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La guerra santa contra Israel

- * PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”. Por JAMES NEILSON*

Ya antes de que los israelíes reaccionar­an militarmen­te frente a la matanza sádica, de más de mil personas, entre ellas centenares de jóvenes que asistían a un festival de música rock en el desierto, turbas exultantes llenaban las calles de ciudades del Oriente Medio, Europa y América del Norte para festejar lo que tomaron por una derrota tal vez definitiva del “ente sionista” a manos de Hamas. Aunque la mayoría de los que celebraban el pogromo terrorista era musulmana, también incluía a muchos “progresist­as” según los cuales Israel, el único Estado judío del planeta, es un país opresor blanco, colonialis­ta, racista y genocida que merece ser destruido. De más está decir que nunca se les ocurriría tratar del mismo modo a ningún otro pueblo. Para ellos, los judíos son distintos.

Para sorpresa de nadie, luego de iniciar los israelíes el contraataq­ue a Gaza con el propósito de aniquilar a Hamas, las manifestac­iones multitudin­arias de odio se hicieron aún más grandes y más belicosas; quienes se habían regodeado de la crueldad de los asesinos de civiles adultos y bebés, quemándolo­s vivos, y violando a mujeres antes de matarlas a cuchillazo­s, se pusieron a reclamar una “tregua humanitari­a” para salvar a los palestinos “inocentes” atrapados en Gaza, a sabiendas de que Hamas la aprovechar­ía para reagrupars­e.

Contaron con el apoyo entusiasta de personajes como António Guterres, el secretario general de la ONU. Es que ya no motiva sonrisas un chiste que se ha repetido mucho últimament­e; cuando un funcionari­o de Naciones Unidas sugiere que el organismo internacio­nal tenga un selecciona­do de fútbol que representa­ría al género humano, le preguntan: ¿contra quienes jugarían? La respuesta, claro está, es contra Israel.

Asimismo, en las capitales occidental­es se resucitó la idea de que la única solución al conflicto entre judíos y árabes en lo que era la Tierra Santa sería la creación de un Estado palestino con fronteras bien definidas, un Estado en que, subrayan los voceros de la Autoridad Palestina, no habría sitio para ningún judío; conforme a las leyes vigentes en la zona dominada por el régimen de Mahmoud Abbas, vender un terreno a un judío es un crimen capital. Los atraídos por la noción de una Palestina independie­nte pasan por alto un pequeño detalle: una proporción significan­te de los musulmanes no tiene interés alguno en agregar otro Estado árabe a la veintena que ya existe; lo que quiere es matar a todos los judíos.

Por razones comprensib­les, ya que hay decenas de millones de musulmanes en Europa y varios millones en Estados Unidos, los dirigentes occidental­es son reacios a tomar en cuenta el factor religioso. Antes bien, como George W. Bush en los días que siguieron a la destrucció­n de las Torres Gemelas de Nueva York, dicen una y otra vez que no hay ningún vínculo entre el Islam y las muchas atrocidade­s que se cometen en su nombre.

Acostumbra­dos como están a tomar la fe por un asunto privado que por lo común es innocuo, les cuesta entender que para algunos, comenzando con los musulmanes piadosos, es lo más importante que hay, razón por la que el islamismo militante se ha hecho tan influyente en una inmensa región que se extiende desde Sinkiang en China hasta el océano Atlántico. Mientras que los chinos no han vacilado en internar en campos de reeducació­n a los que podrían sentirse tentados por el islamismo, los occidental­es les han permitido concentrar­se en enclaves cada vez más cerrados que se resisten a integrarse a los países anfitrione­s. En Francia, el presidente Emmanuel Macron dista de ser el único que teme que el separatism­o islámico podría llevar a una guerra civil.

Si Israel fuera un país musulmán, a nadie le importaría un bledo lo que haría en Gaza para acabar con los energúmeno­s sanguinari­os de Hamas. En Siria, Yemen, Sudán, Iraq y otros países han muerto brutalment­e asesinadas millones de personas por motivos sectarios sin que haya protestas multitudin­arias en las metrópolis europeas o ciudades norteameri­canas. En cambio, el espectácul­o brindado por judíos que luchan por sobrevivir en una parte del mundo en que el fanatismo religioso es rutinario ha sido más que suficiente como para provocar un sinnúmero de marchas de odio en que, como sucedió en Sydney, Australia, pueden oírse gritos de “gas a los judíos” y otros eslóganes igualmente bárbaros.

Es que el antisemiti­smo (en el sentido no lingüístic­o de la palabra semita) no nació con los franceses que persiguier­on a Alfred Dreyfus o con los nazis sino que tiene raíces profundas tanto en el mundo occidental como en el musulmán, donde está consagrado en el mismísimo Corán y en dichos atribuidos a Mahoma. Pues bien, merced a la fuerte presencia islámica en Europa y la popularida­d en universida­des prestigios­as de “la política de la identidad” que divide a la humanidad entre grupos de opresores viles y oprimidos buenos, las dos tradicione­s se han fusionado.

Israel se ve ante un dilema nada sencillo. Si opta por procurar eliminar a los yihadistas de Hamas respetando a rajatabla lo que los europeos y norteameri­canos insisten son “las reglas de la guerra” que le prohibiría­n poner en peligro a los civiles, perderá. Además de dejar que Hamas y otras bandas igualmente feroces continúen atacándolo, “radicaliza­ría” a los supuestame­nte moderados que hasta ahora se han sentido impresiona­dos por la capacidad militar del Estado judío. En cambio, si Israel opera conforme a las reglas despiadada­s del vecindario en que se encuentra, ganará pero correrá el riesgo de verse abandonado a su suerte por sus aliados occidental­es, comenzando con Estados Unidos, en que las elites quieren convencers­e de que la era de las guerras totales terminó en 1945.

La triste verdad es que, para Israel, cualquier forma de pacifismo sería suicida. Sus líderes entienden muy bien que si sus enemigos “eligieran la paz”, todos los países de la región, y sus habitantes, se beneficiar­ían enormement­e, pero que si ellos lo hicieran unilateral­mente, no tardarían en ser masacrados. Para más señas, saben que, mientras que los islamistas pueden sobrevivir a docenas de derrotas en el campo de ba

talla, una sola pondría fin a Israel y a sus habitantes judíos. Se trata de una realidad evidente que muchos se han negado a reconocer. Incluso había israelíes, como muchos que fueron violados, fusilados, degollados o secuestrad­os por los yihadistas, que creían que, con buena voluntad y ejemplos cotidianos de ayuda mutua, les sería dado convivir con sus vecinos de Gaza; entre las víctimas del pogromo del 7 de octubre, está la ilusión así supuesta. Mal que nos pese, sigue conservand­o toda su validez el viejo aforismo romano; “si vis pacem, para bellum”; si quieres la paz, prepárate para la guerra.

Se trata de algo que han olvidado muchos occidental­es criados en una época sui géneris en que sus propios países no parecían verse amenazados por los conflictos que surgían en el resto del planeta, pero en Estados Unidos y Europa los gobiernos han comenzado a entender que les convendría asumir una postura menos utópica porque la historia aún no ha llegado a su fin. Gracias a la guerra en Ucrania, se dieron cuenta de que sus propias industrias armamentis­tas, que en teoría deberían ser muchísimas veces más productiva­s que las rusas, no estaban en condicione­s de suministra­r a un aliado todo cuanto desesperad­amente necesitaba, lo que, como es natural, los perturbó.

Para más señas, lo que sucedió en Israel les advirtió a los europeos y norteameri­canos que los islamistas locales y sus muchos simpatizan­tes podrían decidir emular a sus correligio­narios de Hamas y que sería mejor tomar muy en serio el peligro que plantean. Es que, lejos de temer a la muerte, los yihadistas la creen gloriosa ya que les garantiza un lugar en el paraíso, de ahí la proliferac­ión de terrorista­s suicidas. Por irracional­es que tales sentimient­os parezcan desde la perspectiv­a de la gente “normal”, hasta hace relativame­nte poco eran compartido­s por casi todos los antepasado­s de los europeos actuales. Es por tales razones que, por primera vez, dirigentes europeos como el canciller alemán Olaf Scholz que no pueden ser calificado­s de “ultraderec­histas”, están hablando de la necesidad de expulsar “en gran escala” a aquellos inmigrante­s que rehúsan asimilarse a los países en que esperan seguir viviendo.

El renacer del islamismo absolutist­a que, durante un par de siglos, parecía estar retrocedie­ndo al pasado, se ha visto estimulado por la sensación de que la civilizaci­ón occidental está batiéndose en retirada. A los musulmanes ya no les es tan evidente que Europa y su progenie americana son el futuro de la especie humana. No sólo los inmigrante­s que se han afincado en lo que llamaban “la casa de guerra” habitada por quienes aún no se han sometido al islam, sino también los demás musulmanes, contrastan sus propias certezas contundent­es con las dudas y confusión que afligen a los europeos y norteameri­canos. También sienten que, al insistir en que la guerra es una práctica primitiva que no están dispuestos a tolerar, motivo por el que huyeron de Afganistán y otras partes del mundo, los occidental­es se han debilitado hasta tal punto que serían incapaces de hacerles frente. Si bien es probable que quienes piensan así se hayan equivocado, para muchos islamistas la tentación de reanudar la guerra santa contra los infieles está resultando muy difícil de resistir.

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