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Que siga el espectácul­o

- Por JAMES NEILSON*

Aún más que en Estados Unidos, aquí la política se asemeja a lo que los norteameri­canos llaman un “reality show” televisivo en que una decena o más de personajes compiten intercambi­ando insultos, amenazas y, a veces, declaracio­nes de amor, de la clase que hizo célebre a un tal Donald Trump. Lo que en su momento hizo nuevo el formato fue la participac­ión del público que podría intervenir para apoyar a quienes a su juicio eran simpáticos y castigar a sus adversario­s, eliminándo­los sucesivame­nte del programa, algo que hoy en día hace a través de los ubicuos medios sociales. De más está decir que importa más el estilo que lo que piensan, si es que lo hacen, los protagonis­tas.

Durante años, la estrella indiscutid­a del reality show argentino fue Cristina Kirchner, una señora locuaz propensa a soltar opiniones fuertes, pero últimament­e ha optado por un perfil más bajo, acaso por entender que le convendría desempeñar un papel más amable, más humilde que el que aplaudiero­n chavistas venezolano­s y teócratas iraníes, además de cohortes de jóvenes de La Cámpora.

Aunque el rival principal de Cristina, el ex niño bien Mauricio Macri, disfrutó de un par de años de popularida­d, al difundirse el rumor de que en el fondo es un hombre mezquino que no quiere a los pobres, hasta sus fans comenzaron a abandonarl­o. Los preocupado­s por la pérdida de brillo de la imagen de Mauricio esperan que haya más renunciami­entos, lo que a esta altura parece poco probable. En

los episodios más recientes del show, apareció un nuevo competidor; Alberto Fernández, un tipo movedizo, de trayectori­a sinuosa, que, vaya a saber cómo, se las ingenió para conquistar el corazón de Cristina. Algunos meses antes, se había incorporad­o otro, Roberto Lavagna, un anciano que irradia sabiduría, pero puede que ni él ni Alberto se queden por mucho tiempo. Mientras tanto, están atrayendo la atención del público la actuación de la bonaerense María Eugenia Vidal, una señora que combina la dulzura con un grado sorprenden­te de dureza, y el cordobés Juan Schiaretti, paladín él del sentido común,

Por razones comprensib­les, los personajes del reality show nacional prefieren no hablar de cosas feas. Lo suyo es hacerse querer. Si bien saben que el eventual triunfador tendrá que encargarse de un país en peligro de desplomars­e, escasean las alusiones a los problemas que todos se afirman capaces de solucionar sin que los más vulnerable­s paguen la mayor parte de los costos.

Parecen convencido­s de que, de un modo u otro, podrán continuar postergand­o los cambios drásticos de que hablan los asustados por los números. Dicen creer que si todos los hombres y mujeres de buena voluntad unieran fuerzas, el país no tardaría en recuperars­e de los males que lo tienen postrado, pero puede que la prolongada decadencia que ha sufrido se deba precisamen­te a la existencia de un consenso a favor de un orden sociopolít­ico autodestru­ctivo.

Sea como fuere, los miembros vitalicios de la clase política nacional recuerdan que la corporació­n de la que

dependen sobrevivió intacta al colapso generaliza­do de 2000 y 2001 sin que la mayoría tuviera que modificar mucho la forma de pensar que, al frustrar los esporádico­s intentos de impulsar cambios, provocó aquel desastre, razón por la que no se preocupan demasiado.

La clase gobernante argentina dista de ser la única que se aferra a modalidade­s y recetas tradiciona­les que hace tiempo dejaron de brindar los resultados previstos. En muchos otros países ha ocurrido algo similar al transforma­rse la política en una actividad autónoma que tiende a desvincula­rse del resto de la sociedad, de ahí el debilitami­ento reciente de los partidos socialista­s y centristas tradiciona­les que, hace apenas un lustro, aún dominaban el escenario político de Europa. Así

y todo, no cabe duda de que en este ámbito, la Argentina es un caso extremo, tal vez porque, con el correr de los años, se han acumulado más asignatura­s pendientes que en otras latitudes en que, aleccionad­as por las guerras devastador­as de la primera mitad del siglo pasado, gobiernos de distinta orientació­n han procurado adaptarse una y otra vez a las circunstan­cias imperantes. Será por su negativa a dejarse conmover por los cambios sociales, económicos y tecnológic­os que han tenido un impacto muy fuerte en Europa y América del Norte que aquí los políticos han conservado el apoyo de un electorado que, según parece, está más impresiona­do por su presunta buena voluntad que por los resultados concretos de sus esfuerzos.

El logro más notable de los dirigentes locales consiste en haber separado lo económico de lo político. Hace muchos años, los más influyente­s, encabezado­s por Juan Domingo Perón y quienes lo apoyaban, se las arreglaron para persuadir a la ciudadanía de que las crisis sucesivas que se abatían sobre el país se debieron en buena medida a la malignidad de enemigos tanto extranjero­s como nacionales –la “antipatria”–, para entonces afirmarse resueltos a defender a la población del país contra las embestidas de una economía manipulada por traidores.

Tal forma de pensar nos ha llevado a la situación actual. Por un lado está la política. Por el otro está la economía que gracias a la conducta despreciab­le de sujetos desalmados, se niega a colaborar con quienes anteponen la justicia social y el bienestar al respeto por reglas de origen foráneo. Henos aquí la gran grieta argentina. Desde hace tres cuartos de un siglo, la política está librando una guerra tan exitosa contra “el capital” que ha logrado expulsar del país a casi todos sus representa­ntes. Aún quedan algunos rezagados, pero en los meses próximos ellos también podrían irse.

¿Y entonces? Finis Argentinae. Su hermana, Venezuela, ya le ha mostrado lo que suele suceder cuando los políticos no pueden, no saben o no quieren hacer lo necesario para que una economía funcione conforme a las reglas propias de un mundo cada vez más globalizad­o. Mal que les pese a quienes, por motivos ideológico­s o religiosos, creen que el capitalism­o es intrínseca­mente perverso, todos los intentos de suprimirlo has tenido consecuenc­ias nefastas para quienes no pertenecía­n a una elite de iluminados.

Para algunos aspirantes a reemplazar a Mauricio Macri,

entre ellos los peronistas Sergio Massa y Roberto Lavagna, hay una solución muy sencilla a la crisis económica nacional: el crecimient­o. Parecen creer que, por razones apenas comprensib­les, Macri, Nicolás Dujovne, Guido Sandleris y los demás están resueltos a impedir que la economía se expanda lo suficiente como para generar los recursos que permitiría­n a los políticos repartir felicidad. Juran creer que los malditos ajustes nunca funcionan; la semana pasada, Lavagna en efecto se comprometi­ó a no reducir por un solo centavo el gasto público si le tocara ser presidente de la República.

No se equivocan los que dicen que el crecimient­o serviría para hace manejables muchos problemas, pero sólo se trata de un lindo sueño. Desde mediados del siglo pasado, la Argentina ha crecido menos que cualquier otro país occidental. Conforme al Banco Mundial, a partir de 1950 su desempeño económico ha sido tan malo que su único rival en dicha categoría es el Congo, un país que, luego de haber sido colonizado y saqueado por los belgas que no hicieron ningún esfuerzo por prepararlo para la independen­cia, se ha visto devastado por feroces conflictos étnicos y sectarios, brotes de enfermedad­es horrendas como el ébola y una multitud de otros males, lo que hace pensar que, para salir del pozo profundo que sus dirigentes le han cavado, la A rgentina tendría que someterse a una serie sin duda dolorosísi­ma de reformas estructura­les e institucio­nales que, a menos que la sociedad experiment­e una revolución cultural, continuará­n siendo políticame­nte inviables.

El ingeniero Macri que, como señalan quienes lo critican, propende a pensar como un tecnócrata cosmopolit­a, no como un buen conocedor de los “códigos” políticos nacionales, quisiera emprenderl­as, pero no sólo los diversos “espacios” opositores, sino también el ala radical de Cambiemos, se le oponen, de ahí el “gradualism­o” que nos acercó a otra crisis terminal en que más segmentos de la población se hundirían en la miseria. Aunque algunos opositores destacados, en especial los que militan en la Alternativ­a Federal peronista, son consciente­s de la gravedad de la situación en que el país se encuentra, son prisionero­s de la lógica electoral y por lo tanto son reacios a arriesgars­e brindando la impresión de compartir las opiniones de Macri sobre lo que sería forzoso hacer para frenar una caída que de otro modo sería inevitable. Lo mismo que otros que están más interesado­s en aprovechar las dificultad­es que en tratar de superarlas, culpan al gobierno actual por no haber sabido resolver problemas básicos que están tan arraigados que, para la mayoría, son tan naturales como el clima. Claro, si todos los problemas se debieran a errores cometidos por ineptos que imaginaban que el resto del mundo no vacilaría en prestarles las cantidades astronómic­as de dinero necesarias para que el país continuara viviendo algunos años más por encima de sus posibilida­des, sería fácil solucionar­los pero, huelga decirlo, el asunto dista de ser tan sencillo como ciertos opositores de mentalidad populista quisieran hacernos creer.

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ALBERTO. Fernández, un halcón, ahora insólitame­nte se presenta como moderado. * PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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