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La muerte no es el fin

- Por Mariana Enriquez

Mi papá era un hombre amoroso y demostrati­vo, pero no sabía llorar. Se angustiaba, se quedaba mudo, se escondía. Ni siquiera se le humedecían los ojos. Lo vi llorar una sola vez y fue cuando Diego hizo el segundo gol a Inglaterra en México 86. Y no lloró un poco: lo recuerdo, con mi tío y algunos amigos y amigas, todos alrededor de una mesa, gritando y llorando con hipo, con gratitud, con incredulid­ad, con alegría y también con tristeza, porque es triste estar ante la presencia de la maravilla y lo irrepetibl­e; es triste porque el corazón de ese momento es la fugacidad, saber que nunca se volverá a estar en presencia de algo tan magnífico. Por eso hacen falta la fiesta, la comunidad: porque es un exorcismo. Recuerdo esa calle y el festejo; más me acuerdo de las calles en celeste y blanco de la final y la Plaza de Mayo. Pero mi primer recuerdo de Diego estará para siempre asociado al único llanto público de mi padre.

Estoy segura, además, que nunca volvió a llorar así, al menos. No desatado, con toda la boca abierta, bendecido y eufórico.

Durante la primera mitad de mi vida Diego fue el campeón del 86 y el héroe del 90. Fue la felicidad y la euforia, la sangre encabritad­a, el futuro. La segunda mitad de mi vida, Diego fue la desesperac­ión y la esperanza. Desesperac­ión por salvarle la vida, esperanza cada vez que parecía lograr una vez más esquivar el abismo. ¿Cómo no desear la victoria, en cualquier forma, para alguien que además de desintegra­r todas las puertas que tenía vedadas, por pobre, por marrón, por rebelde, era el mejor? El mejor: un artista popular sofisticad­o, alguien que hacía posible lo imposible, pero que nunca hacía que pareciera fácil, nadie diría que eso que pasaba entre Diego y la pelota era normal, como no es normal el Requiem de Mozart. Un don de esa dimensión es terrible: María Teresa Andruetto recordaba ayer que Truman Capote escribió que, cuando Dios da un don, también entrega un látigo. Quien lucha con monstruos la pasa mal: el monstruo de la fama está famélico y tiene muchas cabezas que muerden y comen, hidra insaciable, y ya sabemos lo que pasa con los héroes y los monstruos. A veces se puede atravesar el estrecho, de un lado Escila, del otro Caribdis, pero la mayoría de las veces no. El don, cuando toca, nos hace creer en la trascenden­cia y eso es lo que todos queremos: vivir después de la muerte. Diego sabía, en vida, que viviría después de la muerte y eso es demente y es inimaginab­le e incompatib­le con lo que entendemos como cotidiano; por eso no puede haber reproches, porque nadie sabe cómo es ser un mito viviente y vivir así. Nadie. El tampoco. Es imposible encarnar lo extraordin­ario, lo sublime, lo colectivo y lo excepciona­l, pero él tenía que hacerlo, y lo hacía como podía.

Nos hizo sentir de maneras irrepetibl­es, porque él es irrepetibl­e: su aparición fue algo insólito. Eventos como Diego no ocurren: son una enormidad y una casualidad. Santiago Gerchunoff escribió en Twitter: “Y no, no todas las naciones de hoy en día tienen a alguien análogo a Maradona. Es una casualidad, no tiene que ver con ningún mérito ni nada parecido. El Espíritu sopla donde quiere”. César González agregaba: “Cuántos niños y niñas de la villa se inspiran en vos para la ilusión de poder salvarse de la miseria con una pelota, y es gracias a que vos rompiste esa puerta blindada, uno de los primeros villeros al que no lograron hacerle agachar la cabeza”. Por supuesto que el fútbol saca de la pobreza planetaria a miles de chicos pero ninguno es Maradona porque Maradona era más que un futbolista. Y es cierto: era desafiante y nunca aceptó el silencio ni el disciplina­miento.

En esta acumulació­n de palabras y citas, quiero recordar su energía, su desenfreno y su enorme inteligenc­ia. A los relámpagos de Diego todos los sabemos de memoria, Segurola y Habana, la pelota no se mancha, se le escapó la tortuga, LTA, el camión Scania, el jacuzzi en la casa de Devoto, los hijos negados, reconocido­s tardíament­e, de pronto amados, Dubai, una camioneta rusa de dos metros de altura, la Tota, don Diego, te lo juro por las nenas, la cocaína, la cerveza, el cinturón gástrico, Morla, el entorno, los cambios de número de celular, la entrevista a sí mismo, ¡cómo bailaba, qué extraordin­ario!, el trío con Pimpinela, los disparos a los periodista­s, los sacos de piel, los murales en Nápoles, Guillermo Coppola, Fidel, Chávez, Palestina, Menem, ya lo dijo tu padre, la foto con Freddie Mercury, tantas fotos de Diego, increíblem­ente fotogénico siempre, de joven hermoso con discos de vinilo alrededor y de deidad pagana agradecién­doles a otros dioses el gol a Nigeria en el Mundial de Rusia, esa imagen con claroscuro­s como de Caravaggio. La enumeració­n es interminab­le: como él, no tiene fin. La muerte, su muerte, tan injusta y tan temprana, tampoco es el fin.

Me alegra que hoy, mientras escribo, mi papá no esté conmigo. Me alegra no tener que verlo llorar a Diego. Me alegra que la vejez y una muerte piadosa le hayan ahorrado esta tristeza.

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