La rebelión de las masas
Tras la pésima elección de Juntos por el cambio, hasta los aliados del Presidente se desentendieron de él. Por James Neilson.
Nadie, ni siquiera el kirchnerista más optimista, previó el triunfo abrumador de Alberto Fernández en el mano a mano con Mauricio Macri que se celebró el domingo pasado. Todos los encuestadores y, con ellos, quienes no tienen más opción que la de depender de sus pronósticos, se equivocaron. Pero también lo hicieron aquellos de Estados Unidos que daban por descontado que Hillary Clinton derrotaría, acaso por un margen histórico, al impresentable Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2016, o que suponían que los británicos nunca pensarían en hacer algo tan excéntrico como proponerse salir de la Unión Europea. Sucede que en todas partes los que de un modo u otro integran el “círculo rojo”, “establishment”, o “elite” internacional suelen subestimar la intensidad del descontento que sienten sectores muy amplios de la población de los países desarrollados hasta que un buen día “los deplorables” voten por una alternativa radical al statu quo imperante.
Parecería que Alberto F y quienes lo rodean entienden muy bien que el electorado aprovechó la oportunidad brindada por las PASO para castigar a Macri, el presunto culpable de las penurias que tantos sufren, y que por lo tanto no han recibido un “cheque en blanco”. Tan sorprendidos como el que más por las dimensiones de una victoria que aún es sólo virtual pero que confían en confirmar de manera contundente en octubre, reaccionaron hablando de responsabilidad, humildad, el fin de “la grieta” y lo peligroso que les sería dejarse llevar por la euforia casi deportiva que muchos sienten. Fue conmovedor, pero cuesta creer en la sinceridad de los más combativos.
N o
será que los kirchneristas teman que el oficialismo actual logre recuperar lo mucho que ha perdido desde que la corrida cambiaria de abril del año pasado modificó drásticamente el balance de poder político, sino que los más lúcidos son conscientes de que, dentro de poco, ellos mismos representarán un statu quo que para muchos es insoportable. Por un rato, podrán atribuirlo al macrismo, ya que no se les ocurriría repetir el error fundacional de quienes, al asumir el poder, minimizaron la gravedad de la situación que acababan de heredar porque no querían asustar a los inversionistas en potencia, pero saben que el electorado es amnésico. Después de transcurrir un par de años, la inflación, el desempleo, la miseria y todo lo demás, serán exclusivamente suyos.
Luego de un resultado tan catastrófico para la coalición gobernante como el del domingo, es muy fácil achacarlo a los errores económicos que muchos le adjudican, ya que hasta los kirchneristas reconocen que deben el triunfo que están festejando al ajuste feroz que está en marcha. En cambio, no es nada fácil decir lo que el Gobierno ya saliente pudo haber hecho para impedir que cayera abruptamente el nivel de vida del grueso de los habitantes del país.
¿Imprimir más dinero? ¿Congelar los precios? ¿Mantener las tarifas energéticas como estaban? ¿Prohibir los despidos? ¿Aumentar más las jubilaciones y todos los subsidios de diverso tipo que perciben quienes dependen del Estado? ¿Negarse a contraer deudas, o sea, vivir de lo nuestro, de casi nada? Por desgracia, en vista de la situación en que se encontraba el país a fines de 2015, era necesario optar entre un ajuste manejado y uno a cargo de los mercados, alternativa esta que hubiera supuesto la caída inmediata del gobierno y una etapa de caos como la que hizo tan memorables los días finales de 2001. Los macristas habrán cometido muchos errores de comunicación, pero ningún equipo propagandístico, por brillante que fuera, pudo haber convencido a la mayoría de que tendría no sólo que resignarse a años de estrechez sino también cambiar su forma de pensar para enfrentar los desafíos de los tiempos que corren. E l mensaje subyacente en el difuso relato macrista era –aún es–, que el estado lamentable del país se debe a la mentalidad de una proporción importante de quienes lo habitan, incluyendo a muchos empresarios, “líderes sociales” y, huelga decirlo, intelectuales. Es un planteo legítimo, pero no es uno que muchos quieren oír. Fronteras afuera, Macri disfrutó del apoyo decidido de quienes llevan la voz cantante en los países desarrollados, además de instituciones clave como el Fondo Monetario Internacional, lo que le permitió suavizar el ajuste con préstamos a tasas de interés muy inferiores a las exigidas por los mercados financieros no gubernamentales. Pudo hacerlo porque su forma de pensar y actuar es en buena medida la de los miembros de la elite mundial que ven en el kirchnerismo una variante nociva del “populismo” que los tiene en ascuas, Apostaban a que la Argentina, una víctima temprana del cortoplacismo populista que tanto desprecian, hubiera aprendido lo suficiente como para comenzar a recuperarse de las heridas autoinfligidas que había hecho de ella el país occidental menos exitoso del siglo XX, un milagro al revés, casi el único que se las había arreglado para depauperarse mientras que otros sin una fracción de sus recursos se enriquecieron.
La noche del domingo pasado, tal sueño se vio remplazado por una pesadilla. No es para menos; de hundirse nuevamente la Argentina, las repercusiones podrían sentirse en todo el planeta; muchos “emergentes” ya están en apuros y una crisis terminal en uno golpearía a todos.
Aquí, como en Estados Unidos y Europa, son cada vez más los perjudicados por la evolución de las economías locales en que el “conocimiento”, una comodidad que no todos poseen, es el motor del crecimiento. Tienden a ensancharse las brechas que separan a los capaces de sacar provecho de los cambios que están produciéndose a un ritmo frenético de los que, por las razones que fueran, no están en condiciones de adaptarse. Así, pues, se intensifican las presiones para que los gobiernos abandonen las políticas de “austeridad”, o sea, de “ajuste”, que están intentando por motivos fiscales, a pesar de saber que si ceden ante los reclamos de quienes piden más plata pondrían en riesgo las estructuras macroeconómicas, lo que a su juicio tendría consecuencias nefastas para la mayoría, sobre todo para los ya rezagados.
Parecería, pues, que luego de un período prolongado en que aquella mano invisible del orden capitalista moderno repartía más o menos equitativamente los beneficios del desarrollo, hemos entrado en una fase, que amenaza con perpetuarse, en que lo hace de manera mucho más se--