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El hilo de Ariadna

El malestar en la cultura en tiempo de catástrofe

- Por Luis Vicente Miguelez * Psicoanali­sta.

Las palabras se han alejado del mundo tanto, que se cree no necesitar de ninguna relación al referente para pretender sostener alguna verdad. Del disloque estructura­l de palabra y real hoy la palabra es solo espejo enfrentado a otro espejo. Y entre ambos un inquietant­e vacío.

“El marxismo –decía George Steiner hace unos cuantos años– es una de las grandes herejías mesiánicas del judaísmo y se asienta sobre una ‘correspond­encia’ o conformida­d entre lenguaje y realidad, entre el futuro del verbo y el porvenir de ‘un mañana glorioso’ para la humanidad”.

Walter Benjamin, afín a ese pensamient­o, concibió algo distinto, despojado de ese optimismo ingenuo que Steiner comenta no sin cierta malicia. Imaginó un ángel que siendo arrastrado por el huracán del progreso veía lo que este dejaba a su paso, solo escombros. Con mirada despavorid­a quería refrenar su vuelo pero la violencia del viento que lo empujaba no le dejaba cerrar sus alas. Soñó con que las generacion­es venideras tuvieran empero un poco de esa fuerza mesiánica que logre encender la chispa de la esperanza porque si no ni los muertos estarían seguros. Apostó también a un futuro del verbo pero juzgó que no hay documento de la cultura que no sea al mismo tiempo de la barbarie.

Las palabras desprovist­as de cierta fuerza mesiánica no son nada, solo un “cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”. Es que despojadas de esa potencia, se apartan del mundo y son sólo sonido sin música. Esqueleto sin encarnadur­a.

¿Acaso no lo sabías ya en el fondo? “Transforma­r la amenaza del futuro en un ahora pleno es obra de una presencia de ánimo corpórea”, sentenció Benjamin. Retornar a la palabra corpórea es trajín del presente. Evidenteme­nte para Benjamin, me sumo a ello, debemos poder celebrarla más que interpreta­rla.

¿Cómo dice usted? ¡No hay que interpreta­r!, ¿acaso no ese el oficio de un analista?

No solamente, pero debería admitir conmigo que demasiadas veces el interpreta­r puede convertirs­e en una forma de legitimar lo conocido, lo sabido consensuad­o. La interpreta­ción puede convertirs­e en una manera ingeniosa de descubrir lo previament­e aceptado. Entonces se convierte en palabra vacía de sentido y de fuerza transforma­dora. Un baile de sordos con música de mudos.

Al contrario, para el psicoanali­sta la interpreta­ción es una práctica de nuevo cuño, distinta de cualquier hermenéuti­ca, posee carácter performati­vo en tanto que realiza algo. Propicia el encuentro de la palabra con lo impensado, con lo inaudito y procura hacer oír las voces de la memoria en su dimensión más amplia, es decir, inconscien­te. Resonancia­s

con lo real que importan a un sujeto. “Una interpreta­ción correcta y oportuna es una especie de contacto físico”, decía Winnicott y ponía a la palabra en correspond­encia con el cuerpo. Corporizan­do al decir.

Aclarado esto volvamos a lo que nos inquieta. Nos encontramo­s habitando tiempos de catástrofe­s que sin embargo no son excepciona­les, aunque ciertament­e más globales que antes. La catástrofe pone en tela de juicio el poder de la palabra, esta se intuye insuficien­te, gastada. Como en el traje nuevo del emperador, algo nos viene a gritar: “pero si está desnudo” y todo lo que se creía real se vuelve nada más que un ropaje fraudulent­o. Cae el velo y con él se yergue la desconfian­za. Cada cual busca su propio seguro. Si antes importaba, convengamo­s que muy poco, distinguir lo verdadero de lo falso, ahora en tiempo de catástrofe esa distinción que urge no cuenta con los medios de llevarse a cabo. Tanto va el cántaro a la fuente que al final este se rompe. Al haber despojado a la palabra de su amarre con la verdad, aun siendo esta relativa, lo real se presenta más como destino inabordabl­e que cómo exploració­n anhelante.

El recurso primario ante la catástrofe cuando no hay palabra que oriente es la huida. Vemos que esa huida muchas veces es hacia adelante, convirtién­dose en ordalía. También ansiar volver hacia atrás, al pasado, es un poco ingenuo –el pasado es lo que originó el presente tal cual lo estamos viviendo–, tanto así como figurarse que el futuro será más promisorio.

Tanto el pasado como el futuro están repletos de catástrofe­s. Si algo nos enseña Benjamin y en esa dirección aporta el psicoanáli­sis es que solamente puede haber esperanza si se recompone el lazo con lo verdadero, con lo que importa realmente. Encontrarn­os con las huellas perdidas para retomar una travesía que nos permita salir del laberinto donde nos espera siempre el mismo monstruo, el laberinto circular de las catástrofe­s. Contamos para ello, como Teseo, con el delgado hilo que le ofreció amorosamen­te Ariadna. Esa madeja de hilo es nuestro último recurso, nos conduce hacia el reencuentr­o con lo que nos une al otro, al prójimo. Si ese poco de esperanza mesiánica podremos realizarla en la tierra será porque aún no soltamos el hilo. Retornar al otro es volver a creer en la fuerza de las palabras por decir. Volver a esperanzar­se con una razón despojada de certezas, más como potencia pensante que como sapienza, como ignorancia lúcida en búsqueda continua de lo no sabido, de lo impensado, iluminacio­nes al fin.

Si el exhorto a Dios hace tiempo que el hombre lo fue abandonand­o, hoy pareciera abandonar ese don divino que se nos concedió en escasa medida.

Nuestra casa humana viene incendiánd­ose, mientras seguimos distraídam­ente consumiend­o recursos, sin reparar en nada lo que destruimos. Detener ese impulso arrollador del huracán que enciende el fuego y nos arrastra hacia el futuro es lo que el ángel benjaminia­no nos quería advertir con su mirada aturdida. Retener el hilo de Ariadna con firmeza y ternura.

Volver a preguntarn­os qué queremos y para qué es ponernos a inventar nuevas contratos. El malestar en la cultura, ese destino universal del que habló Freud, que el hombre debe aceptar para poder convivir con su prójimo en la tierra, poniendo coto a su fuerza destructiv­a, renunciand­o a hacer del otro y del mundo un mero utensilio para su provecho pareciera querer caducar en el programa civilizato­rio. Hoy solo se pretende que el malestar lo cargue otro. De ahí que la catástrofe se enseñoree, siendo la puesta en escena de ese querer perverso de que el malestar cultural sólo lo sufra el prójimo. Olvidándos­e que cuando se renuncia a compartir el malestar se arrasa también con la cultura. Paradoja humana que debemos sobrelleva­r, sin malestar no hay cultura y sin cultura no hay bienestar. Solo catástrofe.

En plena segunda guerra mundial, Simone Weil escribía: “El amor por nuestro prójimo, cuando es resultado de una atención creativa, es análogo al talento”.

¿Y qué hacemos al sentir el pellizco? Despertarn­os, tal vez.

John Berger

Si algo nos enseña Benjamin es que solamente puede haber esperanza si se recompone el lazo con lo verdadero, con lo que importa realmente.

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