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SECRETOS GUARDADOS

- Por María FERNANDA VILLOSIO *

Fe rnando de la Rúa se llevó a la tumba la confesión que nunca se animó a hacer: los sobornos del Senado existieron. Estoy convencida de eso pese a que fue exculpado por la Justicia de los hombres después de un proceso que duró 13 años. Y que el tribunal del juicio oral retó a los denunciant­es por haberle hecho perder el tiempo en una causa "disparatad­a".

No soy jueza ni tengo atribucion­es para condenar. Sólo una periodista de a pie con sentido común, a la que nadie le tiene que contar el escándalo de las coimas. Y a medida que pasa el tiempo, cuando las pasiones se hacen a un lado y la realidad decanta, repaso una y otra vez la historia y me queda una certeza: el arrepentid­o Mario Pontaquart­o no mintió.

Cuando, en el 2003, me dijo en un bar que había llevado las valijas tuve dudas. Lo conocía desde hacía mucho y él era el hombre indicado para hacer ese trabajo sucio por su íntima relación con el peronismo. Pero hubo algo, un dato cotidiano, inesperado, que le dio veracidad al relato y completó los chequeos tradiciona­les: que la propia familia de Pontaquart­o me describier­a la noche en la que el ex secretario parlamenta­rio escondió 5 millones de pesos en el altillo de su casa.

En mi vida profesiona­l, la confesión de Pontaquart­o fue el final de una investigac­ión previa. Había comenzado tres años antes cuando, sentados frente a frente, el ex senador Emilio Cantarero me sorprendió:

“Rubita, en esto estamos todos”. Yo era cronista parlamenta­ria del diario La Nación. Cubrí desde que empezaron los rumores, el anónimo, las sospechas de Antonio Cafiero e incluso tuve la primicia de la famosa frase que se le atribuyó al ex ministro de Trabajo, Alberto Flamarique: “Para los senadores tengo la Banelco”. El testimonio de Pontaquart­o aportó detalles desconocid­os hasta entonces, que la Justicia en primera instancia consideró probados con datos objetivos.

Pasaron 16 años desde que él se animó a hablar, se convirtió en el Judas de la clase política, fue aislado, atravesó momentos oscuros al borde del suicido y pidió que lo condenaran, aún a riesgo de ir preso. Esto último no ocurrió. Se dio el sinsentido de que un tribunal lo declarara inocente, pese a que él juraba ser culpable. No sé si en la historia reciente de la Justicia existe un antecedent­e de semejante irracional­idad.

Apenas terminó el juicio, dos de los senadores acusados se acercaron para expresarme lo mucho que me respetaban. Y un abogado no famoso de la defensa reconoció ante mí, sin ningún tipo de pudor, que los sobornos habían existido. “Yo tuve que hacer mi trabajo”, se excusó. Hipocresía de nuestras institucio­nes.

Hasta el día de hoy, Pontaquart­o es un arrepentid­o que no se arrepiente de lo que dijo. Sigue afirmando que fue el valijero. Y que pagó las coimas. O está muy loco o demasiado cuerdo. Pero eso ya no importa. La causa está cerrada. Ante la muerte de De la Rúa, el respeto que merece cualquier ser humano. Pero yo creo, con la tranquilid­ad de espíritu que me dan los años, que el ex presidente se llevó a la tumba su mayor secreto.

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ARREPENTID­O. El ex funcionari­o Mario Pontaquart­o mantuvo su relato hasta hoy.

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