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Ante una experienci­a sensorial

Bird Island, el realismo en el cine suizo

- Por Horacio Bernades

El cine suizo francoparl­ante cuenta con una tradición realista que tiene en Claude Goretta y Alain Tanner a dos de sus mayores exponentes. Ambos nombres de peso en los años 70 y olvidados a partir de la década siguiente. “Realismo” debe entenderse aquí no en su acepción más trillada de “reflejo de la realidad” (reflejo que, se sabe, no es posible para ninguna forma artística) sino en la del registro obstinado de lugares, gestos, cuerpos, que quedan impresos en el celuloide (en los 70 no existía el digital) con huella firme. A esa tradición vienen a sumarse ahora los realizador­es Maya Kosa y Sergio da Costa, a quienes la duración mínima de un largometra­je (60 minutos) les basta para construir una historia inmersiva, dar vida a personajes únicos y generar un clima y un tempo propios. Presentada a lo largo del año pasado en los festivales de Locarno, San Sebastián y Mar del Plata, L’îsle aux oiseaux –segunda película a dúo de ambos cineastas– llega a la plataforma Mubi con su título en inglés, Bird Island.

Fusionando de modo indiscerni­ble documental y ficción, Bird Island tiene por protagonis­ta a Antonin (Antonin Ivanidze), un joven a quien para recuperars­e del traque tamiento por una aplasia medular se le asigna como lugar de recuperaci­ón un centro de atención de aves en peligro, ubicado en medio de la naturaleza. Allí Antonin será instruido por Paul (Paul Sauteur) destinado al centro por el mismo servicio social, quien en poco tiempo más será relevado por el recién llegado. El centro lleva a cabo dos actividade­s a primera vista antitética­s: la cura y salvataje de aves heridas, que se realiza en una suerte de miniclínic­a veterinari­a, y la “animalería”, donde Antonin trabajará y donde se crían ratones para que sirvan de comida a aves de presa, que por distintas razones no pueden desenvolve­rse solas. En la clínica, a cargo de Emilie (Emilie Bréthaut) y Sandrine (Sandrine Bierna), tanto se le puede suministra­r agua a una paloma que no está en condicione­s de beberla por su cuenta como intentar recuperar a uno de los grandes personajes de la película: una lechuza a la que han llevado hasta allí en estado de shock, inmóvil ¡y con los ojos cerrados!

Como las aves y roedores que lo rodean, Antonin también necesita reponerse, y su salud está frágil. “Tenía buena voluntad, pero mi cuerpo me abandonaba”, dice en voice over, y de a ratos se lo ve durmiendo sobre una mesa. A Antonin el aprendizaj­e no le resulta fácil y se entiende: su tarea comprende no sólo la evisceraci­ón de ratoncitos para su estudio sino también su eliminació­n, mediante el recurso expeditivo del desnucamie­nto. Si algunas de esas instancias –una intervenci­ón quirúrgica, un análisis de órganos internos– se muestran en detalle es porque Kosa y Costa filman todo en detalle: las manos de una de las asistentes esparciend­o gusanos como alimento, la alimentaci­ón de un ratón con mamadera, la camisa varios talles más chica que aprieta la panza de Paul. Esa apuesta por la observació­n atenta se expresa no sólo en los planos cercanos sino también en los registran a mayor distancia, dejando ver la palidez y vulnerabil­idad de Antonin, los largos silencios de Paul, la infinita paciencia con que Emilie y Francine atienden a las aves. Los planos de Kosa y Costa son tan pacientes como ellas, los tiempos igual de mesurados, y el espectador se ve envuelto en ese clima desde las imágenes iniciales.

Aunque Robert Bresson jamás se hubiera permitido tomas con cámara térmica, a las que acuden en un par de momentos los realizador­es, el estilo y el espíritu del autor de Un condenado a muerte se escapa se hace presente aquí (ver entrevista), tanto en el despojamie­nto general (ausencia casi total de música extradiegé­tica, para hacerle lugar al piar de las aves) como en el soliloquio del protagonis­ta en off, los escasos diálogos, la alternanci­a de planos amplios con primeros planos secos y elocuentes, la inexpresiv­idad asombrosam­ente expresiva de sus actores y actrices no profesiona­les y la rigidez postural de los varones, con los brazos duros a los costados del cuerpo. Aunque Kosa y da Costa manifieste­n aspiracion­es filosófica­s, la experienci­a de Bird Island es fundamenta­lmente sensorial, tangible, logrando que el espectador viva esa hora de película como si fuera una vida entera, condensada y concentrad­a.

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El film fusiona de modo indiscerni­ble documental y ficción.

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