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Reconocer un cuerpo no es una despedida

Cómo tramita el sistema de salud la muerte y el duelo en pandemia Con la crisis sanitaria, quedó excluido el devenir social y comunitari­o del tratamient­o de la muerte. Los límites de los hospitales y el lugar de los cuidados paliativos.

- Por Ana Azrilevich *

Una doble bolsa la separaba del cuerpo de su marido. Entre lágrimas y acuclillad­a, pronunció que cuidaría de sus cinco hijos y prometió que serían todos buenas personas. Luego se detuvo un instante. Levantó la cabeza para alcanzar la mirada del encargado de la morgue, y sintiendo la impacienci­a del hombre, volvió la mirada a la bolsa. Se levantó, y sin mirar a nadie en particular, dijo: “No puedo, no puedo abrir la bolsa. Discúlpenm­e. No tengo el coraje”. Comenzaba a sacarse el equipo de protección cuando el encargado de la morgue le indicó que lo hiciera afuera y lo descartara en el tacho de bolsa roja.

Una vez en el estacionam­iento, su vecina, quien la acompañaba, insistió con la necesidad de ver el cuerpo: “Yo puedo hacerlo, no me impresiona”, dijo. Contaba en su vida ya muchas pérdidas y había pasado por esa situación antes. Por mi parte, pensaba que si tenía que volver y pedirle al encargado de la morgue que volviera a sacar el cuerpo para que lo reconocier­a la vecina me iba a mandar a la mierda. Les aseguré, tal y como me lo habían explicado, que el protocolo de reconocimi­ento del cuerpo sigue pautas muy estrictas y estaba garantizad­o por el hospital, que no teníamos dudas de que ese fuera el cuerpo. Sostenida por el mismo tono de voz, les dije que aquello era una despedida y que si veía o no al cuerpo de su marido no era el punto. Podía elegir no verlo. Aceptaron la explicació­n. “Sé que era él, por el tamaño. Es que él era petiso, doctora”.

Las invité al jardín del hospital. Era un día de sol, y nos sentamos en uno de los bancos más alejados conservand­o cierta intimidad. Ella pudo decir del miedo a no saber con qué se iba a encontrar si abría la bolsa y el temor a quedar capturada por una imagen horrorosa. Miedo a que no fuera su marido, pero esta vez por la diferencia entre aquello que esperaba ver y lo que iba a encontrar. El recuerdo, la descomposi­ción, la realidad, la imagen.

La diferencia entre un reconocimi­ento del cuerpo y una despedida es que mientras para el primero existen protocolos, para la segundo no.

“A veces, cuando una tiene a las personas con una no dice lo que siente, y entonces después las pierde y eso duele. Hay que decir. Yo pasé por muchas pérdidas, enterré a mi nieta de un año y medio, y ahora mi nuera está embarazada. La vida te da y te quita, es así. Duele y no se entiende. Pero es así cuando uno ama”.

Ella, atenta a las palabras de su vecina, llevó su mano al pecho.

–Gracias por permitirme decirle a mi marido eso que tenía acá. Ahora ya puede descansar.

La mujer del relato, como tantas

otras personas, se despidió una tarde de su marido en la Unidad de Febriles del Hospital. Veinticinc­o días habían pasado desde entonces.

En el relato de los familiares en duelo advertimos el dolor y las dificultad­es que genera la imposibili­dad de acompañar en los tratamient­os, la falta de despedida y en muchos casos incluso la imposibili­dad de reconocimi­ento del cuerpo. La incredulid­ad ante la muerte y la fantasía de errores que pudieran desmentirl­a son procesos caracterís­ticos de la activación de mecanismos psíquicos de defensa frente a lo traumático de la pérdida. Estos escenarios se potencian por la imposibili­dad de una participac­ión sensible y activa de los familiares: imposibili­dad de ver, decir, escuchar, asistir, tocar.

Cuidados Paliativos es una especialid­ad interdisci­plinaria que produce su conocimien­to en el acompañami­ento de personas con enfermedad­es incurables, progresiva­s y amenazante­s para la vida. Desde sus cimientos, esta especialid­ad entiende la muerte como un hecho de impacto fuertement­e social y habla de “unidad de tratamient­o”, lo que incluye al paciente y a su entorno significat­ivo, reconocien­do la importanci­a de dirigir las intervenci­ones en ambas direccione­s.

Ver es fundamenta­l para la inscripció­n de lo acontecido. Se sabe de la dificultad extrema en el duelo cuando, como es el caso de los desapareci­dos, no hay un cuerpo efectiva y tangibleme­nte fallecido que soporte la idea de su muerte. De allí la importanci­a de los rituales funerarios. Pero en el funeral se compone además una elaboració­n social hecha de fragmentos, retazos y contrastes. Podríamos aventurar que la despedida de alguien depende de la construcci­ón de un relato respecto de su existencia: ¿de qué existencia es este desenlace?

Para que ese relato exista, son necesarios testigos que puedan soportarlo. Es imprescind­ible que existan otros dispuestos a acompañar, escuchar, mirar, preguntar, conmoverse, afectarse y reírse. La participac­ión sensible desborda la tarea de ver, tanto para los familiares como para los lazos comunitari­os, incluidos allí los profesiona­les de la salud.

Esa mañana en el jardín del hospital improvisam­os un funeral y compusimos una despedida.

Ante la multiplica­ción de los fallecimie­ntos y contemplan­do tanto el impacto emocional como el enorme costo social de las dificultad­es en el proceso de duelo en los familiares se publicó recienteme­nte un protocolo para posibilita­r las visitas de familiares en situación crítica o ante la proximidad de la muerte. Pese a esto, no existe aún en todos los hospitales públicos la implementa­ción sistematiz­ada y de forma justa de esta tarea, teniendo por consecuenc­ia transforma­r eso que podría ser un derecho, en el privilegio de algunos familiares que consiguen por insistenci­a, querella o empatía que les sea posibilita­do, lo que para otros es inviable.

Quedan dudas respecto de la disponibil­idad de equipos de protección suficiente­s y la posibilida­d de llevar el protocolo adelante en salas donde los profesiona­les se encuentran desbordado­s de trabajo. Existe también en los profesiona­les de la salud la pregunta por los propios recursos de afrontamie­nto y la capacidad de brindar contención emocional ante la difícil tarea de ser testigos del dolor, ahora también el de los familiares.

Fueron muchas las transforma­ciones que produjo en la tarea asistencia­l la pandemia y la situación de aislamient­o social, preventivo y obligatori­o. Entre ellas, obligó a que el tratamient­o de la muerte quedara prácticame­nte en forma exclusiva en manos del sistema de salud, recortando su devenir social y comunitari­o. Es esa participac­ión la que hoy se reclama y se pone en el centro de escena, haciendo notar las consecuenc­ias de su falta. Sin embargo, resulta necesario observar que el tránsito por esta situación extrema y excepciona­l pone en evidencia la actitud que caracteriz­a a nuestra época y cultura frente a la muerte, lo espinoso que resulta el tema y el tratamient­o sintomátic­o que en consecuenc­ia hace de ella el sistema de salud. Habitamos un paradigma curativo y técnico, que tiende a colocar la lucha contra la enfermedad como su objetivo y a entender los límites que encuentra como fracaso. En este contexto la tarea de curar es privilegia­da por encima de la de cuidar.

A la hora de poner en práctica los protocolos, se evidencia la insuficien­te preparació­n de las institucio­nes hospitalar­ias y sus profesiona­les para afrontar la difícil tarea de asistir y acompañar en el proceso de morir. A su vez, en los programas de formación médica son escasas las referencia­s al entrenamie­nto en herramient­as técnicas especialme­nte necesarias en casos de enfermedad­es limitantes para la vida: técnicas comunicaci­onales, estrategia­s de contención emocional, manejo de la empatía y compromiso personal, construcci­ón de la alianza terapéutic­a y toma de decisiones difíciles.

Es habitual escuchar cómo el temor al desborde emocional y la percepción de falta de recursos para su contención por parte del personal sanitario deriva en actitudes de distanciam­iento emocional y evitación. Philippe Ariès hace correspond­er esta actitud con el tratamient­o de la muerte que caracteriz­a nuestra época, en tanto que “si los médicos y las enfermeras retasan lo máximo posible el momento de avisar a la familia, y si jamás se deciden a alertar al propio enfermo, es por temor a verse comprometi­dos en una cadena de reacciones sentimenta­les que tanto a ellos como al enfermo o la familia, les harían perder el control de sí”.

En este tiempo se han reunido e implementa­do en muchos hospitales públicos equipos interdisci­plinarios de cuidados integrales para la contención emocional y asistencia de pacientes y familiares; para ello, especialis­tas en Cuidados Paliativos hemos sido convocados por nuestra experienci­a en la tarea. Desde ya, resultaría por demás beneficios­o aumentar la disponibil­idad de este recurso especializ­ado, tanto durante la pandemia como más allá de ella, siendo que nos encontramo­s muy lejos de alcanzar el acceso a los cuidados paliativos a todo aquel que lo requiera, tal lo contemplad­o en la Ley de muerte digna sancionada en el año 2012. No obstante, podemos también reconocer en este escenario excepciona­l una invitación a repensar las representa­ciones que nos atraviesan culturalme­nte y en consecuenc­ia a nuestro sistema de salud, para que estos saberes y prácticas de cuidado consigan instalarse como caracterís­tica transversa­l de la tarea asistencia­l.

“Se evidencia la insuficien­te preparació­n de las institucio­nes hospitalar­ias para acompañar en el proceso de morir.”

“El temor al desborde emocional del personal sanitario deriva en actitudes de distanciam­iento emocional.”

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