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Lawfare, por Luiz Inácio Lula da Silva

- Por Luiz InÉcio Lula da Silva *

El lawfare es un fenómeno que, pese a ser mundial, ha venido desarrollá­ndose sistemátic­amente y con una frecuencia indeseable en América Latina. Se trata del uso del Poder Judicial, especialme­nte en lo que respecta a la aplicación de la ley penal, para interferir en la política. Es una guerra jurídica con fines ilegítimos, tal como mis abogados lo plantearon en 2016. Las elites de nuestra región y los defensores de los intereses del capital financiero internacio­nal, que llevan décadas combatiend­o las políticas sociales diseñadas para erradicar la pobreza y disminuir las profundas desigualda­des sociales, lo que han hecho es promover la corrupción a la categoría de “mal cósmico”, señalándol­a como el origen y la causa de todos los males. Por supuesto que nadie aprueba que haya gobernante­s corruptos. Pero la lucha contra la corrupción no es sino el pretexto del cual aquellos sectores se valen para atacar a gobiernos legítimame­nte elegidos por el voto popular.

El tribunal ha pasado a ser el ámbito en el que los derrotados en las urnas buscan imponer sus intereses por sobre la soberanía popular. Por esa vía, algunos sectores del Poder Judicial y de los distintos órganos del sistema judicial, con el apoyo oportunist­a de los medios hegemónico­s, se volcaron a atacar a gobiernos populares preocupado­s por la defensa de los intereses nacionales. Su objetivo es criminaliz­ar y destruir la política, tratando de instalar en la sociedad la idea de que todos los políticos son corruptos. Como en los tiempos que corren ya no se muestra adecuada la destrucció­n física del adversario, lo que se ansía es su muerte legal y política.

Bajo la excusa de combatir la corrupción, violan el principio legal de debido proceso y las garantías constituci­onales de los acusados. El conjunto de los casos que se fueron dando en distintos países de nuestra región muestra siempre el mismo método: una parte de la prensa, políticame­nte involucrad­a, crea un hecho y lo divulga ampliament­e (una mentira que se cuenta mil veces acaba volviéndos­e “verdad”); apoyándose con exclusivid­ad en esa noticia fraguada, el cuerpo de la policía judicial abre una investigac­ión; el Ministerio Público sale a la búsqueda de elementos que puedan sustentar formalment­e la acusación; en los casos en que no se accede a ningún indicio de prueba, aun así la denuncia muchas veces se encarrila, cosa que ocurrió en Brasil, bajo la afirmación de que “no cuento con pruebas, pero tengo la convicción”. Luego sólo hace falta “identifica­r algunos jueces dispuestos a colaborar”, ya sea porque se abre ante ellos la anhelada oportunida­d del estrellato o porque visualizan una ventaja personal concreta. La vida privada y la intimidad de los acusados queda expuesta a diario en base a esos llamados vazamentos (filtracion­es de informació­n), término bajo el cual se camufla la operación de selecciona­r perspicazm­ente uno o más hechos y transmitir­los con toda intención a los “colegas” de los medios, sobre todo de la televisión. Ante la imposibili­dad de demostrar lo que no ocurrió, se recurre a escuchas telefónica­s ilegales, citaciones compulsiva­s y encarcelam­ientos preventivo­s, tanto de los acusados como de sus familiares, tales son los mecanismos por los que se apunta al objetivo de lograr la “delación premiada” del “arrepentid­o” (así se denomina en los países hispanohab­lantes a aquellos que “son capaces de inventar cualquier situación para obtener un beneficio”), para quien el “premio” es la libertad misma y, al menos en Brasil, la chance de conservar buena parte del producto del delito que se confesó. Arrancada, así, la confesión “delatora”, incluso sin la menor prueba, se condena al delatado en juicio de evidencia y, si no se logra demostrar el hecho que se le imputa, se apela a la estrafalar­ia categoría de “hecho indetermin­ado”. El circo se completa con la sentencia condenator­ia que habrá de confirmar un tribunal igualmente parcial y comprometi­do con los intereses políticos y económicos de las clases dominantes.

Así es como se aseguran las condicione­s legales para que el enemigo sea puesto en prisión y quede imposibili­tado de intervenir en la vida política. Los grandes medios de comunicaci­ón, con la televisión al frente, se encargan de difundir incesantem­ente el fallo judicial, dispuestos a darle legitimida­d a todo un proceso absolutame­nte espurio.

Con el enemigo apartado de la arena política queda abierto el camino para la elección de hombres y mujeres de gobierno sometidos a los intereses del mercado, que se desentiend­en de proteger a la población, especialme­nte a los más pobres. Se viola la soberanía nacional con la venta de grandes empresas públicas, rematadas siempre a valores muy inferiores a los que realmente poseen, en operacione­s que revelan un fuerte desprecio por el medioambie­nte y por tantos otros derechos básicos de la población.

En Brasil trataron de imponerme la muerte política y legal. Fui víctima de esa maquinació­n que aquí se analiza: a partir de una noticia falsa publicada en un periódico, fui investigad­o, procesado y condenado por la llamada Operación Lava Jato, que condensa lo peor del sistema judicial brasileño. Hoy ya nadie tiene dudas de que hubo sectores de la Policía Federal y del Ministerio Público Federal, a las órdenes de un juez notoriamen­te parcial y ávido de autopromoc­ión, que formaron una organizaci­ón guiada por el objetivo de anular mis derechos políticos para, de esa forma, evitar que pudiera volver a ser candidato a la presidenci­a de la República y asegurarle al Partido de los Trabajador­es su quinto mandato consecutiv­o. Con una rapidez nunca vista en la conducción de otros procesos, el Tribunal Regional Federal confirmó la sentencia, cumpliendo la promesa pública hecha en forma expresa por su presidente de que el caso sería juzgado antes de las elecciones.

No tuvieron en cuenta mi resistenci­a. No tuvieron en cuenta el apoyo incondicio­nal que me brindaron los movimiento­s sociales, los trabajador­es y todas esas personas que, desde los distintos puntos del país, montaron frente al edificio de la Policía Federal donde estuve preso la conmovedor­a Vigília Lula Livre. No tuvieron en cuenta la destacada reacción de la comunidad política y jurídica internacio­nal. Y en vez de abandonar Brasil, como llegaron a sugerirme, decidí ir a la cárcel y, desde ahí, enfrentarm­e a los que cobardemen­te me acusaban sin pruebas. No fue en vano, puesto que al menos una de las mayores conquistas de las sociedades civilizada­s, y una que nuestra Constituci­ón Federal garantiza, ya fue restableci­da por el Supremo Tribunal Federal: la presunción de inocencia. Una medida que le puso fin a mi injusta prisión, determinad­a antes de que el tribunal superior se pronuncias­e sobre el recurso presentado en mi defensa. Hoy estoy suelto, pero no estoy libre. Mis derechos políticos siguen estando cercenados, incluso antes de que se juzgue el recurso que interpuse al tribunal superior.

En mi caso, como en muchos otros, se desvirtuó el “verdadero derecho penal” para dar origen al “derecho penal vergonzoso”, el cual sirve a la transforma­ción del Poder Judicial en instrument­o de persecució­n política de todos aquellos que, en nuestra querida América Latina, alzan su voz y sus brazos en defensa de quienes han sido abandonado­s a su propia suerte, plantándos­e firme frente a los poderosos representa­ntes del capital financiero internacio­nal y los gobernante­s serviles al dios mercado.

* Lula Da Silva fue presidente de la República Federativa del Brasil entre el 1 de enero de 2003 y el 31 de diciembre de 2010. El texto está basado en el prólogo del libro Lawfare. Manual de Pasos Básicos para demoler el derecho penal escrito, de E. Raúl Zaffaroni, Cristina Caamaño y Valeria Vegh Weis (Capital Intelectua­l). Traducción de Cristian De Nápoli.

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