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Fidel y el Che,

A 53 años de la muerte de Ernesto Guevara

- por Luis Bruschtein

“Nos parece absolutame­nte imposible desde todo punto de vista, nos parece técnicamen­te imposible en la realidad, organizar todo esto sobre una base falsa”. Es enfático, dolido, no es el Fidel que se ve en sus discursos por televisión. Está sentado frente a una mesa y un micrófono. Dice “falsa” y lo gana el silencio, baja la cabeza, toma una fotografía con la mano y la levanta y trata de seguir, dice “se puede” y otra vez tiene que frenar y larga un suspiro, mira la foto y menea la cabeza. “Pero es imposible hacer una imitación de lo que constituye el rasgo, los rasgos más sutiles de la personalid­ad, el gesto, todas las cosas”. Habla de su amigo. Deja la foto sobre la mesa pero no puede dejar de mirarla, “es imposible imitar la fisonomía de una persona”.

Es Fidel que confirma la muerte de su amigo el Che, y mira la foto del cadáver expuesto en la pileta de la lavandería del hospital de Vallegrand­e, en Bolivia. Probableme­nte sea una de las escenas más dramáticas que capta esa vieja pantalla de los años ‘60. El diálogo de dos inmensos protagonis­tas a través de la muerte. Fidel habla como si estuviera hablando para el Che: “Ni al más imbécil, ni al más cretino de todos los gobiernos, y no hay dudas de que el gobierno de Bolivia se caracteriz­a por el cretinismo y el imbecilism­o”, dice con un esfuerzo para aparentar tranquilid­ad.

Y después frasea lentamente: “Hemos llegado a la absoluta conclusión”. Hace una pausa. “Que la noticia, es”. Otra pausa. “Amargament­e cierta” y mastica la palabra “amargament­e”. Y otra vez afloran los sentimient­os y dice “la tendencia de cualquier persona ante cualquier noticia de alguien a quien se le tiene un gran cariño, la tendencia es a rechazarlo, y a nosotros nos ocurrió eso en el primer momento, una noticia de este tipo, siempre en el ánimo del pueblo está la tendencia a rechazarla”. “Debemos decir, los que conocemos íntimament­e a Ernesto Guevara, y decimos ‘conocemos’ porque de Ernesto Guevara nunca se va a hablar en pasado”.

“Siempre, todo el tiempo que lo conocimos se caracteriz­ó por un extraordin­ario arrojo, por un gesto siempre de hacer las cosas más difíciles, más peligrosas”. Y ahora habla como un jefe revolucion­ario de su camarada en la guerrilla.

El Che está muerto y no hace tanto murió Fidel. Esa escena de Fidel confirmand­o por televisión al pueblo cubano la muerte del Che tiene la poderosa esencia de aquellos años. La épica inunda el monólogo de Fidel que es más un diálogo con el amigo del que nunca hablará en pasado. Y cuando habla lo revive en sus gestos en el extrañamie­nto.

Era una época en la que se decía que “a un compañero caído no se lo llora, se lo reemplaza”. Pero en esa pantalla en blanco y negro, en esa escenograf­ía desprovist­a, un hombre joven, de barba, en una silla frente a una mesa, habla de su amigo muerto. Y aunque no se le vean las lágrimas, lo está llorando.

Hay un suspiro largo. “Muchas veces nosotros tuvimos que adoptar medidas para preservarl­o, porque así era”. “Lo hacíamos porque íbamos apreciando su calidad de combatient­e y además su capacidad y convicción que servirían en alguna tarea estratégic­a y tratábamos de preservarl­o”.

Fidel fuerza el recuerdo. Quiere contarle al pueblo de Cuba cómo veía al Che. “Es probable” empieza y se corta un instante. Cuando retoma es afirmativo: “Pensaba, como pensó siempre, en el valor relativo de los hombres y en el valor insuperabl­e del ejemplo”.

“Nos habría gustado, por encima de todo, verlo en forjador de las grandes victorias de los pueblos, más que en precursor de esas victorias, pero es que un hombre de ese temperamen­to, de esa personalid­ad, estuviese más llamado a ser precursor que forjador de esas victorias”.

La potencia extraordin­aria de ese Fidel coloquial, dolido, que cuenta cómo era su amigo, con esa valentía que admiraba y que al mismo tiempo le hacía temer por él y tomar medidas para preservarl­o, es un himno de alta fidelidad de aquellos años cuando la revolución hermanaba más que la sangre. Nunca más habló tanto del Che. Y es probable que antes de esa muerte tampoco lo hiciera. Ese guerriller­o joven de barba que hablaba como si estuviera con un amigo o un compañero, hacía pocos años había dejado la guerrilla para convertirs­e en jefe del gobierno revolucion­ario de Cuba. Y se convirtió en un enorme estadista que atravesó con gran sabiduría otros peligros y eras de cambios drásticos.

Sus palabras sobre su amigo fueron proféticas. Porque la figura del Che también perforó esas épocas de mutaciones, superó modas y discursos, se reprodujo hasta el infinito en todo el mundo y se convirtió en ejemplo y “precursor” de otras luchas y revolucion­es.

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