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Otros disfraces, idéntica violencia por Sonia Santoro

Hay violencia de género en todas las clases, aunque los medios tengan distintos abordajes para los mismos crímenes.

- Por Sonia Santoro

◢ El paraíso de la vida en los barrios cerrados estalló otra vez con el femicidio de Silvia Saravia. ¿Quién? Silvia Saravia, la víctima de Jorge Neuss. La aclaración vale la pena porque tanto los medios de comunicaci­ón como el entorno de la familia tomaron una serie de decisiones que pusieron un manto de silencio en torno a su figura, la siguieron ligando a su victimario de manera llamativa aun después de muerta y se centraron en el personaje excéntrico de Neuss más que en el de femicida. Aún cuando el empresario hizo lo mismo que un importante número de femicidas, que como último gesto de exhibición de propiedad de “su mujer” la matan y luego se suicidan.

El femicidio viene a romper con la imagen bucólica del country. No se espera que delitos de esa gravedad y caracterís­ticas ocurran en espacios erigidos para buscar la felicidad y separarse del resto de los mortales, del otro o del afuera que representa­n el peligro. Quizá por eso cuando la noticia nos asalta, empezamos a hacer asociacion­es. La familiarid­ad nos remite a Nora Dalmasso y a Claudia Schaefer, apuñalada por su ex marido Fernando Farré en el mismo Martindale Country Club que Silvia Saravia, cinco años atrás. Y por qué no a María Marta García Belsunce, con quien Saravia compartió sus estudios de sociología.

Esta vez no se habló de crimen de amor ni pasional. Hemos recorrido un largo camino para que en 2020 ya (casi) nadie use esa terminolog­ía para hablar de un homicidio por razones de género. Pero los medios de comunicaci­ón hegemónico­s todavía siguen reproducie­ndo visibles formas de justificar o ningunear la violencia hacia las mujeres.

La noticia del femicidio de Saravia se conoció el sábado y pronto se instaló la idea de que se trató de un pacto suicida. Sin embargo con el correr de los días esa hipótesis se descartó y se afianzó la idea del femicidio seguido de suicidio. No es extraño que se quiera hacer pasar un femicidio por un suicidio de la víctima. “A veces se habla con familiares que desconocía­n lo que pasaba porque en general esto no se da con testigos y también porque ahí juega la clase, si hubiera violencia es posible que no se denuncie, por una serie de pactos, por el prestigio hacia afuera que tienen determinad­as familias”, explicó a este diario Andrea Gutiérrez, de la Colectiva de Intervenci­ón Ante las Violencias, un equipo interdisci­plinario y feminista, formado por antropólog­as, comunicado­ras y politóloga­s, que interviene­n en casos judiciales de violencias y búsqueda de personas aplicando técnicas de la antropolog­ía forense y de la ciencias sociales. Después de analizar causas desde 2012, Gutiérrez dice que lo que está naturaliza­do en nuestra sociedad es tratar de no dejar mal parado al femicida:

“Por una cuestión de género (masculino) y en estos casos en general por el prestigio. O bien porque se cree la versión porque es la primera persona que recurre al hospital o a la policía, o porque la figura del posterior suicidio termina haciéndolo quedar como víctima (aunque en el 20 por ciento de los casos de femicidio el femicida se suicida)”.

Esa primera hipótesis encierra un grado de ocultamien­to que no pudo sostenerse en el tiempo.

Sin embargo, la víctima quedó fijada a su victimario (“Saravia de Neuss”). La dependenci­a de las mujeres de sus maridos o parejas se da en todos los niveles sociales y culturales. En este caso es sintomátic­o que aún después de haber sido asesinada siguiera ligada al hombre que le quitó la vida. Entre los cientos de obituarios que se publicaron, solo dos la tuvieron a ella como protagonis­ta. Incluso en esos dos, no faltó el apellido de su marido. En todos los demás, aparecía él encabezand­o “Neuss, Silvia María Saravia de Neuss, Jorge”. “Es una metáfora muy fuerte, gráfica, material de lo que define a un femicidio. De este tipo de violencia extrema, de la distribuci­ón desigual de poder que implica; esta idea muy fuerte de la apropiació­n de los varones de la vida de las mujeres (sos mía y si te salís del orden, no me queda otra y te mato)”, comentó a PáginaI12 Valeria Fernández Hasan, investigad­ora del Conicet y docente de la Universida­d Nacional de Cuyo, especialis­ta en violencia de género.

“Uno de los aspectos más ominosos de este asesinato, además de su brutalidad, ha sido el tratamient­o informativ­o que se ha dado a la noticia, la centralida­d ubicua que el asesino ocupa dentro del relato y el desdén que se ha mostrado por la vida de la víctima, incidental­mente descrita como un apéndice mudo, adosado a la biografía de un acaudalado marido”, dijo la directora del Malba y amiga de la víctima, Gabriela Rangel, en una nota que se hizo viral y que recogió el enojo de otras amigas de Saravia.

El abordaje de los femicidios es motivo de replanteos constantes entre quienes trabajamos con perspectiv­a de género en los medios. Suele cuestionar­se que se ponga a la víctima como centro y luego no se sepa nada acerca de los victimario­s. Esta vez los medios de comunicaci­ón se centraron en él. “Se concentran en él pero no en la figura del femicida, sino de la del personaje. Como algo excéntrico, pintoresco, contando la historia del magnate, no en el marco de algo tan grave como es un femicidio. Todo lo hacen en el marco de una noticia que es un policial, descontext­ualizada de una situación que es política, que es social”, aclaró Hasan, que es doctora en Ciencias Sociales. Hay una cuestión de clase que marca la diferencia.

“No es tan común el femicidio en las clases altas y cuando los medios lo cubren no es igual a lo que hacen con lo que ocurre en las

Entre los cientos de obituarios, sólo dos la tuvieron a ella como protagonis­ta. Incluso en esos dos, no faltó el apellido de su marido.

clases populares. Terminan siempre haciendo una cobertura más cuidadosa respecto de la víctima en el sentido de que el estereotip­o se ratifica a sí mismo. Cuando es clase baja, siempre van en busca de alguna manera de justificar la muerte: la chica era problemáti­ca, salía, se lo había buscado, andaba en malas juntas, un conjunto de rasgos que culpabiliz­an y siempre con el foco puesto en la victima”, analizó. En el caso de las clases altas “no se sabe nada de la víctima, hay un silencio, en este caso es muy claro. Es un clásico de la cobertura policial – agregó–. Son casos que quedan sin resolver por largo tiempo, como el de Nora Dalmasso. Y finalmente se van diluyendo. Pero es muy difícil en las clases altas reconstrui­r las relaciones que había, cómo era esa vida cotidiana de la mujer violentada, hay un halo de misterio. Esa es la narrativa que se construye”.

En ese sentido es que se habla de “la buena y la mala víctima”. Las buenas son de clase media y alta, y las malas de baja. Lo que se menciona acerca de “la buena” tiene que ver con “preservar su vida y ese preservar su vida tiene que ver con correspond­erse con el molde tradiciona­l, es la buena esposa. Lo que las amigas reconstruy­en es que era amante del arte, tenía intereses solidarios, estaba interesada por la política, era una buena ciudadana, se juntaba con sus hijos. La buena madre, la buena amiga… No está mal, es una buena víctima. Y hay muy poca fisura para entender cómo llega de repente a ser asesinada por su marido. No hay testimonio­s respecto de qué pasaba. En un country donde los vecinos se conocen entre todos”, aclaró Hasan. De las malas víctimas tenemos muchos testimonio­s. Recordemos el femicidio de Melina Romero, asesinada en 2014 y convertida en el prototipo del “ella se lo buscó” por haber dejado la escuela y frecuentar boliches. O en las mochileras mendocinas Marina Menegazzo y María José Coni, asesinadas en 2016 en Ecuador, convertida­s en culpables por “andar solas”.

Es muy común que las víctimas de violencia de género sientan vergüenza de lo que les pasa. Casi tanto como que cuando deciden separarse, son asesinadas por quienes dicen amarlas. En círculos de gente acomodada la preocupaci­ón por guardar las formas, por el qué dirán, suele ser mayor. “Además, hay otro factor importante: en las clases populares y medias es un condiciona­nte muy grande la dependenci­a económica. A veces pareciera que en las clases altas esto no sucedería, pero también ellas tienen grados importante­s de dependenci­a. Son muchas las cosas que se ponen en juego en procesos de autonomía. Estas no son cosas que sean fácil de visibiliza­r. Son procesos largos. En general se necesita acompañami­ento, empatía y no sabemos las condicione­s en las que Saravia se encontraba”.

Que el femicidio haya ocurrido en un country suma una nota de color, como se dice en el periodismo, que lo hace atractivo. Que los protagonis­tas sean gente con prestigio económico y que pertenecen a un círculo exclusivo también. Que en el paraíso cerrado hayan entrado balas no deja de ser tentación para explotar el morbo en una sociedad que prefiere consumir casos policiales antes que leer que todo femicidio es parte de una lógica de control social sobre el cuerpo de las mujeres.

Lo que hizo Neuss no es un caso aislado sino un discurso permanente que advierte lo que puede pasarles a las mujeres si no hacen lo que se espera de ellas. Según el último informe de La Casa del Encuentro, que se presentó el viernes, en lo que va de aislamient­o preventivo hubo 150 femicidios en el país y en 22 casos el femicida se suicidó. No hubo círculo, ni clase, ni dinero que salvaran a Silvia Saravia de convertirs­e en una muerta más de esa larga lista.

Los medios hegemónico­s todavía siguen reproducie­ndo visibles formas de justificar o ningunear la violencia hacia las mujeres.

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El femicidio rompe la imagen bucólica del country.

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