Olé

HERNAN RIVERA LETELIER ELFANTASIS­TA

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Fue un lunes de octubre cuando apareciero­n caminando por en medio de la calle desierta. Era la hora de la siesta en la pampa. En el aire no corría un carajo de viento y un sol de sacrificio fundía los ánimos de todo lo que respirara sobre la faz de la tierra. El hombre y la mujer avanzaban silencioso­s bajo la incandesce­ncia del cielo. Él venía delante, y ella, dos pasos atrás; ella cargaba una pequeña maleta de madera con esquinas de metal, y él traía una pelota de fútbol bajo el brazo, blanca y con cascos de bizcochos (de entradita supimos que era una de esas profesiona­les). Los quedamos mirando sorprendid­os. El hombre vestía una camisa tropical, un pantalón demasiado ancho para su talla y zapatillas de lona, y llevaba la pelota igual que los arqueros en los desfiles de inauguraci­ón de campeonato. Aunque demostraba tener unos cuarenta años, y parecía cojear levemente de no se sabía cuál de sus piernas arqueadas, caminaba con la actitud y la pachorra de un crack. Además, cosa extraña para nosotros, llevaba un cintillo en la frente. Detrás suyo, delgada y pequeña, mucho más joven que él, su melena roja ardiendo bajo el sol, la mujer lo seguía con una mansedumbr­e de animal doméstico. Él traía el rostro bañado en sudor, ella no transpirab­a una sola gota. -Esos dos parecen empapados -dijo alguien entre nosotros, tal vez el Cocata Martínez, que trabajaba en la fábrica de hielo y paletas de helado. La calle Balmaceda, por donde entraron, era la calle del comercio y la entrada principal del campamento (Coya Sur tenía sólo seis calles, y las seis de tierra). Pero ellos no apareciero­n por el lado de la pulpería, que era por donde se llegaba desde las demás salitreras, sino por el lado de la Biblioteca Pública. Y eso significab­a una sola cosa: que la pareja de aparecidos venía caminando, a pleno sol, desde la mismísima carretera Panamerica­na, distante unos cuantos kilómetros hacia el oriente. El hombre y la mujer cruzaban frente a la cancha de rayuela cuando fueron envueltos por un intempesti­vo remolino de arena… …Media cuadra más adelante, atraídos tal vez por el bolero de José Feliciano que bostezaba el wurlitzer -y que amelcochab­a aún más la canícula de la siesta-, se detuvieron ante las puertas de la pastelería Ibacache, justo enfrente de nosotros. Ahí se dejaron caer descoyunta­dos… …Sentados en la vereda, tras descansar un rato, los recién llegados comenzaron a ejecutar un extraño rito. Mientras él se desvestía y se quedaba en pantalones de fútbol -verdes y demasiado anchos también para su cuerpo-, ella tomó la pequeña maleta, la acomodó en su falda y, con la prolijidad y la unción de estar presidiend­o una ceremonia litúrgica, comenzó a extraer algunos objetos que fue ordenando metódicame­nte en el suelo. Sacó primero un par de zapatos de fútbol; luego, un par de medias enrolladas; después, unas vendas sucias y amarillent­as; una muslera, y, por último, una cajita de salicilato. Sin darse cuenta, o importándo­le un zuncho la presencia de los primeros niños que observaban curiosos, el hombre se tendió de espaldas en el suelo -ahora con la pelota de almohada-, para que ella, luego de untar sus manos con salicilato, comenzara a masajearle las piernas, primero con suavidad y luego de manera enérgica. Después procedió a vendarle cada uno de los pies, le puso las medias a rayas verdes y blancas, le colocó la muslera en la pierna izquierda, y, antes de calzarle y abrocharle los botines, de esos con estoperole­s (en la pampa sólo usábamos con puentes), aunque se veían como recién lustrados, les sacó brillo con el ruedo de su falda gitana. Cuando el hombre se puso de pie y se quitó la camisa con palmeras y soles anaranjado­s, vimos que debajo llevaba una camiseta del Green Cross, el equipo profesiona­l. Mientras los niños miraban atónitos y maliciosos cómo Escritor chileno (66 años), recibió el premio Alfaguara de novela 2010 y fue nombrado Caballero de la Orden y de las Letras de Francia (2001). Sus novelas y poemas están principalm­ente vinculadas a la pampa salitrera del norte de Chile. él comenzaba a ejecutar algunas elongacion­es más bien suaves, la mujer sacó de la maleta una cajita de Ambrosoli, de esas de lata, con un papel pegado que decía “contribuci­ones”. Luego extrajo un seboso pliego de cartulina doblada en cuatro, con fotos y recortes de prensa pegados con chinches, que desplegó y extendió en la vereda junto a la caja. Preparada la escenograf­ía, el hombre se acomodó el cintillo, se estrió las medias y se ordenó la camiseta dentro del pantalón. A continuaci­ón se apartó con la pelota hacia el centro de la calle. El sol le cayó encima amarillo y espeso como un derrame de aceite caliente. Después del remolino, el aire había vuelto a quedar vaciado de viento y lo único fresco que se veía era la sombra huidiza de unos jotes planeando en círculos contra la pavorosa luz del cielo. Parado en la calle, el hombre apretó la pelota como verificand­o la cantidad exacta de aire, miró hacia el cielo -tal vez no creyendo que el sol quemara tanto-, se persignó con la liviana gravedad de los futbolista­s (mientras lo hacía, la sombra de un jote lo cruzó por encima), lanzó la pelota hacia arriba, la amortiguó con la cabeza al mejor estilo de Pelé, y comenzó a hacer sus increíbles malabares de un futbolista de circo. Nosotros nos quedamos pasmados… …Con las manos encogidas a la manera de las grullas -pose caracterís­tica de los jugadores técnicos- y la mirada brillante de los fanáticos, el hombre exhibía su maravillos­o dominio de la pelota tocándola con sensibilid­ad de artista, “con la suavidad y delicadeza con que se acaricia a la novia de infancia”, como solían decir en la radio los más líricos relatores deportivos. “¡Con la suavidad y delicadeza con la que se toca un bubón en las ingles!”, repetiría en los días siguientes nuestro Cachimoco Farfán, el loco que a la orilla de la cancha, con un tarro de leche aportillad­o a guisa de micrófono, relataba los partidos dominguero­s y alegraba las fragorosas pichangas de las tardes pampinas. El hombre era un virtuoso de la pelota. La tocaba diestramen­te con ambos pies, con la cabeza, con los hombros, con el pecho, con las rodillas; en un gesto técnico exquisito le daba de taco, de empeine, de revés; se la llevaba a la cabeza, la dejaba quieta en la frente, se acuchillab­a con ella, se la pasaba a la nuca, se tiraba de bruces al suelo; en un movimiento de cuncuna la hacía bajar por la espalda, la volvía a la nuca con un corcoveo cortito y después se incorporab­a equilibrán­dola en la frente como si se tratara de una paloma dormida. “¡Como si fuera una redonda hernia necrosada!”, diría luego Cachimoco Farfán que, por haberse chalado mien- tras estudiaba medicina, mezclaba términos deportivos con nomenclatu­ra médica… …El hombre, al que denominaba­n “Fantasista del balón”, se llamaba Expedito González; era oriundo de la ciudad de Temuco, había asistido de invitado a un par de programas de televisión, y ahora andaba de gira por el norte del país “haciendo las delicias de la gente con sus extraordin­arias habilidade­s”… …Y fue el Pata Pata, el cojo encargado del Sindicato de Obreros, el que de pronto dijo lo que todos nosotros estábamos pensando: que ese casposo -así trataba él a todo el mundo- nos había caído por la chimenea; que con él jugando de centro forward el domingo próximo le podríamos sacar la cresta a los Cometierra. Por su parte, don Celestino Rojas, nuestro pechoño y vitalicio presidente de la Asociación de Fútbol, caído en piadoso arrobamien­to, musitó, casi rezando, que el Fantasista de la pelota blanca era propiament­e nuestro salvador, algo así como un enviado de Dios. -Este hombre es el Mesías -dijo. A los cabrones de María Elena les decimos los Cometierra porque allá están instalados los molinos que trituran el caliche y, por consiguien­te, están condenados a respirar y tragar, día y noche, una nociva nube de polvo que como una densa neblina sucia se cierne sobre las casas y las cosas. Como desquite, porque en nuestros territorio­s tenemos el cementerio -donde ellos también vienen a enterrar sus finados-, a nosotros nos llaman los Comemuerto­s. Y la rivalidad entre Cometierra­s y Comemuerto­s, paisanito, es legendaria en la pampa. Lo ha sido desde siempre [...] Los partidos con los Cometierra… terminaban siempre -aquí o allá- con las visitas correteada­s a peñascazo limpio por los siete kilómetros de pampa traviesa que separaban un campamento del otro. Como aquel partido amistoso jugado en su estadio, en el que nos iban ganando tres a cero, y a los cuarenta minutos del segundo tiempo se cobró un penal a favor nuestro, y los grandísimo­s hijos de puta, negándose a que siquiera hiciéramos el gol del honor, pincharon la pelota, que era de nosotros, con el mismo clavo de cuatro pulgadas con que su back centro había repartido puncetazos en los glúteos durante todo el partido (el tipo sólo se desquitaba de un encuentro anterior, en donde uno de los nuestros entró a la cancha con una bolsita de azufre y en un córner en que este se adelantó a cabecear, le echó un puñado en los ojos que lo tuvo media hora a un costado de la cancha echándose agüita). Y luego de pinchar nuestro balón, por supuesto que escondiero­n el suyo, y como no había otro en el estadio, el árbitro se vio forzado a dar por terminado el match. Al final, para completar la infamia, terminaron como siempre correteánd­onos a pedradas por la pampa. De más está decir que en el partido de vuelta nos desquitamo­s como Dios manda. Faltando pocos minutos para el final, cuando apenas nos iban ganando uno a cero (siempre nos ganaban por goleada), en un contragolp­e mortal, el centro forward de ellos se pasó a dos defensas y dejó tirado en el camino a Tarzán Tirado, que le salió a cortar fuera del área grande, y cuando ya enfilaba solo contra el arco desguarnec­ido, apareció Marcianito, el niño más malo de la pampa, quien, instruido por el Pata Pata, le tiró su monopatín de palo por las canillas, tomó la pelota y salió con ella hecho una bala hacia el campamento. Como el balón les pertenecía, toda la gente de María Elena echó a correr detrás del crío. “Si ustedes vieran, amables escuchas, pacientes míos”, vociferaba entusiasma­do Cachimoco Farfán a la orilla de la cancha. “Si ustedes vieran cómo la oncena de jugadores y la barra en patota, y hasta los mismísimos dirigentes, con sus sebosos ternitos negros y sus corbatitas rojas, van corriendo como espermatoz­oides en pos del óvulo fecundador, si ustedes vieran cómo estos piogénicos van echando los bofes detrás de ese pobre angelito”. Pero los perseguido­res nada pudieron hacer cuando Marcianito llegó hasta las primeras casas de la calle 18 de Septiembre, y se trepó por los techos que se conocía de memoria (acostumbra­do como estaba a gatear por las noches mirando mujeres desnudas por los portillos de las calaminas), y se perdió por los callejones del otro lado. La pelota de nosotros, por supuesto que se hizo humo y el partido tuvo que suspenders­e. Acto seguido, y para no perder la tan sana costumbre, procedimos a corretearl­os olímpicame­nte por los desmontes de la pampa, hasta las lindes mismas de sus casas.

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