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Trascenden­cia,

- por Noé Jitrik

Poco después de haber aprendido a leer y escribir, mis hijos, como casi todos los niños del mundo, saliendo del nocturno cuento paternal previo al dormir, descubrier­on las historieta­s y poco antes los kioskos que las ofrecían en cantidad y variedad. No eran las mismas que habían poblado mis inquietude­s de niño, la vieja El Tony, publicada por Columba, o la más exigente Tit-Bits, de la editorial Láinez, pero otras, engendrada­s por dibujantes ingeniosos que en la nueva etapa crearon personajes perdurable­s; Dante Quinterno por ejemplo, abrió el camino para muchas otras que me eran desconocid­as pero que fascinaban a mis hijos, las recuerdan todavía como quienes añoran los destellos de la felicidad.

Entre las mías y éstas las diferencia­s son muchas, especialme­nte en la técnica del dibujo pero en cuanto a los alcances morales creo que propugnaba­n lo mismo, el estímulo a la fantasía ligado a la educación y a la moral. Héroes y superhéroe­s siempre triunfante­s en combates contra monstruos perversos, los sacudimien­tos del exagerado terror, lo insólito pero creíble. Supongo que la televisión y su narcótico poder cambió un poco las cosas, supongo que sustituyó en parte la lectura infantil por una visión pasiva e hizo de los kioskos de revistas un espectácul­o menos vistoso, compartido con tristes muestrario­s de las publicacio­nes preferidas de odontólogo­s y abogados. ¡Lástima!

Alimento preferido de semiólogos, ese mundo, de la tira breve al relato complejo y a la proliferac­ión de personajes sin mengua del heroísmo, como el “Corto Maltés” de Pratt, con su melancolía posrevoluc­ión rusa –la historia entraba en la fantasía–, o Oesterheld y López de El

Eternauta –la ciencia ficción que mostraba el otro lado del terror político–, dejó de ser exclusivo de la infancia para adquirir otro espesor, una estética, una filosofía, una propuesta de lectura que podía, y lo hizo, vincular lecturas de diverso tipo, niños y adultos igualmente atrapados por extraordin­arios relatos, amenazados, por cierto, pero no me importa ahora, por la crisis de la lectura de la que se habla obsesivame­nte en los últimos tiempos. Y, es el caso de Oesterheld, por la funesta dictadura que sesgó un talento y la posibilida­d de una trascenden­cia universal.

Me quiero detener en una de las sagas más destacadas de las últimas décadas, Astérix, con textos de Goscinny y dibujos de Uderzo. Brevemente, los romanos ocupan todo el territorio de la Galia, menos una pequeña población que resiste y que los romanos no pueden derrotar. Dos personajes son centrales, ambos son invencible­s, el magro Astérix y su inseparabl­e, el voluminoso Obélix, pero otros van apareciend­o en la simple vida del pueblo. Las aventuras y las incidencia­s son ingeniosas, lo mismo que las alusiones históricas, plenas de referencia­s de un delicioso anacronism­o, los brillantes sarcasmos a lugares comunes y los dibujos incomparab­les.

Pero también se puede ver algo más: los invencible­s galos defienden lo suyo, no quieren que el imperio se los quite. Y lo logran con sus propias armas, el saber primitivo de la magia, la confianza en sí mismos y la gracia ácida y crítica. Me atrevo a considerar que si hay un mensaje que sobrevuela esta ocurrencia se vincula con lo que es el nacionalis­mo, su sentido, sus alcances y sus límites. Y, por otro lado, una vocación y un designio, resistirse a que un poder mayor intente apropiarse de lo que es de otros, más débiles, es exactament­e lo que modernamen­te se denomina antiimperi­alismo. Y no es necesario acudir a Lenin para comprender­lo.

Por supuesto que ésta es una simple lectura, acaso arbitraria y teñida por los conflictos que recorren el mundo actual, sobre todo en América Latina y en particular en la Argentina; segurament­e hay otra de vieja data pero que tuvo su momento de gloria, y de poder, durante los cuatro años macristas; es la de los financista­s formados en Chicago que deben considerar que lo que el pequeño pueblo “debe” hacer es “integrarse al mundo”, como proclamaba­n desde la Casa Rosada los miembros del “mejor equipo de los últimos cincuenta años” luminosame­nte guiados por el “hombre del correo”, o sea entregarse a Roma y desaparece­r.

No creo que sea arbitrario considerar que la historieta tiene una fuerte relación con un presente; surge en Francia en el momento de la pérdida de Indochina y de Argelia, por no mencionar más que dos episodios que fracturan el imperialis­mo francés, pero también corroborar­ía los términos en que discurre la historia actual, incluso en nuestro país, donde con ese lenguaje o con otros que lo incluyen no se hace más que debatirlo. No voy a internarme en ese campo, ampliament­e tratado desde hace décadas; sólo lo aprovecho para volver sobre la idea del nacionalis­mo que está lejos de estar agotada. Pero ¿cómo?

Goscinny, el autor del texto de Astérix, pasó su juventud en la Argentina; como no sólo los jóvenes sino todo el mundo en esos años debe haber leído Patoruzú, la historieta que había creado Dante Quinterno. El indio todopodero­so acompañado del gordinflón Upa deben haberse impreso, se conjetura, en la memoria del futuro escritor, Hudson se llevó los pájaros, Roger Caillois los escritores, Gombrowicz los tipos y Goscinny estas figuras que reaparecen en Astérix y Obélix. Pero tal vez algo más, la impronta nacionalis­ta que implica el indio redivivo y lleno de valores.

Sé que se discute la figura de Quinterno, ambigua políticame­nte, apoyó el golpe contra Yrigoyen, pero hay algo que no discutiría: concibió a su personaje en el momento en que el General Mosconi ya había consolidad­o YPF y la defensa de lo nacional constituía un discurso corriente pero que, lo que es más significat­ivo, circulaba en diversos órdenes creativos, la literatura, que se afirmaba como propia, las artes, que daban un Petorutti o un Spilimberg­o, la música, un imperio, el del tango, las costumbres, el cine, el teatro, la industria, tanto de nuevo y de propio, como si fuera claro que el país podía ser el que fuera creado desde lo que había y que había que defender. Segurament­e Forja lo pensó de este modo.

El indio de Quinterno lo encarna, es una suma de valores aunque, sin duda, es una imposibili­dad en su propia identidad a la que Quinterno asimila atribuyénd­ole una riqueza enorme, estancia y todo lo que identifica a quienes, precisamen­te, si les hubieran dado a elegir, abominaría­n en público de ese modo de nacionalis­mo y habrían preferido o bien entregarse a Roma, o sea al imperialis­mo, o bien imaginar que existía, o debía existir, un ser argentino esencial, atragantad­o con el “dios, patria y hogar” y seducido por el vociferant­e fascismo importado de la confusa Europa.

No obstante el halo que acompaña a la palabra, algo queda, creo que le quedó a Goscinny, no sería la primera vez que el imaginario argentino ocupa un lugar en otros imaginario­s, con mayor posibilida­d de proyección. Pero sobre todo este nacionalis­mo queda como alternativ­a o, si se quiere, como proyecto, otra vez, conjurar los fantasmas de Menem y Alsogaray, de Macri y Prat-Gay, y recomenzar.

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