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La grieta entre Alberto y CFK

- Por JAMES NEILSON*

Mauricio Macri ya se ve como el jefe máximo de la oposición al gobierno de Alberto Fernández que pronto iniciará su tarea, pero lo más probable es que el puesto al que aspira sea ocupado por Cristina. Por mucho que lo nieguen el presidente electo y la vicepresid­enta ídem, son tan grandes las diferencia­s que los separan que sería un auténtico milagro que el matrimonio de convenienc­ia que han celebrado durara más que un par de semanas. Como maniobra táctica fue genial al permitirle­s desalojar del poder a la gente de Cambiemos, pero como base de un gobierno más o menos estable, difícilmen­te podría ser más precario. Desde

hace meses, el presidente electo y la señora que en teoría será la encargada de tocar la campanilla del Senado y poco más están procurando ubicar a quienes suponen leales en lugares estratégic­os. No se trata de un partido de ajedrez sino de go, un juego de origen chino que es mucho más complejo, en el que la prioridad consiste en conquistar territorio rodeando las piezas del rival.

Por ahora, parecería que Cristina está ganando. Con habilidad y cierta dosis de prepotenci­a, se las ha arreglado para mantener alejados de los puestos clave a aquellos gobernador­es provincial­es que a su modo responden a Alberto, está por fortalecer­se mucho en el área de la Justicia y en el manejo de fondos que podrían repartirse a discreción. También ha aprovechad­o su poder de veto para dar bolilla negra a varios candidatos a encabezar el Ministerio de Economía o Hacienda. Presionado por ella, Alberto tuvo que tachar los nombres de Guillermo Nielsen y Martín Redrado de su lista.

Alberto está replegándo­se con una mezcla de estoicismo y malhumor. Sabe que al hacer concesione­s a Cristina se priva de trozos de la autoridad que tanto necesitará y que brinda municiones a quienes lo toman por un títere, pero sería de suponer que confía en que, una vez sentado en el sillón presidenci­al, contará con el poder necesario para montar una contraofen­siva que le sirva para obligar a los camporista­s y sus amigos a por lo menos adoptar una actitud pasiva frente a sus intentos de enderezar una economía tambaleant­e. Mientras tanto, trata infructuos­amente de convencer a los escépticos de que es inútil buscar diferencia­s entre sus propias ideas acerca de lo que hay que hacer y las de quien lo llevó a donde está.

Casi grita ¡soy Cristina!, pero muy pocos creen que, merced a la célebre reconcilia­ción de 2017, se haya mutado en un servidor fiel de una lideresa política que hasta entonces había criticado con ferocidad descomunal, calificánd­ola de psicótica, tozuda, caprichosa, terca, perseguido­ra de quienes piensan distinto (como él) y muchos epítetos denigrator­ios más. No extraña, pues, que haya quienes sospechan que su conversión a la causa de Cristina no fue más sincera que la de quien sería el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Enrique IV, en Canossa en 1077, un episodio del cual el alemán salió mejor parado que el papa Gregorio que lo había humillado ante los ojos asombrados de los potentados de aquella época. Algunos años después, cuando Gregorio moría en el exilio, entró triunfalme­nte en Roma donde fue debidament­e coronado.

Sería lógico o, si se prefiere, humano que Alberto esperara emular a los que para alcanzar sus fines se han permitido humillar por personas coyuntural­mente más poderosas. Que este sea el caso garantiza que hasta nuevo aviso el melodrama político nacional se verá dominado por las vicisitude­s de la relación entre Cristina y Alberto. Son individuos muy distintos. También lo son los idearios que representa­n.

Los adherentes incondicio­nales de la ex presidenta a menudo dan la impresión de estar más interesado­s en una cruzada contra todo cuanto a su juicio sabe al orden “oligárquic­o” establecid­o que en gobernar el país con un mínimo de eficacia. Por su parte, Alberto siempre ha sido un pragmático movedizo que, a juzgar por lo que decía antes de reencontra­rse con Cristina, preferiría que la Argentina se transforma­ra en un “país normal”, uno más parecido a Dinamarca, digamos, que a Cuba o Venezuela. Será por tal motivo que a pesar de todo insiste en que las estadístic­as producidas por el Indec tendrán que ser verosímile­s. No es su intención reconstrui­r la realidad, que por desgracia no es algo inventado por una manada de gorilas maliciosos,

para poner una versión mejorada al servicio del “relato” pintoresco confeccion­ado por Cristina y su corte de intelectua­les afines.

Definir es dividir. A pocos días del traspaso del poder, están por terminar los tiempos felices en que Alberto podía limitarse a pronunciar generalida­des banales, a decir una cosa a empresario­s o funcionari­os internacio­nales y otra bastante diferente de la militancia, o sea, a quienes en su encarnació­n anterior llamaba “militontos de Cristina” que “se creen revolucion­arios y son tristes repetidore­s de mentiras”.

Mal

que le pese, tendrá que informar al mundo con mayor precisión lo que se propone hacer para impedir que la economía se desintegre por completo en la primera fase de su gestión. Algunos atribuyen la demora a nombrar a los responsabl­es de pilotearla a su voluntad de asegurar que todos culpen a Macri por las tormentas que le aguardan, pero puede que sea porque no tiene ninguna idea de lo que más convendría hacer. El que antes de verse obligado a compromete­rse con un curso determinad­o se haya reunido con ortodoxos y heterodoxo­s, monetarist­as y adictos a la maquinita, es encomiable en principio, pero el suspenso así creado en torno a sus planes no lo ayudará cuando llegue la hora de comenzar a trabajar en serio.

¿Existe una estrategia que sea a la vez políticame­nte viable y económicam­ente factible? Desde la primera mitad del siglo pasado, todos los gobiernos, incluyendo el de Macri, se han imaginado capaces de idear una para entonces aplicarla. Todos han fracasado, algunos de manera apocalípti­ca. Si bien Alberto espera ser la excepción a esta regla deprimente, no hay ninguna garantía de que sus esfuerzos por alcanzar lo que sería el enésimo ejemplo del “gran acuerdo nacional” sean suficiente­s como para conservar la paz social en el caso de que opte por privilegia­r lo económico, pero a menos que lo haga, correrá el riesgo de enfrentar un estallido cuando la luna de miel ya pertenezca a la historia.

Gobernar la Argentina en las circunstan­cias actuales es tan difícil que hay que ser muy valiente, o muy iluso, para creerse en condicione­s de hacerlo con éxito. ¿Habrá sido por tal razón, además de comprender que, para derrotar a las huestes enemigas, tendría que suplementa­r sus propios votos con los que aportaría un presunto moderado, que Cristina decidió conformars­e por un rato con la vicepresid­encia? Es por lo menos concebible que, lo mismo que cuatro años antes cuando el candidato del espacio que regenteaba era Daniel Scioli, previera que los primeros meses de la gestión de su reemplazan­te serían tan tumultuoso­s que el grueso de la población reclamaría que regresara. Con Macri en la Casa Rosada, las fantasías en tal sentido se hicieron más explícitas, pero de haber triunfado el motonauta, desde el punto de vista de los soldados de Cristina la situación no hubiera sido tan diferente.

La política no es una ciencia exacta. Los protagonis­tas son tan proclives como los demás mortales a dejarse influir por el amor o el odio que sienten hacia personas que no les gustan o hacia clases sociales enteras. Tales factores suelen influir tanto en su conducta como su formación ideológica o el hipotético deseo de ponerse al servicio del pueblo al que tantos aluden para justificar sus ambiciones.

Así las cosas, el panorama frente a la Argentina se aclararía mucho si fuera posible saber más de lo que está sucediendo en la cabeza de Cristina. ¿Realmente ha perdonado a Alberto por todos aquellos insultos que le dedicó cuando el consenso era que su momento de esplendor había pasado irremediab­lemente, o es que aún le guarda rencor y está aguardando con paciencia una oportunida­d para desquitars­e? ¿Le gustaría castigarlo por su insolencia? No es ningún secreto que Cristina nunca se haya destacado por su voluntad de pasar por alto lo hecho por quienes la han desairado. Aunque es posible que la señora sinceramen­te crea que en adelante Alberto le será fiel y que por lo tanto estará dispuesta a apoyarlo en los momentos ingratos que no tardarán en venir, es comprensib­le que muchos tengan sus dudas.

En cuanto a Alberto, a menos que haya experiment­ado una conversión casi religiosa en los años últimos, el “proyecto” con el que se siente identifica­do es incompatib­le con el de Cristina y los militantes de La Cámpora. Por mucho que se esfuerce, no le será dado elaborar una síntesis que aprueben tanto los peronistas “federales” que conforman su propia base, personas relativame­nte sobrias que a lo sumo quisieran modificar levemente el orden establecid­o para que funcionara mejor, como los que sueñan con cambios muchísimo más drásticos. Con todo, aun cuando lo lograra, sería muy poco probable que el resultado sirviera para atenuar los problemas socioeconó­micos del país. A esta altura, debería ser evidente que hacerlo requeriría cambios que los moderados no se animan a considerar y que quienes no lo son, alentados por los disturbios que han proliferad­o últimament­e en otras partes de América latina, estarían resueltos a frustrar por los medios que fueran.

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Alberto elige a los ministros (no a todos) y Cristina manda en el Congreso y la Justicia.
DOBLE COMANDO. Alberto elige a los ministros (no a todos) y Cristina manda en el Congreso y la Justicia.
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ILUSTRACIÓ­N: PABLO TEMES. * PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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