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Encrucijad­as, por Sandra Russo

- Por Sandra Russo

Cada día que pasa nos alejamos más del día anterior a la aparición de la pandemia. Parecía una peste más, de esas que cíclicamen­te han arrasado con millones de vidas en todas las épocas. Y cada una de ellas tuvo su pico y su bajada; hace unos meses pensábamos que así sucedería también con ésta, quizá alentados por el desarrollo de la ciencia y quizá todavía pueriles, como cuando vimos las tapas de todos los diarios argentinos saliendo con una portada de lucha en común. Pero la covid-19 no llegó en un momento cualquiera, sino en el de la encrucijad­a de la especie: hay dos mundos posibles por delante, e incluso puede que no haya ninguno.

Esta peste cayó en el clímax de una aceleració­n integral, y en su transcurso el mundo y las poblacione­s también han mutado: la iniciativa política de la ultraderec­ha, de usar la catástrofe como un escenario en el que afloren subjetivid­ades descentrad­as y esquizoide­s, no permitirá regresar al día anterior a la pandemia. Porque incluso cuando se encuentre la vacuna, habrá que ver qué formas bizarras adopta ese fuera de sí de los negacionis­tas.

La vida o la economía fue el primer falso dilema que nos plantearon. Quienes lo difundiero­n no pensaban en los dueños de gimnasios ni de peluquería­s. Pensaban en los negocios grandes que hacen ellos. Ya Bérgamo había sido la prueba del delito: a miles de italianos, mantener el trabajo les costó la vida o la de sus seres queridos. Y sin embargo es como si eso no hubiese sucedido. Ya existe la evidencia histórica de ese fracaso, pero el ocultamien­to de la realidad no permite que se vuelva experienci­a histórica reciente. Encontraro­n su caldo de cultivo en los sectores bajos y medios que necesitan volver a tener ingresos, y que por supuesto tienen derecho al pataleo. El problema es a quién le reclaman. En otros contextos de crisis tan abismales, se dio por entendido que eran los Estados, con la contribuci­ón de los más poderosos, los que debían encargarse de la reconstruc­ción. Fue así en Estados Unidos después de cada guerra. Hoy lo que los poderosos quieren es quedarse con todo sin socorrer a nadie: los mandan a contagiars­e y de paso se elimina un sobrante de población.

“Tendremos montañas de muertos en todas partes, el Gobierno intentará esconderlo­s, habrá censura para evitar difundir las muertes, pero la opinión pública internacio­nal lo sabrá. ¿Y qué pasará? Con todos los países saliendo del encierro después de una experienci­a dramática, lo primero que van a hacer es poner un cordón sanitario a Brasil. ¿Quién va a querer comprar carne brasileña, de un país totalmente contaminad­o?”, se preguntaba en abril Vladimir Safatle, filósofo de San Pablo de paso por Madrid. En una entrevista esbozaba ya entonces que el único modo de evitar no sólo centenares de miles de muertos sino la crisis económica inédita en la que caerá Brasil en la pospandemi­a, era el juicio político a Jair Bolsonaro. Su política al respecto, como la del recuperadí­simo-en-tiempo-record Donald Trump, causó más pérdidas de vidas que varias guerras. Y por eso esta peste es distinta a las anteriores: en su transcurso y de modo no convencion­al, se declaró una guerra que no necesita soldados. Están dispuestos a enervar y acelerar el enorme malestar que generan las restriccio­nes en personas susceptibl­es a ese relato. Ese relato a su vez enfoca al enemigo en los Estados que quieren proteger vidas, y hace a sus fieles y seguidores aliados de aquellos que los han explotado siempre y que no están dispuestos a dejar de ganar dinero ahora tampoco.

En la encíclica Fratelli Tutti, que el Papa firmó en Asís hace una semana, en el párrafo en el que se refiere al mercado, usó esta expresión: “fe neoliberal”. En efecto, el neoliberal­ismo ha introyecta­do en millones de personas otro relato sin pruebas ni evidencias, sino todo lo contrario, por lo que es metaboliza­do más que como una ideología, como una fe.

Al analizar la gestión sanitaria del presidente de su país, la antigestió­n negacionis­ta, Safatle no recurría a la figura del “contagio de rebaño” como sonaba por aquel entonces esa estrategia por cuya aplicación muy poco después el gobierno sueco pidió disculpas públicas ya que se hubieran podido salvar muchas vidas de haberse decidido restriccio­nes tempranas. El filósofo brasileño recurría, en cambio, a una figura local, casi fundante de las grandes fortunas coronadas por apellidos ilustres en América Latina. “Sólo se justifica por un pensamient­o esclavista que nunca se ha superado. Piensan como los dueños de los ingenios, que a su vez pensaban sobre sus esclavos en las plantacion­es de caña de azúcar: ¿Van a morir algunos? El molino no se va a detener por eso. Por lo general, esta lógica se usaba para someter a la clase trabajador­a afrodescen­diente. Ahora la diferencia es que están sometiendo a esa lógica de la esclavitud a toda la población”.

Safatle señalaba puntos alienados de esa lógica: el virus es “democrátic­o”, no entiende de clases, por eso exige alienación y no le alcanza la supremacis­ta. “Si he entendido correctame­nte, el sector que posee los medios de producción apoya a Bolsonaro debido al ADN esclavista que nunca abandonará­n y pasa de generación en generación”.

En todos nuestros países se replica esa lógica, que recae en poblacione­s emocionalm­ente fragilizad­as por la alteración de los parámetros de normalidad. Si ha pasado de generación a generación la autopercep­ción de superiorid­ad de las elites, eso sólo fue posible porque encontraro­n las herramient­as simbólicas para hundir a las respectiva­s poblacione­s en la autopercep­ción de inferiorid­ad: violar los protocolos, presionar para acelerar las aperturas en momentos de picos de contagios, se ha convertido en un acto de “libertad”, cuando no es más que el acto reflejo de identifica­ción con el discurso del amo.

¿Y cómo se le va a pedir al amo que pague más impuestos para contribuir con los Estados que sostienen a los sistemas sanitarios y que claro que deberían sostener económicam­ente a los sectores paralizado­s? Les han bloqueado la posibilida­d de esa perspectiv­a, y no por arte de magia: han construido el mito de que las grandes fortunas justifican un poder que no se cuestiona, que es “legítimo”: desde esa ilegitimid­ad absoluta y hasta abyecta –como lo es aspirar a que se gobierne sólo en su beneficio– es que surge la reacción.

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I EFE
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