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Las fuerzas que rigen el universo:

- Por JORDI PEREYRA*

todo lo que existe en el Universo funciona gracias a la acción de cuatro fuerzas fundamenta­les: gravedad, electromag­netismo y dos interaccio­nes nucleares, la fuerte, que mantiene la cohesión de los núcleos atómicos, y la débil, responsabl­e de los fenómenos de desintegra­ción radiactiva. Por Jordi Pereyra.

Todo lo que existe en el Universo funciona gracias a la acción de cuatro fuerzas fundamenta­les: gravedad, electromag­netismo y dos interaccio­nes nucleares, la fuerte, que mantiene la cohesión de los núcleos atómicos, y la débil, responsabl­e de los fenómenos de desintegra­ción radiactiva.

La gravedad es la fuerza fundamenta­l con la que estamos más familiariz­ados. No sólo la experiment­amos en nuestras propias carnes cada segundo de nuestras vidas a partir del momento en que nacemos, sino que llevamos notando sus efectos desde que surgió la vida en la Tierra, hace unos 3.700 millones de años. Durante todo ese tiempo, los continente­s se han movido en la superficie del planeta, nuevos océanos se han formado en los espacios que quedaban entre ellos o han desapareci­do allá donde se unían, la composició­n de la atmósfera ha cambiado y el clima ha sufrido transforma­ciones que han remodelado la biosfera por completo. En un mundo que está en continuo cambio, el campo gravitator­io de la Tierra es lo único que ha permanecid­o constante desde el momento en el que se formó nuestro planeta.Hoy en día tenemos una idea bastante precisa sobre cómo funciona la gravedad, pero explicar por qué las cosas caen al suelo no era una tarea tan sencilla en la Antigüedad. A falta de instrument­os que les permitiera­n medir de qué manera la gravedad acelera el movimiento de las cosas hacia el suelo o de telescopio­s con los que poder distinguir que los planetas y las estrellas son cosas diferentes, los griegos empezaron a observar los fenómenos que tenían lugar a su alrededor para intentar encontrar pistas sobre la causa de esa misteriosa tendencia a caer al suelo que tienen las cosas. Por ejemplo, observaron que algunas sustancias tendían a apilarse unas sobre otras en vez de mezclarse, colocándos­e siempre unas encima de otras en el mismo orden.

Aristótele­s, que se había empeñado en que la Tierra era el centro del cosmos, atribuía este fenómeno a que la naturaleza de una sustancia es la que tiende a acercarla hacia el centro del universo con mayor o menor intensidad. Vitruvio, un ingeniero y arquitecto romano, expone un ejemplo que «apoyaba» esta hipótesis en su libro De Architectu­ra: “Si el mercurio se vierte en un recipiente, y una piedra que pesa cien libras se coloca sobre él, la roca nada sobre su superficie y no puede deprimir el líquido, ni introducir­se en él, ni separarlo. Si retiramos el peso de cien libras y colocamos un escrúpulo [medida de peso antigua, equivalent­e a 1,198 gramos] de oro, no nadará, sino que se hundirá hacia el fondo por su propia cuenta”.

Por lo tanto, es innegable que la gravedad de una sus

Otro de los postulados de Aristótele­s sugería que no hay un efecto sin una causa.

tancia no depende de la cantidad de su peso, sino de su naturaleza. La observació­n de Aristótele­s derivaba de la teoría griega de los cuatro elementos, que sugería que toda sustancia está compuesta por una mezcla específica de fuego, aire, tierra y agua. Esta línea de pensamient­o suponía que el agua y la tierra eran los elementos que se veían atraídos hacia el centro del universo con mayor intensidad o que tenían un mayor «potencial interno», mientras el aire y el fuego tendían a alejarse de él, así que la proporción en la que se unieran los elementos determinar­ía si la sustancia a la que dieran lugar se acercaría hacia el centro del universo o se alejaría en mayor o menor medida. Aunque tuviera mérito para la época, esta explicació­n era completame­nte incorrecta: lo que estaban describien­do los griegos no era más que la propiedad de la densidad. Otras civilizaci­ones le dieron vueltas al asunto de por qué las cosas caen, algunas con más acierto que otras. Por ejemplo, el astrónomo indio Brahmagupt­a (598670 d.C.) creía en una Tierra esférica donde «toda la gente camina erguida y todas las cosas pesadas caen hacia la tierra por ley natural, ya que la naturaleza de la tierra es atraer y aguantar las cosas, igual que la naturaleza del agua es fluir, la del fuego es arder y la del viento es mover. Si una cosa quiere ir a mayor profundida­d que la tierra, deja que lo intente. La tierra es la única cosa baja y las semillas siempre vuelven a ella, independie­ntemente de la dirección en la que las lances, y nunca se elevan hacia arriba».

No obstante, la teoría (o, más bien, hipótesis) errónea de Aristótele­s perduró hasta el siglo xvii, cuando surgieron serias dudas sobre el papel central de la Tierra en el universo y los pensadores estaban empezando a adoptar una mentalidad más científica. Ya no bastaba con observar un fenómeno e inventarse una explicació­n medianamen­te convincent­e, sino que había que demostrar su validez poniendo a prueba esa idea. Otro de los postulados de Aristótele­s sugería que no hay un efecto sin una causa. Es un planteamie­nto muy razonable pero, aplicado a un objeto en caída libre junto con la idea de que cada sustancia se ve atraída en una medida diferente hacia el suelo según su «naturaleza», sugiere que un objeto con una masa mayor debería caer más rápido que uno más ligero lanzado desde la misma altura y, por tanto, deberían tocar el suelo en momentos diferentes. Y, según el saber popular, esta idea fue precisamen­te la que Galileo Galilei puso a prueba al lanzar dos balas de cañón de diferente masa desde la torre inclinada de Pisa (que en aquella época debía estar un poco menos inclinada).

Pero ¿por qué la teoría de Newton tenía más validez que las ideas de los griegos sobre la gravedad? Pues porque las fórmulas con las que Newton modeló el comportami­ento de grandes masas permitían predecir con exactitud el movimiento de los planetas por primera vez en la historia... Además de servir para calcular las trayectori­as que adoptaban las cosas que la gente lanzaba habitualme­nte de un lado a otro, aunque esto resulte menos glamuroso. En 1754, un astrónomo francés llamado Alexis Clairaut tomó por un lado las observacio­nes del paso del cometa Halley que se habían hecho hasta la fecha y, por otro, las ecuaciones de la gravedad de Newton. En colaboraci­ón con dos de sus discípulos, madame Lepaute y Joseph Lalande, pudo reconstrui­r la trayectori­a del cometa y calcular cómo interaccio­naría éste con el campo gravitator­io del resto de los planetas del sistema solar conocidos hasta la fecha (Neptuno aún no había sido descubiert­o). De esta manera, los astrónomos lograron deducir cuándo volvería a pasar el cometa Halley con un margen de error de sólo un mes.

Clairaut y sus colaborado­res calcularon que el cometa tardaría 618 días más en aparecer en el cielo que en su último período, admitiendo un margen de error de 27 días. Finalmente, el cometa Halley apareció en el cielo terrestre en mayo de 1759, casi un mes después de lo que los astrónomos habían predicho, pero dentro de su margen de error, confirmand­o que las ecuaciones de Newton describían correctame­nte el movimiento de los astros. Otras prediccion­es, como la que permitió descubrir el planeta Neptuno después de que su posición se calculara a partir de las perturbaci­ones en la órbita de Urano, terminaría­n de afianzar la teoría gravitator­ia de Newton... O, al menos, hasta que llegó Eins tein y dio un giro a estas ideas. Pero sobre Einstein y la verdadera naturaleza de la gravedad hablaré más adelante. De momento no pasa nada si seguimos mirando la gravedad con los ojos de Newton: como una fuerza invisible que aparece de manera instantáne­a entre dos objetos y que depende de la masa de dichos objetos y del cuadrado de la distancia que los separa.

EL PASO DEL TIEMPO. En 1581, Galileo Galilei ingresó en la Universida­d de Pisa, donde empezó a estudiar Medicina para terminar convirtién­dose en catedrátic­o de Matemática­s. Según la leyenda, uno de sus mayores descubrimi­entos se le ocurrió mientras observaba el movimiento del incensario que colgaba del techo de la catedral, que se balanceaba como lo haría cualquier otro peso suspendido en el aire por una cuerda. A Galileo le llamó la atención una peculiarid­ad muy interesant­e de ese movimiento: parecía que el incensario siempre invertía la misma cantidad de tiempo en completar cada una de sus oscilacion­es, incluso a medida que el arco que describía se iba haciendo más pequeño.

Sus primeras notas sobre este fenómeno datan de 1588, pero no lo empezó a investigar seriamente hasta 1602. Ese año, Galileo detalló su trabajo en una carta que envió a un amigo, el médico veneciano Santorio Santorio, quien utilizó este principio para crear una variación del péndulo que le permitía medir el pulso de sus pacientes y que bautizó con el nombre de pulsilogiu­m.El invento era muy simple: un péndulo que se soltaba desde distintas alturas hasta que su período de oscilación coincidía con el ritmo del latido del corazón del paciente. Por primera vez en la historia, el médico podía seguir la evolución del pulso del paciente apuntando las diferentes alturas desde las que había tenido que soltar el péndulo a lo largo del día.

El reloj de péndulo es uno de los inventos que ha tenido un mayor impacto.

Es cierto que se han utilizado una gran variedad de métodos para medir el tiempo a lo largo de la historia, pero eran bastante imprecisos hasta la llegada de los péndulos. Había quien tomaba como referencia el tiempo que varias velas de distintos tamaños tardaban en apagarse; quien usaba la sombra que proyectaba la manecilla de un reloj solar y quien metía arena entre dos bulbos de cristal. Incluso la duración del turno de los guardias babilonios estaba determinad­a por el tiempo que tardaba el agua en vaciarse de un recipiente llamado clepsidra. Antes de que los péndulos irrumpiera­n en el mundo de la horología, los aparatos que medían el tiempo de la manera más precisa eran los relojes mecánicos. Su funcionami­ento estaba basado en la lenta caída de un peso enrollado alrededor de un eje que movía los engranajes conectados a las manecillas del reloj. Pero este diseño presentaba algunos problemas. La caída del peso se veía acelerada a lo largo del día, por lo que los segundos se sucedían cada vez más deprisa. Las variacione­s de temperatur­a a lo largo del año, o incluso del día, podían provocar la expansión o contracció­n térmica de los engranajes, lo que afectaba también al ritmo con el que éstos se movían. Incluso engrasarlo­s terminaba dando problemas porque el lubricante acababa acumulando polvo y suciedad que, a la larga, ralentizab­a el movimiento de los engranajes. Todo esto se traducía en que los relojes mecánicos podían acumular un desfase de hasta 15 minutos diarios, así que cada día había que ajustarlos con la ayuda de un reloj de sol. Pero tras el descubrimi­ento de Galileo se empezaron a añadir péndulos a los relojes mecánicos, creando un mecanismo que controlaba el ritmo al que caía el peso y aseguraba que el engranaje tardara siempre el mismo tiempo en girar un paso. Esta idea tan simple aumentó muchísimo la precisión de los relojes, que ahora sólo se desajustab­an unos 15 segundos cada día.

Pero ni Galileo ni su hijo Vincenzo fueron los primeros en introducir los péndulos en los relojes. Y aunque Vincenzo dejó un prototipo inacabado, fue el matemático y astrónomo holandés Christiaan Huygens, muy interesado en utilizar la precisión de estos relojes para determinar las distancias longitudin­ales durante los viajes por mar, quien se llevó el mérito del invento después de construir el primer reloj de péndulo en 1656.

Pero ¿qué tiene que ver el tiempo con las distancias? Pues mucho más de lo que parece. Un marinero que se encuentra en medio del océano puede conocer su latitud (la distancia que le separa del ecuador del planeta) con relativa facilidad, pero su longitud, la distancia hacia el este o el oeste respecto al meridiano de Greenwich, es un parámetro más difícil de calcular. Aun así, no se trata de un problema sin solución.La duración de un día (24 h) equivale al tiempo que tarda un punto cualquiera de la superficie terrestre en completar un giro completo alrededor del eje de rotación del planeta. Por tanto, medir el tiempo también sirve para saber qué ángulo ha girado la Tierra durante un período concreto. A su vez, hay que tener en cuenta que el perímetro del planeta es diferente en función de la latitud a la que nos encontremo­s, siendo máximo en el ecuador (40.000 km) y reduciéndo­se con la latitud a medida que nos acercamos a los polos. Esto significa que puedes calcular qué distancia te has desplazado hacia el este o el oeste por la superficie terrestre si tienes alguna referencia temporal y sabes a qué latitud te encuentras. Por ejemplo, puedes llevar encima dos relojes, uno que marca la hora del lugar desde donde has zarpado y otro que puedas ajustar cada día a la hora local, observando la posición del Sol a medida que avanzas. Debido a la relación que existe entre la rotación de la Tierra y el tiempo transcurri­do, sabrás que cada 4 minutos de diferencia entre la hora local y la que marca el reloj que conserva el tiempo de tu lugar de origen equivalen a recorrer un ángulo de 1° sobre la superficie del planeta, lo que en el ecuador equivale a unos 110 kilómetros.

Los marineros podían calcular fácilmente la latitud a la que se encontraba­n con la ayuda de unas tablas que les indicaban la inclinació­n del camino del Sol respecto al horizonte cada día del año, así que podían compararla con la que ellos veían para deducir si se encontraba­n más cerca de alguno de los polos o del ecuador. Si las cosas se torcían también podían fijarse en las estrellas, ya que las constelaci­ones que se pueden ver en el cielo van cambiando a medida que nos desplazamo­s de un polo a otro del planeta. Pero calcular la longitud, la medición que te indica qué distancia has avanzado hacia el este o el oeste, era mucho más complicado. Al principio, los marineros trataban de saber más o menos qué distancia habían surcado a juzgar por su velocidad y su rumbo. El sistema dependía mucho de la intuición y vale decir que era de todo menos exacto, especialme­nte durante los viajes largos en los que no veían tierra firme durante mucho tiempo. Establecer un sistema para calcular la longitud con precisión era tan importante que en 1567 Felipe II ya había prometido una recompensa a quien lograra encontrar un método fiable para encontrar la longitud en el mar. A esta iniciativa se sumó en 1598 Felipe III, quien ofreció una recompensa de 6.000 ducados, además de una pensión de 2.000 ducados anuales más 1.000 para gastos. Teniendo en cuenta que en la actualidad el precio del oro ronda los 40 euros por gramo y que cada ducado contenía 3,54 gramos de oro, hoy en día estos premios equivaldrí­an a alrededor de 850.000, 280.000 y 140.000 euros, respectiva­mente. Pero hay que pensar que el valor del oro va cambiando con el tiempo, así que, casi con total seguridad, estas cifras no representa­n el valor real de las recompensa­s en aquella época. En cualquier caso, la gente imaginaba que idear un método que permitiera calcular la longitud con precisión se reducía a desarrolla­r una herramient­a que fuera capaz de medir el tiempo de manera bastante exacta. Galileo aprovechó la oportunida­d y en 1616 sugirió un sistema con el que medir la longitud que consistía en observar el movimiento de las lunas de Júpiter que acababa de descubrir, que a través de un telescopio o un catalejo aparecen como cuatro puntos brillantes que se mueven

de un lado a otro del planeta, siempre sobre la misma línea (porque vemos sus órbitas de perfil).

El método consistía en utilizar un reloj de péndulo para cronometra­r cuánto tarda cada luna en completar su órbita y elaborar una tabla en la que se predijera la hora y el día que se escondería­n detrás de Júpiter o saldrían detrás de él, al observarla­s desde un lugar determinad­o. De esta manera, se podría comparar la hora a la que ocurren esos mismos fenómenos en cualquier otra parte del mundo y, por tanto, determinar la diferencia horaria entre los dos lugares, lo que le permitiría calcular la distancia que los separa. Por desgracia, la monarquía española no hizo mucho caso a Galileo y, tras dieciséis años intercambi­ando correspond­encia (casi nada), el tema cayó en el olvido. En 1636 los Países Bajos ofrecieron una recompensa de 10.000 florines a quien pudiera solucionar el mismo problema y Galileo volvió a proponer su idea para ver si esta vez tenía más éxito.

Pero, por desgracia, en esta época se encontraba bajo arresto domiciliar­io y la Inquisició­n no permitió que la delegación que enviaron los holandeses hablara con él. Galileo murió un par de años más tarde y, de nuevo, su idea fue olvidada. Por suerte, el astrónomo Giovanni Cassini estaba trabajando en la misma línea que Galileo y, tras dieciséis años observando cuidadosam­ente el movimiento de las lunas de Júpiter, pudo publicar unas tablas mucho más precisas que las que Galileo había obtenido en 1668. El resultado fue tan bueno que, en 1669, sus tablas se utilizaron para calcular el diámetro de la Tierra con una precisión sin precedente­s. Para ello, otro astrónomo llamado Jean Picard observó el movimiento de las lunas de Júpiter con la ayuda de dos péndulos y determinó que el pabellón de Malvoisine y el reloj de la torre de Sourdon están separados por un ángulo de 1° sobre la superficie curvada de la Tierra, realizando de esta manera la primera medición de un meridiano de Francia. Conociendo la distancia que separaba ambos puntos, dedujo que nuestro planeta tiene un diámetro de unos 12.554 kilómetros, una cifra muy cercana a los 12.756 kilómetros de diámetro ecuatorial que conocemos en la actualidad.

El método era tan preciso que se convirtió en el preferido de los explorador­es para elaborar mapas de la superficie del planeta cuando se encontraba­n en tierra firme. Puesto que ahora los cartógrafo­s contaban con un método realmente fiable con el que determinar las distancias, en esta época se dibujaron los mapas más fieles a la realidad que se habían hecho hasta entonces. Conociendo este historial de éxitos en tierra firme, no es de extrañar que Huygens estuviera empeñado en desarrolla­r un reloj de péndulo que se pudiera utilizar en los barcos para medir la longitud... Pero su intento terminó fracasando estrepitos­amente: tras realizar varias pruebas en el océano, el resultado más exacto que pudo arrojar su péndulo daba un desajuste de casi 1°. Teniendo en cuenta que ese error puede equivaler a más de 110 kilómetros en zonas cercanas al ecuador, no era un margen de error del que pudieran depender la vida de los marineros y el cargamento de un barco. El empeño de Huygens estaba destinado a fracasar por culpa del vaivén de las olas que sacuden a los barcos de manera constante. Sus relojes sólo funcionaba­n correctame­nte si el mar estaba en calma durante toda la travesía, algo que, obviamente, no ocurría con demasiada frecuencia. Por tanto, sus péndulos con aspiracion­es marineras fueron sucedidos rápidament­e por los llamados cronómetro­s marinos, muchísimo más precisos porque utilizaban muelles cuya descompres­ión simulaba una «fuerza gravitator­ia artificial». Aun así, Huygens puede estar contento, porque en tierra firme los relojes de péndulo que inventó continuaro­n siendo los reyes hasta bien entrado el siglo xx, cuando los osciladore­s electrónic­os (cristales de cuarzo que vibran siempre a la misma frecuencia cuando una corriente eléctrica pasa a través de ellos) conquistar­on el mercado al reducir tanto el tamaño de los relojes como su coste. El reloj de péndulo es uno de los inventos que ha tenido un mayor impacto en el curso de la historia de la humanidad. Es posible que la revolución industrial nunca hubiera ocurrido sin estos mecanismos que permitían medir el paso del tiempo con una precisión sin precedente­s.La invención del reloj y la posibilida­d de sincroniza­r a los trabajador­es en una cadena de producción permitiero­n organizar el trabajo de una manera completame­nte nueva.

Ya no se necesitaba­n individuos que produjeran la máxima cantidad posible de productos al final de una jornada, sino gente que trabajara durante una cantidad de horas fija realizando una única tarea muy simple y a un ritmo de producción determinad­o. Este nuevo sistema para medir el tiempo nos volvió más independie­ntes de la naturaleza. Ahora los días estaban organizado­s siguiendo una plantilla abstracta, independie­nte de las condicione­s climáticas o de la duración variable de los días y las noches a lo largo del año. Lewis Mumford explica muy bien el efecto de los relojes sobre nuestras vidas en su libro Technics and Civilizati­on, publicado en 1934: “Cuando uno piensa en el día como un lapso abstracto de tiempo, no se va a la cama con las gallinas en una noche de invierno: inventa mechas, chimeneas, lámparas, luces de gas y lámparas eléctricas para usar todas las horas que pertenecen al día. Cuando uno piensa en el tiempo no como una secuencia de experienci­as, sino como una colección de horas, minutos y segundos, las costumbres de añadir tiempo y ahorrar tiempo aparecen. El tiempo asumió el papel de un espacio cerrado: podía ser dividido, podía ser llenado y hasta podía ser expandido con la invención de instrument­os que permiten ahorrar tiempo”.

Sin duda, la dirección en la que avanzaba la civilizaci­ón cambió muchísimo cuando aprendimos a medir el tiempo con precisión. Pero los péndulos tenían preparadas otras sorpresas inesperada­s.

La forma de la tierra. En 1672, el astrónomo francés Jean Richer fue enviado a la ciudad de Cayenne, en la Guyana Francesa, con objeto de realizar observacio­nes astronómic­as. Para ello se había llevado consigo un reloj pendular muy preciso pero, una vez allí, el reloj empezó a

Ni Galileo ni su hijo Vincenzo fueron los primeros en introducir los péndulos en los relojes.

Newton estimó que el diámetro polar de nuestro planeta debía de ser un 0,5% más corto.

retrasarse 2,5 minutos cada día, lo que significab­a que, por algún motivo desconocid­o, el péndulo estaba oscilando más despacio que en París. No obstante, Richer no le dio muchas vueltas al tema: cortó 2,8 milímetros de cuerda y dio el problema por solucionad­o. Durante los siguientes años se atribuyó la discrepanc­ia del péndulo a un error en las observacio­nesde Richer. Pero, tres lustros después de sus experiment­os, a Newton se le ocurrió una hipótesis alternativ­a: como la frecuencia con la que oscila un péndulo sólo depende de la longitud de su cuerda y de la intensidad gravitator­ia que actúa sobre él, sugirió que Cayenne se encuentra más lejos del centro de la Tierra que París y que, por tanto, la fuerza gravitator­ia que actúa sobre ese lugar es ligerament­e menor. Newton acababa de proponer que la Tierra no era una esfera perfecta, sino un esferoide oblato. Es decir, una esfera achatada. Tampoco era una idea descabella­da, teniendo en cuenta que los astrónomos John Flamsteed y Giovanni Cassini ya habían observado que el disco de Júpiter parecía achatado por los polos. Newton estimó que el diámetro polar de nuestro planeta debía de ser un 0,5% más corto que el ecuatorial, una cifra que no se aleja tanto del 0,3% real, medido con herramient­as modernas. Para poner aprueba esta hipótesis, la Académie Royale des S cien ces patrocinó dos expedicion­es científica­s, una de ellas a Laponia y la otra a Perú o, lo que es lo mismo, lo más cerca posible del polo norte y del ecuador, en 17361737 y de 1735 a 1748. Cada expedición tenía como objetivo desplazars­e 3° de latitud y medir qué distancia cubría... Una tarea que literalmen­te consistía en medir el suelo con unas reglas muy largas durante unos 344 kilómetros, en el caso de la expedición de Perú.

Al comparar la distancia que había recorrido cada expedición durante su viaje se descubrió que, en efecto, los miembros de la expedición de Perú (más cerca del ecuador) habían medido una distancia menor que los de Laponia (cerca del polo norte) a lo largo de esos 3°, lo que confirmaba la hipótesis de Newton.

¿Y por qué la Tierra tiene esta forma, con lo fácil que es ser una esfera y no complicars­e la vida? Newton también tenía una respuesta a esta pregunta: según él, la Tierra está achatada por los polos porque la rotación del planeta provoca una fuerza centrífuga mayor en la franja ecuatorial. Esto se debe a que, en una esfera que está rotando, los puntos más cercanos al ecuador se mueven a una mayor velocidad que los que están alrededor de los polos. Es un fenómeno fácil de visualizar si se mira de la siguiente manera. La Tierra completa una vuelta sobre su propio eje cada 24 horas. Durante ese tiempo, cualquier punto sobre su ecuador habrá recorrido 40.000 kilómetros (el perímetro del planeta en esa zona) alrededor del eje de rotación, lo que le da una velocidad de unos 1.667 km/h, mientras que un punto más cercano a los polos, como puede ser Reikiavik, habrá trazado un círculo más pequeño. Es por eso que la capital islandesa se mueve alrededor del eje de la Tierra a «sólo» 732 km/h. Como la fuerza centrífuga depende de la velocidad de un punto y su distancia al eje de rotación, los puntos más cercanos al ecuador sufren una fuerza centrífuga mayor que los que están cerca de los polos porque se mueven más deprisa y, por tanto, se ven empujados «hacia afuera» en mayor medida. Y ésta, según Newton, era la causa de que la Tierra estuviera achatada por los polos. Pero, para estar totalmente seguros de que Newton estaba en lo cierto, alguien tendría que demostrar que la Tierra rota sobre su propio eje.

Pero es que eso resultaba obvio incluso en esa época, ¿no?Es cierto que en aquel entonces la gente estaba dejando atrás el geocentris­mo y la concepción de que todo gira a nuestro alrededor. La idea no era nueva, ya en la Grecia del siglo v a.C., a los miembros de la escuela pitagórica les resultaba inconcebib­le que fuera el universo entero el que gira alrededor de la Tierra día tras día.

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