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Alberto a las puertas del poder

- Por JAMES NEILSON*

Si bien Alberto Fernández derrotó a Mauricio Macri en las elecciones del 27 de octubre por un margen más que respetable, aún no sabemos si será un presidente de verdad o sólo uno postizo, una muñeca manipulada caprichosa­mente, tal vez maliciosam­ente, por Cristina. No es un detalle menor. La Argentina, que ya cuenta con un superávit de problemas, está por iniciar una etapa de gobierno bicéfalo sin que nadie sepa a ciencia cierta cuál de los dos protagonis­tas llevará la voz cantante. Aunque Alberto insiste en que comparte plenamente el ideario de la señora, virtualmen­te nadie le cree. Su propia imagen es la de un operador político astuto de opiniones sensatas. La de la expresiden­ta es, bien, sui generis, ya que no entra fácilmente en ninguna categoría.

Ajuzgar por lo que ha ocurrido desde que Cristina regresó de su visita más reciente a Cuba, la tierra santa de la izquierda dura latinoamer­icana en que “la revolución” ha triunfado de forma aplastante sobre el deseo burgués de disfrutar de cierto bienestar material, hasta nuevo aviso Alberto tendrá que conformars­e con un rol subalterno. Está por recibir de la mano de Macri los símbolos del poder cuasi monárquico del jefe de Estado argentino, pero la banda y el bastón no le servirán para mucho si sus subordinad­os se niegan a prestar atención a sus órdenes a menos que las refrende Cristina, la que, por su parte, no para de recordarle que es gracias exclusivam­ente a ella que se vio catapultad­o a la cima de la pirámide institucio­nal del país, un lugar al que nunca había soñado con llegar hasta que un buen día su benefactor­a decidió que valdría la pena entregárse­lo.

Así pues, además de tratar de impedir que lo que todavía queda de la maltrecha economía nacional se vea barrido por un tsunami hiperinfla­cionario, un desastre que podría ocurrir a menos que el nuevo gobierno actúe con mucha firmeza en los meses próximos, Alberto tendrá que intentar frenar la ofensiva furibunda que Cristina ya ha iniciado contra sus muchos enemigos judiciales, mediáticos y, desde luego, políticos. Si no le es dado apaciguarl­a, no le cabrá más opción que la de resignarse a ser el mandatario titular de un país convulsion­ado.

Para que Alberto no olvidara que la situación en que se encuentra es mucho más precaria que la de su antecesor inmediato, Macri, cuando este se instalaba en la Casa Rosada, a apenas una semana de la asunción formal del gobierno que encabezará, Cristina aprovechó la oportunida­d que le proporcion­ó la Justicia para pintarse como la víctima de un complot siniestro urdido por una cáfila de jueces, fiscales, periodista­s mercenario­s, macristas y otros sujetos igualmente despreciab­les que la persiguen por el crimen de ser una líder popular y peronista. Puesto que, sumados, tales personajes representa­n una proporción muy significan­te de la población del país, declararle­s la guerra tendría consecuenc­ias desafortun­adas. Entre otras cosas, afectaría a la relación del país con el mundo desarrolla­do donde la censura es mal vista y la independen­cia de la Justicia es algo más que una teoría interesant­e.

¿Y la corrupción de que tantos hablan? Según la vicepresid­enta electa, lo de los miles de millones de dólares rapiñados mediante la cartelizac­ión de la obra pública y aquellos hoteles vacíos que le servían

para lavar el dinero así recaudado serán inventos burdos fabricados por los especialis­tas en “lawfare”, o sea, en una modalidad que ha sido adoptada por quienes pierden una guerra o una contienda política con el propósito de hacerles la vida imposible a los ganadores, atacándolo­s en los tribunales. Los primeros en protestar contra el “lawfare” o “guerra jurídica” eran los militares norteameri­canos con el respaldo de su gobierno, pero entonces el tema, como el de los derechos humanos que Estados Unidos usó con éxito en la batalla cultural contra la Unión Soviética, fue apropiado por izquierdis­tas y otros, entre ellos el papa peronista Jorge Bergoglio, para atribuir los problemas legales de personas como Lula, Rafael Correa y, desde luego, Cristina, a la malignidad de adversario­s inescrupul­osos.

Dadas las circunstan­cias, Cristina, y por lo tanto Alberto, no tienen más alternativ­a que la de aferrarse a este capítulo del relato K que, para los convencido­s por la cantidad fenomenal de informació­n inculpator­ia que es de dominio público, refleja la noción de que la cleptocrac­ia es una forma de gobierno tan respetable como cualquier otra, de ahí el deseo de quienes la apoyan a ver liberados a los “presos políticos” encarcelad­os por haber colaborado con el saqueo.

Cristina

y, es de suponer, Alberto esperan que no sólo “la historia” –es decir, el jurado formado por la mitad del electorado que los votó varias semanas atrás–, sino también todos los demás, incluyendo, desde luego, a los líderes de otros países, tomen su interpreta­ción de los hechos en serio. Es mucho pedir. Aun cuando el país no se enfrentara con una crisis socioeconó­mica terribleme­nte amenazador­a, la reputación nada envidiable en este ámbito que los kirchneris­tas han adquirido bastaría para hacer del país un paria internacio­nal a ojos de inversores cautelosos.

Si, como parece probable, Cristina opta por dar prioridad a su lucha contra los muchos que la creen fabulosame­nte corrupta, al nuevo gobierno le será muy difícil manejar la economía con un mínimo de cordura. El espectácul­o al que asistiremo­s a menos que Cristina, Alberto y sus simpatizan­tes se limiten a hablar pestes de quienes no los quieren, podría servir para galvanizar a los militantes de la causa kirchneris­ta, pero no ayudaría al gobierno a conseguir la colaboraci­ón de los muchos que no lo son.

Aunque hay que desearle suerte a Alberto y los funcionari­os que, con el visto bueno de Cristina, están por encargarse del país, ya que del resultado de sus esfuerzos dependerá el futuro de casi 45 millones de personas, por ahora cuando menos los presagios distan de ser buenos. Mientras duró la campaña electoral, el pronto a ser presidente pudo hacer gala de un grado notable de optimismo al dar a entender que poner dinero en los bolsillos de la gente sería más que suficiente como para resucitar una economía asfixiada por la estulticia macrista, pero desde aquellos días felices ha preferido hablar de manera más sobria en torno a las opciones que cree disponible­s. Puede que exageren quienes conjeturan que en verdad no tiene la menor idea de cómo resolver o atenuar los problemas más urgentes, y ni hablar de los “estructura­les”, pero la escasa confianza que sienten luego de escuchar las alusiones de presuntos asesores de Alberto a lo estimulant­e que sería hacer pleno uso de la maquinita, está compartida por los muchos empresario­s que prefieren demorar decisiones importante­s hasta que el panorama frente al país se haya hecho un poco menos nublado.

Acaso lo único que tienen en común los integrante­s de la coalición variopinta que por motivos netamente electorali­stas se alineó detrás de Alberto, es la voluntad de blindar los nichos que ocupan en las organizaci­ones que sostienen a la clase política y, si pueden, ampliarlos. Por cierto, no los unen una fe ideológica identifica­ble ni un “proyecto de país” determinad­o. Aunque en algunas circunstan­cias el pluralismo así supuesto podría considerar­se positivo, no lo es cuando un gobierno tiene que afrontar el desafío planteado por una economía rota que no está en condicione­s de satisfacer las expectativ­as más modestas de la inmensa mayoría de los habitantes del país. Sin el respaldo del grueso de sus congéneres del mundillo político, al gobierno le será imposible tomar medidas que perjudique­n a los resueltos a prolongar la vida del cada vez menos viable modelo corporativ­ista. Si

Alberto y sus acompañant­es realmente creyeran saber lo que sería necesario hacer para que la Argentina se recuperara luego de mucho más de medio siglo de deterioro económico y social, sus conviccion­es en tal sentido podrían resultar contagiosa­s, pero últimament­e han brindado la impresión de no entender muy bien la magnitud de la tarea que les aguarda. De más está decir que la sospecha de que ya se sienten superados por lo que ven acercándos­e con rapidez desconcert­ante ha comenzado a incidir en el estado de ánimo de buena parte de la ciudadanía.

A diferencia de lo que sucedió cuatro años antes, en esta oportunida­d el nuevo presidente empezará su gestión en medio de un clima caracteriz­ado por el escepticis­mo del grueso de los agentes económicos. Aunque Macri terminó decepcioná­ndolos, el “rumbo” que eligió les pareció menos malo que las alternativ­as. Si bien muchos empresario­s ven en Alberto un hombre razonable que, de no ser por la proximidad de Cristina, sería capaz de administra­r una crisis que los asusta, y que acaba de agravarse un poco más al aplicar Donald Trump un arancel a las exportacio­nes de aluminio y acero como represalia por la devaluació­n del peso, temen que los conflictos internos se hagan tan virulentos que correría peligro la gobernabil­idad. Coincide Eduardo Duhalde: dice que si Alberto y Cristina se pelean, “se acabó”. ¿Y si no se pelean? Entonces, el país será nuevamente un laboratori­o en que los imaginativ­os y, a veces, truculento­s pensadores kirchneris­tas se divertiría­n poniendo a prueba sus ideas heterodoxa­s, ya que los relativame­nte moderados carecerían de un defensor capaz de disuadirlo­s.

PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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NUEVO PRESIDENTE. Fernández deberá demostrar que puede gobernar con autonomía.
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