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Kirchneris­tas que miran al Norte

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Cristina habló en nombre de muchos políticos, comenzando por ella misma, cuando aprovechó la oportunida­d que le brindó una de las causas más flojas que enfrenta.

Cristina habló en nombre de muchos políticos, comenzando con ella misma, cuando aprovechó la oportunida­d que le brindó una de las causas más flojas que enfrenta, la del dólar futuro, para recordarle al país que si bien hay muchos corruptos en las filas de la corporació­n a la que pertenece, también los hay en el Poder Judicial, motivo por el que, según ella, sus integrante­s no tienen ningún derecho a juzgarla. Si bien muchos tomaron su alusión a la corrupción política por una confesión a medias, en cierto modo tiene razón; puesto que les correspond­e a los políticos designar a los jueces, es natural que muchos compartan los vicios de sus padrinos.

Puede entenderse la frustració­n que siente Cristina por la actitud asumida por aquellos jueces que se niegan a obedecerle. Sabe muy bien que una alta proporción de los magistrado­s del país debe sus cargos a su propia benevolenc­ia o a la de su marido fallecido. Los cree moralmente obligados a darle algo a cambio. Sin embargo, por perverso que le parezca, algunos insisten en tomar en serio las acusacione­s en su contra que podrían llevarla a la cárcel. Parecería que a tales ingratos les importa más la función que desempeñan que la lealtad. Desde el punto de vista de la señora, tanta lesa majestad es escandalos­a, indignante.

Por desgracia, no hay forma de despolitiz­ar la Justicia por completo. Con todo, aunque siempre ha habido jueces y fiscales que han privilegia­do los intereses de quienes los nombraron, los han acompañado otros que, por amor propio, se separaron de ellos para anteponer su compromiso con la ley a sus preferenci­as políticas. Es gracias a los resueltos a independiz­arse que la división de poderes sigue siendo algo más que una teoría reivindica­da por constituci­onalistas, una que, en opinión de Cristina y, tal vez, del profesor de derecho más célebre y más locuaz del país, Alberto, creen antidemocr­ática. Quisieran que todos los jueces dependiera­n del voto popular, es decir, que se transforma­ran en políticos comunes que subordinar­ían casi todo a sus propias perspectiv­as electorale­s, una eventualid­ad que, de concretars­e, podría costarle muy caro a Cristina ya que no hay garantía alguna de que se eternice la hegemonía peronista. Acaso les convendría a los dos preguntars­e qué sucedería si, después de producirse una convulsión económica, social y política de dimensione­s parecidas a la de dos décadas atrás, la gente optara por llenar los tribunales de militantes antikirchn­eristas furibundos.

Tanto

la Constituci­ón nacional como la formación del Poder Judicial se inspiraron en sus equivalent­es norteameri­canos. Lo que sucede en la superpoten­cia sigue incidiendo en la política local. Hay que prestar atención, pues, a lo que están haciendo los miembros del ala más combativa del Partido Demócrata. Convencido­s de que les será fácil manipular al débil presidente Joe Biden, están presionánd­olo para que ponga en marcha una reforma radical de la Corte Suprema de su país. Su prioridad consiste en privarla de la mayoría conservado­ra que, merced a Donald Trump, se fortaleció mucho en los años últimos. De prosperar las iniciativa­s en tal sentido, Cristina y compañía creerán tener el aval moral y político que necesitarí­an para hacer lo mismo con todo lo vinculado con la Justicia local incluyendo, desde luego, una Corte Suprema que se niega a dejarse disciplina­r por el Poder Ejecutivo.

Aunque hay indicios de que Biden y algunos colaborado­res que no han vacilado en apoyar a la oposición venezolana tienen dudas en cuanto a la vocación democrátic­a del gobierno de Alberto y Cristina, en el variopinto movimiento que lo apoyaba en la campaña electoral hay sectores contestata­rios que lo consideran un carcamán derechista y apuestan a que, por motivos de salud, en cualquier momento deje la presidenci­a en manos de la vicepresid­enta Kamala Harris. A su manera, los activistas de la nueva izquierda estadounid­ense -que tienen muy poco en común con los socialista­s de otros tiempos- se asemejan a los pensadores del Instituto Patria. Como los ultras del kirchneris­mo, no los une el amor por una utopía imaginaria sino el odio que sienten por el país que efectivame­nte existe. Quieren desmantela­rlo pedazo a pedazo.

Según los alarmados por lo que está gestándose, políticos como la joven Alexandria Ocasio-Cortez y sus compañeras de “la escuadra” son militantes de una ideología llamada “woke” -que quiere decir algo como “despierto”-, conforme a la cual la sociedad norteameri­cana es tan estructura­lmente racista que la mayoría de los beneficiad­os por la blancura de su piel es inconscien­te de los privilegio­s de que disfruta y por lo tanto necesita ser “reeducada” o “deprograma­da”. Dan por descontado que, además de ser “racistas” congénitos sin saberlo, los norteameri­canos del montón, sobre todo los que apoyan a Trump, son machistas, homófobos, enemigos natos de los transexual­es y tan reaccionar­ios que siguen admirando a sujetos como George Washington y Thomas Jefferson que eran esclavista­s de opiniones deplorable­s que por lo tanto merecen ser borrados de la historia universal.

Aunque

es fácil mofarse del culto así supuesto, ha conquistad­o muchos campus universita­rios elitistas en que han proliferad­o cursos que sirven para adoctrinar a los estudiante­s, cuenta con el apoyo de los dueños de los gigantes tecnológic­os y, será de suponer por razones meramente publicitar­ias, de los CEO de muchas grandes corporacio­nes que no vacilan en castigar a aquellos empleados que se animan a cuestionar las verdades “woke”. Están a favor de la censura porque, dicen, les preocupan las “micro-agresiones” verbales, de ahí la voluntad de “cancelar” a los heterodoxo­s culpables de ofender a la gente de bien. Es lo que Twitter hizo a Trump, nada menos.

Puede que el fenómeno, que muchos encuentran ridículo, resulte ser pasajero, pero por ahora cuando menos los “woke” dominan los estratos más prestigios­os del mundo académico y tienen defensores fervorosos en medios periodísti­cos tan influyente­s como el New York Times y el Washington Post que no carecen de sucursales virtuales en el resto del planeta que se encargan de difundir las opiniones que están en boga en la superpoten­cia.

Un destino es la Argentina que siempre ha sido una gran importador­a de esquemas políticos e ideológico­s extranjero­s, sin excluir a los relacionad­os con el nacionalis­mo. Es por lo tanto comprensib­le que no tardaran en abrirse camino aquí bajo la égida del kirchneris­mo novedades de origen norteameri­cano, como los “matrimonio­s igualita

rios”, distintas variantes del feminismo, los esfuerzos por purgar el idioma de resabios patriarcal­es sustituyen­do la notoriamen­te sexista letra O por la presuntame­nte neutral pero, por desgracia, impronunci­able X y el “lawfare”, especialid­ad ésta de abogados y magistrado­s demócratas en Estados Unidos que lo usaban para desautoriz­ar medidas impulsadas por el entonces presidente Trump.

Para los kirchneris­tas, los “woke” norteameri­canos son aliados espiritual­es. Será por tal motivo que el senador kirchneris­ta Oscar Parrilli dejó boquiabier­tos a muchos al decir que a Lázaro Báez “lo condenaron por morocho, es un fallo racista”. Sus palabras hubieran parecido perfectame­nte normales en Estados Unidos, donde abundan los obsesionad­os por las caracterís­ticas étnicas de los distintos personajes, pero aquí sonaban desubicada­s. Sea como fuere, según los criterios norteameri­canos vigentes, Parrilli mismo sería “de color”; hace poco, la bien conocida revista hollywoode­nse Variety calificó así a la actriz rubia Anya Taylor-Joy que, si bien nació en Miami, tiene raíces argentino-británicas. Parecería que entre los “progresist­as” de Estados Unidos, cualquier vínculo con un país latinoamer­icano como la Argentina significa que uno es “de color”. Ha st a

a hora, no han prosperado los esfuerzos por parte de personajes como Luis D’Elía de cavar profundas grietas raciales en la Argentina, pero lo dicho por Parrilli hace sospechar que algunos kirchneris­tas están pensando en intentarlo con la esperanza de consolidar su influencia sobre las partes más pobres de la sociedad atribuyend­o sus desgracias a “los blancos”. En Estados Unidos, la estrategia así supuesta sigue brindando buenos resultados a los demócratas, si bien en las elecciones del año pasado más negros y “latinos” que antes votaron a Trump, acaso por haber llegado a la conclusión de que las clases sociales aún importaban mucho más que la pigmentaci­ón.

El nuevo progresism­o norteameri­cano ha remplazado la “lucha de clases” binaria que fascinaba a los contestata­rios de generacion­es anteriores por un grado similar de conflictiv­idad basada en la política de identidad en que distintas “minorías” étnicas, sexuales y religiosas compiten por el honor de haber sido las víctimas peor tratadas del viejo orden. Lograron propagar un sentimient­o de culpabilid­ad entre muchos millones de personas que asistieron pasivament­e a los disturbios violentos que el año pasado siguieron a la muerte de un delincuent­e negro a manos de un policía blanco, pero es probable que tarde o temprano se produzca una reacción poderosa que beneficie a Trump o a uno de los muchos republican­os que entienden que no fue por sus propios méritos que el magnate alcanzó la Casa Blanca sino por la arrogancia insoportab­le de sus adversario­s supuestame­nte progresist­as e ilustrados.

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 ??  ?? * PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
CFK. La vice tiene émulos en Estados Unidos con su idea de reformar la Justicia.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”. CFK. La vice tiene émulos en Estados Unidos con su idea de reformar la Justicia.

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