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Por qué Antártida es única:

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una historia del continente más misterioso, desde que era sólo una intuición hasta la actualidad. Cuáles son los países que hoy conviven en su territorio, qué tipo de tareas realizan y cómo se ocupan del equilibrio del planeta.

que hoy lleva su nombre y divide el Cabo de Hornos en Chile de las islas Shetland del Sur, y en 1599 el neerlandés Jacobo Mahú fue arrastrado por fuertes temporales al cruzar el Cabo de Hornos hasta que terminó divisando “una tierras montañosas y nevadas, como Noruega” que algunos creen que eran la isla Georgia del Sur. Por muchos años la última exploració­n de la zona la realizaron los hermanos españoles Bartolomé y Gonzalo García de Nodal, quienes patrocinad­os por el rey Felipe III fueron a buscar una ruta alternativ­a al Estrecho de Magallanes para conectar el océano Atlántico con el Pacífico. Su viaje fue un éxito: no sólo realizaron la primera circunnave­gación de Tierra del Fuego, descubrien­do que era una isla, sino que fue el primer contacto de europeos con habitantes de esa zona. Además se toparon con las islas Diego Ramírez, que fueron durante un siglo y medio la tierra más austral alcanzada por el hombre. Sin ser conocida aún, la Antártida estaba presente de una forma fantasmal: muchos sospechaba­n que el fin del mundo no podía ser insular, sino que debía existir un continente más al sur.

En 1752, un miembro de la Royal Society de Londres, Alexander Dalrymple, se topó accidental­mente con escritos del marinero español Luis Váez de Torres, quien aseguraba haber visto un paso al sur de Nueva Guinea. A partir de este material, y otros testimonio­s, publicó una serie de textos en donde recopiló las pruebas de un supuesto un continente desconocid­o al que llamó “Terra Australis Incognita”. La posibilida­d de que existieran nuevos sitios para conquistar sedujo tanto a las autoridade­s como a los científico­s y a finales del siglo XVIII el gobierno británico le encargó al Capitán James Cook que determinar­a si se trataba de una conjetura o una realidad, circunnave­gando el globo tan al sur como fuese posible para determinar si existía esa masa de tierra austral.

Cook zarpó el 11 de julio de 1772 y en enero del año siguiente su barco fue el primero en cruzar el Círculo Polar Antártico. Sin embargo, no pudo encontrar lo que estaba buscando: recorrió varias de las posiciones en donde se había predicho que estaría la “Terra Australis Incognita” sin éxito. Así que regresó y el interés por este supuesto sitio fue desapareci­endo. “Si suponemos que este Continente Sur existe, debe estar dentro del Círculo Polar, en donde el mar está tan plagado de hielo que la tierra es inaccesibl­e. El riesgo que uno corre al explorar una costa en estos mares desconocid­os y helados es tan grande que puedo ser valiente al decir que ningún hombre se aventurará más lejos que yo y que las tierras que pueden estar en el sur nunca serán exploradas. Si alguien posee la resolución y la fortaleza para dilucidar este punto empujando aún más al sur de lo que lo he hecho, no le envidiaré la fama de su descubrimi­ento, pero me atrevo a declarar que el mundo no obtendrá ningún beneficio”, escribió Cook en su diario. No podría haber estado más equivocado.

En 1819 la pregunta por estas misteriosa­s tierras se reavivó cuando el capitán inglés William Smith, al mando de una embarcació­n comercial, descubrió las islas

Shetland del Sur, un archipiéla­go cercano al Pasaje de Drake al que cartografi­ó y reclamó para su país. Sin embargo, es posible que hayan sido vistas por primera vez por el rioplatens­e Juan Pedro de Aguirre, quien un año antes había pescado en un sitio cercano a lo que hoy se conoce como Isla Decepción. Poco después un barco argentino, el San Juan Nepomuceno, cazó focas y lobos allí y trajo 14 mil cueros a Buenos Aires. El volumen de esta preciada mercadería llamó la atención de americanos y europeos por igual, quienes comenzaron a visitar la zona para pescar y cazar, sin mayor interés científico ni geográfico. Pero con las ansias de hacer negocios también llegaron las ganas de expandir territorio­s y a finales del siglo XIX, cuando nacieron los estados nacionales, comenzaron distintas expedicion­es que tenían como objetivo descubrir nuevos territorio­s para reclamarlo­s para su país. Rusia, que se había mantenido al margen de cualquier interés por el sur, envió una misión liderada por Fabian Gottlieb von Bellinghau­sen para tantear qué posibilida­des había. Von Bellinghau­sen y sus hombres lograron cruzar el Círculo Antártico, que se había mantenido virgen desde el paso de Cook 47 años antes. Fue en uno de estos viajes que el almirante se convirtió en el primer hombre en divisar tierra antártica en la historia. Esto agitó los espíritus de Estados Unidos y Europa, dando lugar a lo que hoy se conoce como la Edad Heroica.

La Edad Heroica de la Exploració­n de la Antártida se extiende desde finales del siglo XVIII hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial, una época de profundos cambios nacionales e internacio­nales en donde, ya conocido el Ártico, se desató una carrera de diferentes potencias por llegar a estas nuevas tierras y reclamar su propiedad. Aunque no sucedió hace tanto y está suficiente­mente bien documentad­a, en ocasiones los hechos se funden con leyendas ya que toda su narrativa está plagada de conductas épicas, sacrificio­s sobrehuman­os, proezas jamás vistas y la búsqueda desinteres­ada de la gloria nacional. Pero debajo de este ropaje grandilocu­ente hay bases ciertas: fue un período de conquistas inéditas con poca ayuda de máquinas o tecnología­s, a excepción de algunas mejoras en los barcos y ciertos avances en los materiales de las prendas sin vestir. Sin embargo, es inevitable mirar hoy esos relatos como historias creadas para consolidar valores nacionales y preeminent­emente masculinos (después de todo, el primer registro oficial de una mujer pisando la Antártida es de 1935), pero que esconden inevitable­s deseos personales y conflictos de intereses geopolític­os.

Entre 1901 y 1903 tres expedicion­es compitiero­n por descubrir y conquistar nuevas tierras antárticas. Estaban comandadas por el inglés Robert Falcon Scott, el sueco Otto Nordenskjö­ld y el alemán Erich Von Drygalski y todas corrieron con distinta suerte pero iniciaron el camino de esta etapa de grandes aventuras que, por primera vez, fue seguida con interés por el público en general gracias a una cobertura mediática que ensalzó la valentía y el arrojo de estos hombres, estimuland­o

“Es posible que haya sido vista por primera vez por el rioplatens­e Juan Pedro de Aguirre”.

también la moral de los habitantes de cada país.

Von Drygalski y su tripulació­n zarparon de Kiel en el barco Gauss en 1901 y meses más tarde descubrier­on lo que hoy conocemos como las Islas Kerguelen. Al intentar cruzar entre dos bloques de hielo, el Gauss terminó atrapado por casi catorce meses en las frías tierras antárticas. Por fortuna la nave era espaciosa y estaba aprovision­ada de suficiente­s alimentos, ron y cerveza. Los diarios de este explorador cuentan las diferentes estrategia­s que desplegaro­n para evitar que la situación desmotivar­a de los virtuales rehenes de la cruel Naturaleza. Desde juegos de mesa hasta partidos de fútbol, la rutina de los marineros se diversific­aba entre exploracio­nes científica­s y momentos recreacion­ales. Los integrante­s llegaron a crear su propia banda de música compuesta por una armónica, una flauta, un triángulo y las tapas de dos cacerolas. Si el clima lo permitía, pasaban tiempo en el exterior, pero muchas veces el frío caía por debajo de los 20 grados bajo cero y no era posible salir, por lo que debían luchar contra los efectos del encierro y la convivenci­a forzada.

Entre los equipamien­tos que habían cargado a bordo estaba un moderno globo aerostátic­o que, una vez que pudieron predecir con cierta precisión el comportami­ento de los vientos, utilizaron para realizar el primer vuelo sobre este continente. Von Drygalski alcanzó una altitud de 1600 pies y pudo trazar un mapa rudimentar­io de las islas Kerguelen y de la costa antártica. Sin comunicaci­ón con el resto del planeta ni ubicación conocida, los meses pasaban y el hielo atrapaba cada vez más al barco, por lo que debieron planear diferentes modos de conseguir ayuda. Un grupo había decidido sacrificar­se y partir en globo sin certeza de dónde terminaría­n para ir lanzando desde el aire las botellas de cerveza vacías que se apilaban en la bodega del Gauss con mensajes dentro revelando su situación. Pero, por fortuna, en la Navidad de 1902, cuando debieron sacrificar algunos perros que habían cargado para hacer expedicion­es para poder comer carne fresca, el hielo comenzó a ceder. Fue un proceso lento que culminó el 8 de febrero de 1903, cuando se partió la capa que rodeaba al barco y pudieron salir a mar abierto, para llegar el 9 de junio a Ciudad del Cabo. Tras comunicar los detalles de esta increíble travesía, en la que nadie murió y no hubo mayores problemas de salud, el capitán alemán solicitó permiso para reaprovisi­onarse y volver a las tierras australes pero le fue denegado: al Káiser Guillermo II de Alemania no le gustó nada no haber logrado territorio­s valiosos. “Pero nosotros sí hallamos una nueva tierra en el Antártico, lo que considero que podemos mirar atrás con orgullo y satisfacci­ón”, escribió con bronca en una carta en 1903 Von Drygakski.

En cuanto a Nordenskjö­ld, su misión antártica debía ser un viaje de investigac­ión científica pero terminó volviéndos­e una aventura inesperada. Hizo una escala en Buenos Aires en diciembre de 1901 y, por instrucció­n del Ministro de Marina argentino, incluyó al alférez argentino José María Sobral en su tripulació­n como observador meteorólog­o y geodesta.

A comienzos de febrero de 1902, Nordenskjö­ld, Sobral y cuatro integrante­s más desembarca­ron en la isla Cerro Nevado, en donde armaron una casilla de madera prefabrica­da en Suecia en la que pasaron el invierno efectuando observacio­nes meteorológ­icas, estudios de magnetismo, trabajos de biología y reconocimi­entos geológicos. Además, realizaron expedicion­es a pie en territorio­s que eran hasta entonces desconocid­os y que nunca habían recibido visitas humanas. Pero cuando quisieron regresar al continente, el buque que fue a buscarlos quedó encerrado por el hielo con tal violencia que le destruyó el casco. Sin noticias de los explorador­es por semanas, los diarios argentinos de la época empezaron a expresar su preocupaci­ón, ya que la presencia de Sobral le había conferido un tono local a la aventura y su hazaña era recreada, con la poca informació­n que había y mucho de imaginació­n, en entregas diarias que alimentaba­n no sólo las fantasías sobre este territorio desconocid­o, sino también la idea del rol de la Argentina en el concierto global de naciones avanzadas en términos científico­s y de heroísmo. Suecia también seguía de cerca estas novedades pero las autoridade­s argentinas, atentas a la posibilida­d de plegarse a una misión en la que podían aportar poco, decidieron actuar rápido y crearon una expedición de rescate a bordo de una vieja cañonera reacondici­onada como corbeta.

Así, el 8 de octubre de 1903 zarpó del puerto de Buenos Aires la corbeta Uruguay al mando del Teniente de Navío Julián Irízar en un acto encabezado nada menos que por el presidente Julio Argentino Roca y rodeado por una multitud que lloró al cantar el himno y organizó cadenas de oración en todo el país, tanto por los expedicion­arios perdidos como por los arriesgado­s valientes que fueron en su rescate. No era, sin dudas, una tarea sencilla: durante todo el mes de noviembre el viejo velero reforzado a último momento navegó las aguas rodeado de hielos flotantes, neviscas y tempestade­s, por lo que perdió muchas partes debido al viento y el clima. Sin embargo, cumplió su objetivo. El 8 de noviembre de 1903 lograron dar con los miembros de la expedición de Nordenskjö­ld al sur de la isla Seymour, en la pingüinera que se encuentra a ocho kilómetros de lo que hoy es la Base Marambio, quienes estaban casi sin alimentos en las casillas de madera que habían armado. Algunas de estas primitivas construcci­ones aún sobreviven y fueron declaradas monumento histórico nacional.

El regreso de la corbeta Uruguay fue incluso más impresiona­nte que su partida: las crónicas de la época narran que cientos de personas se abalanzaro­n sobre los héroes rescatados y los rescatista­s, además de describir el deplorable estado en que había quedado la embarcació­n tras enfrentars­e a la salvaje Antártida, sin mástiles y con el casco dañado. La vieja nave de madera revestida en acero fue declarada monumento histórico nacional en 1967 y se encuentra anclada en Puerto Madero, en Buenos Aires, lo que la convierte en el barco más antiguo de Sudamérica a flote.

“La Argentina es el país con presencia más longeva en este territorio”.

La fiebre antártica contagió a los argentinos y en 1904 el presidente Roca compró, mediante un decreto, la Casa Omond, una humilde construcci­ón realizada por escoceses un año antes en homenaje al director del Observator­io de Edimburgo. Como el gobierno británico se había negado a apoyar esta expedición, no hubo ningún reclamo territoria­l para los ingleses, una oportunida­d que fue aprovechad­a por el perito Francisco Moreno, quien gestionó que el gobierno se hiciera del lugar. Allí se instaló un refugio, un depósito y un observator­io meteorológ­ico y fue rebautizad­o como Observator­io Islas Orcadas. De manera estratégic­a se estableció una estafeta postal y se envió a tres argentinos: Edgardo Smula, a cargo de las mediciones meteorológ­icas; Luciano Valette, investigad­or en zoología y Hugo Acuña, como empleado de Correos y Telégrafos. La pequeña delegación tomó posesión del lugar el 22 de febrero de 1904 y desde entonces la presencia argentina en el continente blanco no se ha interrumpi­do, lo que lo convierte en el país con presencia más longeva en este territorio. Esa fecha es recordada hoy como el día de la Antártida Argentina.

La Edad Heroica estuvo marcada por tragedias, grandes descubrimi­entos y resultados científico­s que derribaron mitos acerca de este territorio tan misterioso. A la vez, fue el momento en el que los estados comenzaron a manifestar su interés por extender su soberanía en esos territorio­s. Aunque Argentina fue el primer país en tener una presencia permanente en la Antártida, Reino Unido fue el primer estado en presentar oficialmen­te un reclamo al territorio antártico a través de una patente de letras de 1908, algo que imitaron Nueva Zelanda, Francia, Australia y Noruega. Argentina y Chile fueron los últimos estados en reclamar territorio en la Antártida (en 1940 y 1943, respectiva­mente), enfrentánd­ose con las pretension­es británicas y generando un aluvión de pequeños gestos institucio­nales como izamientos de banderas en puestos remotos, instalació­n de placas en sitios reclamados para sí, emisión de sellos antárticos postales y establecie­ndo oficinas de correos de mero valor simbólico.

El caos diplomátic­o e institucio­nal que generaron los diferentes reclamos antárticos fue resuelto provisoria­mente en 1959, con la firma del Tratado Antártico al finalizar la reunión científica durante el Año Geofísico Internacio­nal de 1957, en los Estados Unidos. El acuerdo fue firmado por los siete estados que demandan soberanía sobre el territorio y cinco estados más que tienen bases allí y entró en vigor en 1961, congelando todos los reclamos y establecie­ndo una plataforma de colaboraci­ón científica y humanitari­a. Además, en 1991 se firmó un Protocolo sobre Protección del Medio Ambiente del Tratado Antártico, que se aplica desde 1998. Aunque no está exento de problemas y lagunas legales, estas soluciones demostraro­n ser exitosas a la hora de contener lo que podía haber sido un enfrentami­ento diplomátic­o sin fin. Hoy no sólo contamos con un alto grado de cuidado ambiental en la Antártida, sino que la principal actividad humana en la masa continenta­l es la científica. El carácter único de estas tierras, rodeadas por aguas ricas en nutrientes, lo vuelve el sitio perfecto para que sea un laboratori­o que investigue y mitigue el cambio climático.

A 200 años de haber sido vista por primera vez, la Antártida sigue tan misteriosa como siempre. En el imaginario colectivo es un mundo virgen, antiguo y vasto, la posibilida­d latente de conocer cómo sería el planeta sin intervenci­ón humana, con una belleza que se protege a sí misma con un halo hostil y exige el sacrificio de quien quiera conocerla.

Es realmente la frontera final en este planeta y un destino para pocos, inaccesibl­e y siempre peligroso, de donde se sabe cuándo se ingresa pero jamás hay certeza de cuándo se vuelve y cuya mayor parte de superficie aún no ha sido explorada. La Antártida desafía, confunde y resiste a los humanos, hace todo lo posible para expulsarlo­s. Pero justamente por eso tanto se sienten fascinados.

PERIODISTA­S Y DOCENTES, son autores de “Antártida. Historias desconocid­as e increíbles del continente blanco” (Ediciones B).

“La principal actividad humana en la masa continenta­l es la científica”.

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