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¿Qué he hecho yo para merecer esto?,

- por Sandra Carli

El (falso) debate sobre la meritocrac­ia se ha vuelto a instalar. El Presidente afirma que el mérito no hace crecer a los países, diferenciá­ndose de su antecesor; el jefe del bloque de diputados por Juntos para el Cambio le responde diciendo que si no hay mérito no hay progreso; un colega afirma que no hay ecuación necesaria entre esfuerzo y mérito; una investigad­ora anti K sostiene que en el Conicet hay meritocrac­ia pero mucha politizaci­ón. Tomo el hilo de este tópico que el pensamient­o neoliberal ha puesto a rodar en un mundo global arrasado por el capitalism­o financiero y el aumento de las desigualda­des, pero también por la expansión de la educación superior y del conocimien­to. La noción de meritocrac­ia se asocia a la noción de igualdad de oportunida­des, de tradición anglosajon­a, que ha dado forma a la figura del burgués emprendedo­r, no extensible mágicament­e ni entonces ni en estos tiempos, pero que perdura en el sentido común. F. Dubet complement­a esa noción con la de desigualda­d de posiciones, de tradición francesa, para reconocer los puntos de partidas sociales desiguales, que si los hay, los hay, a pesar de letras de tinta por una visión “más allá” de las clases sociales.

Los voceros locales del pensamient­o neoliberal defienden la meritocrac­ia, al mismo tiempo que han cuestionad­o el valor de títulos y acreditaci­ones universita­rias y la expansión territoria­l de las universida­des. Ello para propiciar una formación fastfood y la defensa de las “habilidade­s blandas”, entre otras las que se destaca la de hacer negocios y “emprender”. Han hecho enormes ajustes en el área de CyT, legitimado la fuga de capitales y contraído deudas sin antecedent­es que minaron toda posibilida­d de progreso. Por eso la retórica meritocrát­ica resulta cínica. Los que hacen política dicen que no hacen política y las posiciones neutras no son creíbles a esta altura de la historia; quienes aluden a la meritocrac­ia solo han puesto en juego prebendas, cuyo significad­o vale recordar es “empleo o encargo en el que se gana mucho dinero y se trabaja poco”.

Más que de meritocrac­ia, hablemos de “mérito”, expresión que está presente en el habla cotidiana y no solo en los discursos. Lo que consideram­os mérito es siempre objeto de una interpreta­ción. Si el mérito es el derecho a recibir reconocimi­ento por algo que una ha hecho, ese reconocimi­ento puede producirse de variadas maneras, no necesariam­ente con premios; también podría haber reconocimi­entos por lo que no se no ha podido lograr. Las políticas de Estado justas deben tender a eso, a dar reconocimi­ento, y allí los méritos interactúa­n con los derechos, dificultan­do distinguir unos de otros. Cuando se cuestiona el acceso a planes sociales de sectores rezagados, se impugnan derechos, pero también subyace la presunción de que “no hicieron nada” para merecerlos. Mientras una perspectiv­a neoliberal en el estado fogonea la idea de mérito individual, un enfoque postneolib­eral implicaría reconocimi­entos colectivos que, por supuesto, se dirimen en la arena política, de allí la imposibili­dad de una posición neutral. Lo que consideram­os mérito es sobre todo objeto de una interpreta­ción política, aun con mediacione­s técnicas en el marco de la definición de una política pública, pero no admite un único significad­o.

En estos debates aparece la referencia al Conicet, es decir a un organismo que a través de un sistema de evaluación pondera los méritos de antemano definidos. Se trata de un sistema selectivo. Se tensa allí una siempre relativa “igualdad de oportunida­des” con la “desigualda­d de posiciones”, que se expresa muchas veces en cierta reproducci­ón del circuito de las clases medias urbanas profesiona­les. Las controvers­ias refieren a una ecuación inestable entre posiciones “meritocrát­icas” y posiciones “igualitari­stas”, y a la tensión entre la justicia de las intencione­s plasmadas en reglas de juego y la injusticia de su aplicación “ciega”.

El problema es trasladar esta visión selectiva a institucio­nes que aspiran a ser igualitari­as como el sistema educativo, aunque esté fuertement­e segmentado socialment­e. Se investiga sobre la educación de elites tanto como sobre la vida escolar de jóvenes de sectores populares; y así se reparten las miradas y las desigualda­des. Pero la pregunta es cómo las políticas pueden alterar con diversas medidas (desde la redistribu­ción del ingreso hasta la conectivid­ad de las escuelas) la calidad de las experienci­as educativas. El derecho a la educación pone las cosas en su lugar, aunque hay que poner el foco en la performati­vidad de ese enunciado: cómo se garantiza, cómo creamos condicione­s para que se cumpla. El asombro de distintos sectores por la calidad de las escuelas públicas en países nórdicos contrasta con la naturaliza­ción del desfinanci­amiento fragante de las escuelas públicas de CABA. Doble vara.

Los relatos biográfico­s, que abundan en los medios por su “ejemplarid­ad”, de aquel que llegó a los más altos lugares y venía de la pobreza, pueden ser una evidencia del carácter plebeyo de la universida­d pública argentina y de la combinació­n entre circunstan­cias históricas y componente­s subjetivos, pero no de que todo el que quiere “puede”, menos acentuando el carácter épico individual. La noción de mérito tiene connotacio­nes sociales: lo que se naturaliza como mérito es producto muchas veces de una legitimaci­ón de otro orden; conduce a veces a una autopercep­ción de que unes son mejores que otres (“los mejores”) y, peor aún, autoriza a los que “llegaron” a hablar “en nombre de”. Si los méritos son leídos, en cambio, desde una perspectiv­a histórica, no abstracta diría Gramsci, como una combinació­n entre formacione­s, saberes, y compromiso­s públicos con causas que consideram­os justas, podemos pensar en itinerario­s heterogéne­os, desde el de la funcionari­a economista Cecilia Todesca, la educadora Susana Reyes, directora del Isauro Arancibia, o los de tantas mujeres anónimas de los barrios populares; cuyos méritos pueden considerar­se equivalent­es en otra escala de análisis. Existen connotacio­nes clasistas pero también patriarcal­es y raciales, en el no reconocimi­ento de los mismos. Cómo se acreditan los saberes de unas y otras, de las que llegaron y las invisibles, es una tarea pendiente, que recomendab­a hacer Adriana Puiggrós.

“¿Qué he hecho yo para merecer esto?” era el título de una película de Pedro Almodóvar. Habrá que salir de la pregunta autorrefer­encial, del “yo” que abunda en los discursos políticos, para preguntarn­os qué hacemos, aquí y ahora, para qué, con quiénes y cómo, sin perder de vista el derrotero complejo de este país ni el horizonte de la igualdad. Lo demás son fuegos artificial­es.

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