Las dos caras de los números
Las estadísticas son muy útiles como insumo para el diseño de las políticas públicas porque es imposible gestionar lo que no se mide y menos aún poder controlar su ejecución. Pero es tan valioso lo que muestran las cifras como engañoso si se interpretan con un voluntarismo que las descontextualiza. En esta precisa coyuntura se encuentra la administración de Javier Milei, en su quinto mes de gobierno.
Por un lado, la economía consiguió lo que no ocurría desde hace dos décadas: un superávit fiscal (operativo y hasta financiero), fruto de una política de pisar gastos (el de obras públicas), ralentizar y condicionar transferencias de fondos acordadas con provincias, organismos descentralizados (entre ellos, las universidades) y posponer la convalidación de acuerdos paritarios. También se produjo una fuerte desaceleración de precios, ya que las empresas de consumo masivo tuvieron que corregir las remarcaciones de diciembre y enero.
Pero ese déficit cero, hasta hace poco una utopía de escritorio, tiene una contracara y es la caída de la actividad económica, del poder adquisitivo de salarios y jubilaciones y el crecimiento del fantasma de la desocupación. La pobreza, que a fin de año llegaba al 43% podría incrementarse en las próximas mediciones por la combinación de reajustes tarifarios, lentitud de salarios y de jubilaciones para seguir el ritmo inflacionario del verano pasado. El propio Presidente reconoce haber realizado un ajuste inédito “en el mundo occidental”. Pero lo que está en juego no es la dirección de una política económica, que obviamente es opinable, sino la sustentabilidad de un proceso basado sobre tales fundamentos. La doble vara para medir el éxito o el fracaso podría alentar comportamientos imprudentes. O, como la historia de nuestro país se empeñó en mostrar, entrar en un péndulo con resultado conocido: revancha política, fracaso social y estancamiento económico.