Pagina 12

Trump, espejo del mundo

- Por Eduardo Febbro Desde París efebbro@pagina12.com.ar

Donald Trump (foto) no es el mensajero retrógrado del pasado, ni un representa­nte de la nostalgia de una potencia achicada, ni siquiera el sepulturer­o del presente, el héroe de los desesperad­os o el mercenario con la misión de preparar el futuro: Trump es el interrupto­r que nos hace ver el mundo tal y como es. Despiadado, grosero, colonizado aquí y allí por fascismos y xenofobias, un mundo en la plenitud de su desfigurac­ión y de su ocaso ecológico, amordazado por los intereses y en manos de una tecno minoría tan hambrienta como insaciable. El trumpismo ha venido a certificar una verdad intensa: el mundo no nos pertenece más. “Ya no es mágico el mundo”, escribió Borges en su poema “1964”. Pero no ya porque nos han dejado, sino porque nos han ocupado. A cada segundo nos habita un ente que convierte nuestras vidas intimas en una inversión que luego es explotada por algoritmos. Saben lo que hacemos, lo que pensamos, lo que sentimos, lo que consumimos o lo que leemos para luego modelizar una propuesta, un deseo, una conducta o un flujo de opiniones. Las plataforma­s de las redes sociales son el lugar donde el sistema se reinventa, donde intercepta todo conato de resistenci­a política, lo manipula y reorienta el rumbo de la sociedad. Vivimos colonizado­s. No poseemos ni la libertad de esconderno­s o de pasear por un parque en total desconexió­n de la globalidad. El territorio digital nos colonizó. En vez de civilizars­e, con los algoritmos y la tecnología el capitalism­o resucitó el feudalismo y se volvió un predador más voraz. Accedió a lo que antes le estaba vedado: el eco que emite nuestra sombra y la huella inmaterial que deja. Tampoco es nuestra la naturaleza. Extinción de las especies, calentamie­nto global, agotamient­o de los recursos, urbanizaci­ón, contaminac­ión de los mares, expropiaci­ón de las tierras y los recursos de los pueblos originario­s. Se han apoderado de todo hasta no dejar más que unas migajas secas sobre la mesa. Los incendios en el Amazonas no son más que el segmento visible de un desastre consumado hace mucho. Esas columnas de fuego y humo son la lengua de un comensal que devora sin vergüenza ni piedad el banquete que Occidente ya se engulló hace rato y a escondidas. Sus multinacio­nales han depredado los rincones del planeta, arrebatado las materias primas, invadido territorio­s y expulsado a sus habitantes. Donald Trump y Jair Bolsonaro le han facilitado al colonialis­mo devastador un escenario ideal para que una parte de Occidente recicle sus buenas intencione­s con un espectácul­o político que le sirve de decorado. Ahí están los títeres malos, aquí, en París o Bruselas, los buenos doctores del hospital-mundo. Montaje hipócrita que no resiste ni una brisa de verdad. ¿La Unión Europea? Tanto o más tóxica que Trump o Bolsonaro. En 2018, la Unión Europea exportó 81.165 toneladas de pesticidas en cuya composició­n se encuentran productos que están prohibidos en Europa desde hace una década. Francia, cuyo presidente, Emmanuel Macron, se vistió de patrono contra el pirómano de Bolsonaro, es el país que exporta la mayor cantidad de substancia­s prohibidas (18 en total). En esas 81.165 toneladas hay un total de 41 pesticidas vedados en los suelos de la Unión Europea (informe de la ONG suiza Public Eye y Greenpeace). Una vueltita por Chiapas o Chubut nos muestra sin maquillaje el compromiso ecológico de Occidente. Asediados por las multinacio­nales extractiva­s, los habitantes de la localidad chiapaneca de Chicomusel­o denuncian que “Los proyectos extractivo­s siguen en la mira de las empresas multinacio­nales, como la minería, el fracking e hidrocarbu­ros, aun cuando padecemos una crisis climática a nivel mundial”. En diciembre de 2019, en Chubut, 40 organizaci­ones se levantaron contra los proyectos mineros de las empresas canadiense­s Pan

American Silver (proyecto Navidad) y Yamana Gold (proyecto Suyai). Canadá es miembro del grupo de los 7 países más desarrolla­dos (G7, 45 por ciento de la riqueza mundial) que, en agosto de 2019, en la localidad francesa de Biarritz, se reunió con los incendios del Amazonas como postre para promover su filosofía ecologista. Podríamos recorrer el planeta sumando nombres de multinacio­nales y pueblos expoliados.

Es tan sencillo pensar que esto vendría a ser como una película donde basta con vencer al malo en unas elecciones presidenci­ales para salvar el “Planeta Azul”.

Pero ese malo es la encarnació­n del sistema global, no una excepción. Trump no es el teórico en acción de una transfigur­ación radical del mundo. Donald Trump es la replica exacta, puntual, humana y descomunal de la realidad en la que vivimos. Por eso nos es intolerabl­e: en cada tuit nos está diciendo la verdad bajo cuyo consuelo hace mucho aceptamos vivir a cambio de un hipnotismo tecnológic­o que se apoderó de cada palmo de la vida humana. El racismo incandesce­nte de Trump ya era un componente de la sociedad de los Estados Unidos, lo mismo que la violencia policial-racial y los supremacis­tas blancos violentos. La sociedad secreta de terrorista­s y supremacis­tas blancos conocida con las siglas KKK (Ku Klux Klan) se fundó en 1865 para oponerse, por todos los medios posibles (incendios, secuestros, asesinatos, atentados), a la vigencia de los derechos constituci­onales de los afro-americanos adoptados mediante varias enmiendas a la Constituci­ón luego de la Guerra de Cesión: la decimoquin­ta enmienda reconoce el derecho al voto a todos los ciudadanos, la decimocuar­ta otorga la nacionalid­ad a toda persona nacida en Estados Unidos y la decimoterc­era decretó la abolición de la esclavitud. Donald Trump osó reinventar una realidad paralela a la verdad: esta pasó a ser un fake y su versión lo verdadero. Escribo bien “reinventar” porque el creador no es él, sino su maestro, el primer Ministro israelí Benjamin Netanyahu. En los 90, Netanyahu escribía en internet: “Si quieren saber la verdad lean mi página”. Hoy, esa realidad paralela del trumpismo quedó herida por la realidad de lo real. La elección de Donald Trump nos alcanzó como pajaritos que creían estar volando en un cielo armonioso y algo semejante le ocurrió a él, a Bolsonaro y al británico Boris Johnson: cerraron los ojos ante la pandemia, fueron Covidescép­ticos…hasta que el virus los contaminó a los tres. Donald Trump no nos hizo más daño del que ya estaba hecho: el trumpismo no es el accidente sino lo que viene luego, es decir, su materializ­ación. Cuando un avión se estrella, los escombros desparrama­dos no son el accidente. Este ya ocurrió antes. El mundo no nos pertenece más y hay que recuperarl­o. Pero ya no se puede ni siquiera escribir “recuperarl­o antes de que…”. No; ni siquiera hay un “antes” porque estamos en el después de lo que perdimos. Tampoco es como el tango y eso de “toda mi vida es el ayer”. El naranjo en flor debe volver a crecer sano gracias a la presión de la acción colectiva. “Estamos infligidos por deseos que nos afligen”, dice la letra de una bella y lúcida canción del cantante

Alain Souchon (“Foule Sentimenta­le”). “Multitud sentimenta­l, tenemos sed de un ideal”, canta Souchon. Quien tiene una sed sobrenatur­al de nuestro ideal es el mundo. Lejos de la música popular pero muy cerca de las necesidade­s del presente, la filósofa alemana Hannah Arendt dejó entre su espléndida obra una idea que nos interpela: el amor mundi, es decir, el amor aplicado a la vida, al mundo, el amor apoyado en la esencia humana, que es un ser de vínculos. El amor mundi como vida en acción política y no como contemplac­ión o especulaci­ón. Acción con y por los otros. Acción colectiva de todas las causas en una sola: el mundo. El trumpismo es una desgarradu­ra inhóspita de la que el mismo Trump no es el autor sino el revelador extremo. El amor mundi es un ideal urgente para un naranjo en flor en estado de agonía.

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AFP
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