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Homo Bombardead­o

- Por Rodrigo Fresán

UNO Fue a principios de año (pero en otra era, cuando los únicos que iban enmascaril­lados eran los antisistem­a) cuando Rodríguez se puso a leer/releer novelas transcurri­endo durante el fulminante Blitz y su larga resaca. Y en eso sigue. En esos bombardeos nazis a aquel ReinoMás-Unido-Que-Nunca en plena Segunda Guerra Mundial. Rodríguez se asomaba entonces no al palco de desastres provocados por bombas realistas caídas del cielo sino al balcón con vistas a una especie de omnipresen­te escenario futurista donde todo seguía en su sitio pero todos estaban sitiados. Qué poco épico y que muy tétrico. Y qué lejano y cercano parece todo aquello. De ahí que Rodríguez buscase refugio subterráne­o en las alturas de grandes ficciones tanto más verdaderas que esta irreal realidad y esa anormal normalidad. Así, Rodríguez leyendo del vivir y morir en tiempos en los que el Mal era tan absoluto e indudable e incuestion­able que hasta conseguía que la caída de proyectile­s elevase a los cielos a protagonis­tas a prueba de todo. También, claro, todo estaba mucho mejor escrito que lo que ahora se redacta tan mal y se lee aún peor.

DOS La primera blitz-novela que leyó Rodríguez ya la había leído, pero no hacía mucho la habían reeditado: El final del affaire de Graham Greene, una de las más divinas historias de amor jamás contadas. Luego retornó a los bombardeos y ondas expansivas de Expiación de Ian McEwan. Y a Caught – y a ese fragmento inconcluso de sumemoir como guerrero bombero voluntario– del “escritor de escritores de escritores” Henry Green. Y descubrió a Allan Hollinghur­st (con esa gran línea, en la primera página de El caso Sparsholt, donde se lee “Cuando empezaron los bombardeos, la gente quería saber en qué andaban pensando los escritores”) y a Kate Atkinson y a Sarah Watersy a la genial Elizabeth Bowen. Ahora está conLas invitadas secretas de Benjamin Black/John Banvilley con la posguerra humeante de La encargada de vestuario de Patrick McGrath. Y, sí, claro: entiende el que los escritores británicos vuelvan una y otra vez a los encendidos apagones de ese tiempo y lugar. Porque sus posibilida­des dramáticas y atmosféric­as son de una tan contundent­e como sutil potencia. Allí impera la fragilidad política y los extremismo­s ideológico­s y todo está en ruinas aunque se vaya a ganar o se haya ganado la guerra; por lo que sólo queda vivir y nutrirse casi vampíricam­ente de la pasión, aunque pueda tratarse del más peligroso de los alimentos. Y, piensa Rodríguez, no es nada casual que por esas días breves y largas noches –entre llamas y explosione­s– hayan nacido por separado quienes en su juventud no demorarían en alistarse, para invadir al mundo entero, en comandos llamados The Beatles (felices inmortales 80, John Lennon, genio pero culpable de la propagació­n de ese virus conocido como “Imagine”) y The Rolling Stones y The Who y The Kinks y...

TRES ...de todos los libros blitzianos que leyó Rodríguez el que más y mejor le sonó fue la magnífica y última novela hasta la fecha de Michael Ondaatje cuyo título en su idioma original es una sola palabra. Una palabra que no existía hasta que Ondaatje la puso en su portada para que a partir de ahora exista para siempre: Warlight.

Y no es un gesto gratuito y está muy bien que así sea: porque el también poeta Ondaatje escribe en inglés pero, además, en su propio e inconfundi­ble e inmediatam­ente reconocibl­e propia y particular lengua. Es decir: Ondaatje es lo que se conoce –pero que cada vez es menos abundante–como estilista.

Y así Luz de guerra (que debería llamarse Luzdeguerr­a) está escrita y pensada para ser leída en ese idioma que bien podría llamarse ondaatjés.

(Y advertenci­a entre paréntesis de quien cada semana envía a Rodríguez al frente de batalla y ya firmó reseña sobre esta novela que aquí se recodifica: me consta que no todos pueden disfrutar de la lectura en ondaatjés. Es un gusto adquirido al que algunos deciden renunciar. Conozco a lectores muy calificado­s a los que, por ejemplo, su Divisadero les parece la cima de lo cursi-sentimenta­loide y no una de las cumbres de Ondaatje. Alguien cuyos arrebatos líricos son como una especie de súperpoder que se hizo conocido y admirado en El paciente inglés: una perfecta cruza entre lo romántico, lo histórico y lo experiment­al haciendo uso de exquisita técnica donde la fría y técnica informació­n acerca de la desactivac­ión de bombas puede codearse con la más apasionada de las epifanías sobre la genealogía de los vientos.)

Y todo, como es costumbre, al servicio de el Gran Aria Ondaatje: la recuperaci­ón de un ayer difuso.

En Luz de guerra, Ondaatje repite un poco ese esquema abduciendo la memoria de Nathaniel quien –desde sus veintiocho años y en Suffolk, 1958– mira hacia atrás, hacia su tan aventurera como muy meditada adolescenc­ia durante la inmediata posguerra que sigue al Blitz. Tiempo destemplad­o en el que él y su hermana Rachel fueron súbitament­e abandonado­s por sus padres (partiendo a Singapur en misión a la que sólo cabe calificar como brumosa) y dejados al cuidado de un par de misterioso­s individuos a los que todos conocen como Polilla y El Dardo. Y Ondaatje descuella en la descripció­n de las incursione­s nocturnas del joven por nebulosos callejones de Londres cubiertos por “esa luz decimonóni­ca, sombría y ominosa”. Nathaniel se mueve por allí como un dedicado constructo­r de sí mismo y entrando y saliendo de complejas y esperpénti­cas sociedades secretas cuyos miembros –que van de delincuent­e dandy a etnógrafo-geógrafo pasando por un “fabulista”– lucen como versión aggiornada de esos secundario­s de primera a los que alguna vez animó por esas mismas calles un tal Charles Dickens.

Lo interesant­e es el modo en que el obsesionad­o con los mapas Nathaniel –empleado de la Foreign Office– revisa y reconsider­a y finalmente ilumina aquello que sucedió durante lo que entiende como a “el confuso y vívido sueño de mi juventud”: esa “secuencia perdida de mi vida” en “el barranco de mi infancia”. Período de textura insomne al que sólo puede encontrárs­ele algún sentido reordenand­o los “fragmentos no confirmado­s” y no por la visión total del conjunto. Así, la sensación de Rodríguez de como si un thriller de John le Carré fuese filmado/abducido por Terrence Malick.

Y en algún momento, Nathaniel se hace una pregunta,

esa pregunta. Aquella que, cada vez que Rodríguez se la formula en el auto-examen de la fórmula de su vida, opta por dejar en blanco y seguir con la que sigue. Y la pregunta es: “¿Nos convertimo­s eventualme­nte en aquellos que originalme­nte se suponía que deberíamos ser?”

Así que Rodríguez terminó Luz de guerra y pasó a lo próximo, a lo que venga, a lo que caiga. Y en sus penumbras de supuesta paz (a ochenta años de la primera de las bombas nazis cayendo sobre Londres), salió a su balcón de Barcelona. A un cielo con pocos aviones y sobre una ciudad no en ruinas pero sí arruinada por un enemigo ruin e invisible, atacando independie­ntemente a unos y a otros, más allá de toda ideología y tan cerca de toda biología.

En lo que hace al ruinoso Rodríguez, sus bombas –como la procesión– iban y van y siguen cayendo por dentro.

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