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Un editor insólito:

Tenacidad y arrogancia son las marcas del dueño de uno de los sellos emblemátic­os de la Argentina: Santiago Rueda. Su historia.

- Por LUCAS PETERSEN* * ESCRITOR, autor del libro “Santiago Rueda”.

Tenacidad y arrogancia son las marcas del dueño de uno de los sellos emblemátic­os de la Argentina: Santiago Rueda. Su historia.

Hubo un tiempo, muy anterior a la globalizac­ión y a la conformaci­ón de mega editoriale­s trasnacion­ales, en que la Argentina se convirtió en el centro de producción de libros del mundo hispanohab­lante. Todo empezó con la cruenta Guerra Civil Española (1936-1939), que sumió a la industria editorial de la península en una crisis de dimensione­s tales que ya no pudo atender el mercado latinoamer­icano. Ante la oportunida­d, no solo las viejas casas argentinas reorientar­on parte de su actividad a la cobertura de ese mercado externo sino que también apareciero­n nuevos sellos que, en algunos casos, terminaron siendo las empresas editoriale­s más dinámicas e innovadora­s que tuvo el país en toda su historia.

Un rasgo caracterís­tico de aquella camada fue una activa política de traducción, que abrió al público hispano hablante una cuantiosa porción de la literatura que había renovado las letras mundiales en la primera mitad del siglo. Varias de aquellas casas, como Sudamerica­na, Emecé y Losada, mantuviero­n diversos grados de vitalidad hasta nuestros días, algunas subsumidas en grandes conglomera­dos internacio­nales, y continúan siendo referencia­s en el imaginario de los lectores. Pero, entre esa primera línea, logró colarse un editor mucho más modesto, casi artesanal, que, a fuerza de osadía y un enorme sentido de la oportunida­d, produjo algunos de los batacazos más despampana­ntes de la época. Su

nombre era el mismo que el de su editorial: Santiago Rueda. A Su iniciativa se debieron las ediciones en castellano de decenas de títulos fundamenta­les del siglo XX: del “Ulises” de Joyce a la primera versión completa de “En busca del tiempo perdido” de Proust; de la introducci­ón de gran parte de la obra de Kierkegaar­d a la culminació­n de las “Obras completas” de Freud (que curiosamen­te, cuando salieron, eran más “completas” en castellano que en alemán e inglés); de algunas obras capitales del nuevo realismo estadounid­ense (Dos Passos, Hemingway, Faulkner, Anderson…) a la aparición de Henry Miller en los ‘60. Nada fascina más de Rueda que la relación desproporc­ionada entre sus modestos recursos y la profunda marca que dejó en la cultura del continente.

Rueda nació en Buenos Aires en 1905 y murió en la

misma ciudad en 1968, cuando tenía apenas 62 años. Se había formado en la librería y editorial El Ateneo, de su tío Pedro García, en donde se inició como cadete y ascendió hasta dirigir la sección literaria. No obstante, quienes lo conocieron aseguran que no era un hombre con una formación muy sofisticad­a. ¿Cómo hizo, entonces, para convertirs­e, cuando fundó su propia editorial en 1939, en uno de los editores más innovadore­s del siglo?

La respuesta más habitual apunta a la incidencia de su asesor, el novelista y traductor Max Dickmann, quien era, en efecto, un lector atento a las novedades internacio­nales, a las que leía en su idioma original. Pero no fue él el único responsabl­e. Todos reconocen que el propio Rueda tenía un enorme “olfato” para decidir qué publicar, que combinaba con un arrojo poco común: cuando decidía apostar, p apostaba en grande, tanto an animándose a publicar lo que otros o no parecían atreverse como lanzando largas serie series de libros de un mismo autor autor, lo que provocaba una fuert fuerte identifica­ción entre autor y sello.

Pero, Pero quizás, la pregunta má más interesant­e sea anterior: ¿ ¿cómo alguien sin grandes co conocimien­tos literarios decidi decidió dedicar su vida a la edición d de libros? Sin duda, influye ahí cierto espíritu de época: los más cercanos amigos de Rueda eran, además de editores y escritores, médicos, economista­s, abogados, empresario­s y gerentes con inclinacio­nes culturales, una “bohemia de los negocios” que se entremezcl­aba en los cafés del centro con gente de la literatura. En ella, ser un empresario de la industria cultural comportaba tal vez un valor especial. Por supuesto, todo se alinea con la excepciona­l coyuntura que fue la apertura del mercado latinoamer­icano, cuya enormidad no amilanó al modesto Rueda. Si algo de la idiosincra­sia argentina se caracteriz­a por cierta arrogancia que, en sus variantes menos nocivas, permite plantearse objetivos más allá de lo esperable, bien pudo haber sido Santiago Rueda el más emblemátic­o de los editores en un tiempo en que Buenos Aires se soñó el faro cultural del mundo hispano. Y también de este, por qué no, en que a pura tenacidad resisten cientos de editoriale­s pequeñas en medio de una de las crisis más profundas que recuerde la industria.

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 ??  ?? NOMBRE. Se llamaba igual que su sello, Santiago Rueda. Una biografía de Lucas Petersen lo rescata. (Ed. Tren en movimiento). nto).
NOMBRE. Se llamaba igual que su sello, Santiago Rueda. Una biografía de Lucas Petersen lo rescata. (Ed. Tren en movimiento). nto).
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