popular estaban lejos de ser un mero invento de escritores: conectaban con la experiencia de los paisanos que fueron sus primeros lectores. Un joven criollo de 1875 bien podía tomar el Martín Fierro como una descripción de su realidad. De los relatos de sus padres y abuelos pudo recibir la información de que, en el pasado, la vida de la gente de su clase había sido mejor y más libre. Y aunque los cambios en años posteriores fueron dramáticos, la nostalgia por aquellos tiempos no tenía por qué desaparecer. Si nos detenemos imaginariamente en algún paraje bonaerense de 1925, encontraremos allí, ya ancianos, a algunos de los que fueron mozos en el mundo de 1875. Sus hijos y sus nietos con seguridad habrán escuchado de sus bocas las descripciones del campo de antaño, de modo que, al leer folletos criollistas, también pueden identificarse con la suerte de los héroes matreros. La atracción que los habitantes del campo sentían por las proezas de los gauchos ficcionales en su lucha contra la autoridad tal vez se deba a que transferían al plano imaginario una rebelión (que ya no era posible dar en el plano real) contra un orden social y una deriva histórica que no podían parecerles justos.
Hay que destacar, de cualquier modo, que en la experiencia popular había enormes variaciones regionales. Lo que para unos era una realidad en 1880 – el alambrado o el contacto con los inmigrantes– , para otros llegó tres décadas más tarde. Todavía en años recientes podían encontrarse ancianos criollos que recurrían a la poesía gauchesca para dar sentido a sus vivencias; como el antiguo tropero que una antropóloga entrevistó en Entre Ríos, escasamente alfabetizado, cuyos versos – dictados a su hija y autopublicados en 1999– hablaban de las penurias de los pobres, de las injusticias de funcionarios, ricos y patrones, y de las relaciones con la “gringada” que había llegado a sus pagos poco antes de que él naciera. De hecho, si para un habitante bonaerense del cambio de siglo personajes como Fierro o Moreira parecían propios de tiempos irremediablemente idos, eso no significaba
que fuera el caso para los de otras zonas.
En Corrientes, por ejemplo, la vida de Olegario Álvarez, alias “el gaucho Lega”, nacido en 1871 y abatido por la policía en 1906, dio lugar a una leyenda popular muy similar a la de Moreira (con el agregado de que los lugareños atribuían a su espíritu poderes milagrosos, por lo que desde 1915 le rindieron un culto que continúa en la actualidad). Si la historia de este personaje se transmitió más bien oralmente o a través de canciones y no motivó la proliferación de cuadernillos baratos de lectura popular, fue acaso porque Corrientes no era un polo editorial comparable a Buenos Aires o Rosario. En otras partes del país hubo figuras similares anteriores y posteriores a Lega que originaron leyendas y cultos parecidos, entre otros, el gaucho José Dolores en San Juan, el gaucho Cubillos en Mendoza, Aparicio Altamirano en Corrientes o, en esa misma provincia, el gauchito Gil. Incluso más tardíamente hubo bandidos rurales descriptos como gauchos que también se ganaron la admiración popular y generaron relatos de ese estilo.
EXPERIENCIA URBANA Y CLASE. Pero el atractivo del criollismo popular fue igualmente poderoso entre las clases trabajadoras urbanas, cuya realidad era bien diferente. Por supuesto, había también en las urbes gente que había crecido en el campo.
En la segunda mitad del siglo XIX y durante buena parte del siguiente, las principales ciudades de la región pampeana recibieron un importante contingente de migrantes internos procedentes de zonas rurales. Un viajero español tuvo la ocasión de hablar con uno de ellos en tiempos del
Centenario. Mientras viajaba en tren, un anciano se le acercó y le dijo que de joven había sido un gaucho, que vestía chiripá y galopaba libre por las llanuras, antes de que las estropearan los gringos con sus arados y sus máquinas. Y continuó con los ojos llenos de lágrimas, observando el campo por las ventanas: “Esto, de aquí a… yo no lo veré, no será un desierto ni una llanura, será… una mesa parada, con el estanciero a la cabecera, los peones gringos alrededor, y a nosotros, los gauchos que queden, nos tirarán las migas. Y si no, mire ¡pucha! Vaya mirando… Esto ya no es nuestra tierra… es… una fábrica de trigo… para enviarla a la gringuería. ¡ Los gauchos a morir!”
Sumadas las memorias como las de este paisano al desarraigo y a la experiencia de vivir en ciudades tan caóticas y cosmopolitas, no cuesta demasiado entender que este tipo de población tuviera motivos para la nostalgia. Pero la activación de estos recuerdos podía, además, servir a personas que no habían tenido ellas mismas un contacto directo con la vida gaucha. Durante el carnaval de 1950, un diario porteño entrevistó a un hombre vestido de gaucho, que explicó en sus propias palabras el motivo de su atuendo: “Me llamo Nicanor Medina, soy criollo y nací en Carhué. Vine a la ciudad de chico pero el cariño por el pago se agrandó a la distancia. Además, señor, soy biznieto de resero. Mi abuelo llevaba hacienda en pie hasta Azul y… muchas veces. De manera que no soy gaucho por la “vestidura” sino por la sangre. Como no puedo encontrarme con el pilcherío sino de tanto en tanto y el carnaval es una de esas pocas circunstancias, he decidido aprovecharla de acuerdo con lo que mi corazón de paisano me ordena”.
La performance de carnaval, en este caso, servía para procesar añoranzas por la vida rural perdida, conectando con memorias familiares más antiguas. La continuidad deseada con lo gaucho (“por la sangre”) se manifestaba a través de una puesta en escena (“por la vestimenta”) en medio de una ciudad que parecía haber dejado atrás el mundo criollo. Por otra parte, también en las ciudades los criollos (con o sin pasado rural) tenían motivos para sentirse postergados frente a los inmigrantes. El aluvión que había llegado del exterior fue particularmente intenso en lugares como Buenos Aires y Rosario, epicentros del criollismo popular. Allí, además, las oportunidades que el crecimiento económico abrió luego de 1870 quedaron en buena medida en manos de extranjeros. En ese contexto, no cuesta entender que la glorificación del pasado criollo y la crítica a los gringos que ofrecía el criollismo resultase atractiva como modo de reclamar precedencia y de tramitar tensiones sociales.
Más allá de las diferencias étnicas, el criollismo popular también servía para tematizar las diferencias de clase y la experiencia de exclusión política que compartían todos los que no pertenecían a las élites. Entre 1880 y las primeras elecciones nacionales limpias en 1916, el sistema político argentino sufrió una relativa clausura. La élite liberal mantuvo el control del Estado mediante el fraude. Al mismo tiempo, el acelerado crecimiento económico que se produjo en ese lapso se dio de un modo tal que favoreció la concentración de la riqueza. La brecha que separaba a ricos y pobres aumentó drásticamente; hacia 1910 la sociedad argentina era más desigual que nunca. Esta situación impulsó a los trabajadores urbanos y a otros grupos sociales a organizarse. A la movilización ciudadana y obrera, el Estado respondió con represiones sangrientas.
Así, en estos años la impresión de estar gobernados por una oligarquía que ponía al Estado al servicio de su clase no se alejaba demasiado de la realidad. Puede que los habitantes de las ciudades no tuviesen que padecer el tipo de abusos que sufrían los paisanos del campo. Pero sí tenían excelentes motivos para identificarse con héroes populares que rechazaban a las autoridades y las leyes, cuchillo en mano, por ser esencialmente injustas y antipopulares. Y como poder político y jerarquías de clase se solapaban, tampoco debe extrañar que la legalidad estatal, las oligarquías y el mundo de los ricos se confundiesen en un mismo rechazo, que encontraba en el gaucho perseguido y rebelde un ícono atractivo. Después de todo, la propia literatura criollista hacía lugar a diatribas contra “cajetillas y jailaifes”, figuras que remitían a los ricos del ámbito urbano.
El sentido de antagonismo de clase del criollismo popular no pasaba inadvertido para las élites de entonces. En 1902 Ernesto Quesada anotó lo que para él era el motivo fundamental de su “popularidad asombrosa”:
La propia literatura criollista hacía lugar a diatribas contra “cajetillas y jailaifes”.