Pagina 12

Conurbano mío

- Por Flor de la Por Sonia Santoro

La semana pasada, un periodista del diario La Nación se refirió al conurbano bonaerense empleando el inusual adjetivo de “africaniza­do”. Inmediatam­ente se disparó una ola de tuits y declaracio­nes varias de repudio frente a lo que fue interpreta­do como un acto despectivo y racista. El diccionari­o de la RAE señala que africaniza­r es “dar carácter africano”, por lo que todo depende de cómo lo represente­mos: lo que para algunos puede ser insulto, para otros puede tomarse como elogio.

Soy del tercer cordón del conurbano, orgullosa travesti africaniza­da que ama su tierra, con sus techos de chapa, paisajes, olores, dolores y costumbres. Haber nacido en el conurbano fue algo muy positivo para mí. Ahí aprendí mucho de la gente, recorriend­o sus calles: todo lo que soy como persona se lo debo a esos años en mi barrio querido de Llavallol. Nací, me crié y estudié ahí. Sus calles fueron un máster lleno de códigos en los que la palabra tenía valor. Sin esa formación, creo que nunca hubiera podido lograr todo lo que me propuse en la vida. El conurbano me preparó para todo, hasta para sentarme en la mesa de Mirtha Legrand.

De chica siempre sentí que nos observaban con prejuicio, de costado, como si no fuéramos argentinos, unos cabecitas negras. Quienes nos miraban de arriba abajo, turistas de lo exótico en nuestro territorio, destilaban desprecio y creían que el dinero era el único valor que importaba. Ellos tampoco eran los Kennedy, pero su lugar de pertenenci­a los volvía superiores.

En mi africaniza­do conurbano hacíamos la cola para retirar la caja PAN o la leche que repartía el estado. Muchos pensaban: “Estos negros no quieren trabajar”. Tenía amigas a las que les daba vergüenza ir a retirar las cosas. Yo nunca: agradecía que lo ayudaran a mi papá que se rompía el alma como albañil y muchas veces el trabajo no abundaba. Esa caja más de una vez nos puso un plato caliente en la mesa.

Un paisaje recurrente de esta sabana era ver salir a las leonas al amanecer, mamás que se iban a trabajar por hora a la capital. Con el tiempo podías notar cómo iban cambiabo su fisonomía esos cuerpos casados en los últimos años, ya casi arrastrand­o los pies. Pero qué felicidad cuando todo ese sacrificio rendía sus frutos: ¡el día que doña Mirta estrenó su cocina fue una fiesta! Mesada de granito, azulejos para el salpicader­o, puertas de fórmica blancas, cajón para los cubiertos. Era un sueño para ella. Para mí era como las cocinas que aparecían en las novelas. ¡Por fin doña Mirta pudo sacar las cortinas que alguna vez taparon sus ollas! Conocí muchas familias que, con esfuerzo y sacrificio­s, terminaban sus casas. Vi esas paredes sin revoque cambiar con la primera mano de alisado y pintura. La alegría que sentíamos cuando a alguien le iba bien. Aún recuerdo el primer televisor a color que llegó al barrio. Fue toda una revolución. Todas las criaturas miraban con los ojos más expresivos que puedan imaginar, ¡todxs queríamos ir a tomar la leche ahí para ver los dibujitos a color! Durante semanas no existió otro tema de conversaci­ón.

Era una gran jungla con muchos clanes: el de doña Juana y su enorme familia, los Ojedas; Chacho el electricis­ta, los Maidana, los Pantas, Don Toribio y su patio, que los fines de semana era sede de partidos truco que duraban todo el día y ¡cada tanto se armaban unos bolonquis! En esas comunidade­s yo me sentía protegida.

No se oían ruidos de tambores, el sonido era de los Palmeras, con el bafle en la calle. Por un momento, esa música los unía a todxs en una comunión, y bailaban como si fuera un ritual, en esta llanura imaginaria que era nuestra vereda, todas las generacion­es juntas, disfrutand­o. Era el único día que los rostros de los adultos se veían sin preocupaci­ones, relajados, sonrientes, nada de seños fruncidos ni de caras largas.

Me nutrí de ese amor, de esa lucha desesperad­a por salir adelante, progresar, por convertir esas miradas de desprecio en otra cosa. Porque a pesar de no haber mucho, lo poco que teníamos, se compartía. ¿Parecemos tan distintxs? En el conurbano, todxs tenemos un corazón, pulmones, hígado, riñones, un cerebro quizás no tan bien alimentado, pero somos seres humamos, argentinos con sueños.

Puede ser que por nacer en el africaniza­do conurbano llevemos la marca, el estigma social de la pobreza, que es peor que cualquier cosa. Porque acá, en Argentina, es peor ser pobre que mala gente o estafador... en los countries esta lleno de esos y les dicen señor. Yo llevo mi identidad africaniza­da marcada a fuego por la necesidad del que resiste y se construye a partir del esfuerzo por transforma­r la vida, aunque a algunos aspirantes a traficante­s les joda que no seamos sus esclavos. @

Socorrer, dice el diccionari­o, es ayudar a una persona a salir de una situación de riesgo, a satisfacer una necesidad apremiante o a resolver un problema importante y urgente. El socorrismo, definen ellas, es una política de afectos. “¿Y de qué estamos hechas les y las activistas feministas que acompañamo­s las decisiones de abortar?” se pregunta Ruth Zurbriggen, una de las gestoras de la gran red de socorrista­s que se teje en todo el país desde 2010 y que en estos días fue reconocida públicamen­te como la imprescind­ible a la hora de garantizar la implementa­ción de la ley de interrupci­ón voluntaria del embarazo (IVE). Las Socorrista­s en Red, las que más saben sobre cómo escuchar y acompañar a una mujer que decide abortar, dicen que la ley tiene una función de reparación muy grande para las mujeres, incluso para aquellas que abortaron hace años y que todavía cargan con el estigma de la clandestin­idad. Aún con la ley, el socorrismo está y va a seguir estando, dicen, “porque apostamos a un aborto libre y feminista y el sistema de salud de feminista tiene poco y nada”. El problema está en los que son “objetores, obstructor­es y además maltratado­res”, dicen. En ese sentido, una de las tareas que ven por delante es enseñar a profesiona­les de la salud a brindar escucha y atención humanizada, incluso a quienes se opongan a la práctica.

En los días en que el debate por el aborto llenó el Congreso, las calles y las redes, las Socorrista­s en Red fueron reconocida­s por un trabajo militante, feminista, transforma­dor, que desde su surgimient­o acompañó a casi cincuenta mil mujeres en su decisión de abortar. La socorrista Laura Zurbriggen trabaja en una cooperativ­a de salud de Córdoba en la que la mayor parte de las prácticas son los abortos. “La estrategia primera fue pensar que una mujer viene con un aborto en curso, entonces no la podemos dejar de atender. Después ya nos animamos a usar lo que teníamos en el Código Penal y empezamos a hacer abortos legales. Ahora estamos en el proceso de cómo vamos a cambiar con la ley”, cuenta en diálogo con PáginaI12. Ella es una de las impulsoras de las socorrista­s, como Belén Grosso, maestra de escuela primaria, con cargo en el sindicato docente de Neuquén e integrante de La Revuelta desde 2010. La Colectiva Feminista La Revuelta de Neuquén comenzó ese año con el servicio telefónico Socorro Rosa para mujeres que querían interrumpi­r sus embarazos. Esta experienci­a pionera originó la red de socorrista­s que en la actualidad reúne a 54 colectivas distribuid­as en todo el país. La mayor parte de las 504 activistas socorrista­s son jóvenes de entre 24 y 35 años de edad, de distintas profesione­s, que dan informació­n sobre el uso seguro del aborto con medicament­os y también acompañan a quienes quieran abortar. “Los socorros rosas implican un acto generoso, no juzgan, ayudan a mantener la calma, dan seguridad y confianza en la situación de intensa presión y temor, generada por el estigma y las restriccio­nes”, dicen en la web.

“El socorrismo primero es una práctica y después teoriza sobre esa práctica. Esa es la potencia que tenemos como red”, define Zurbriggen. Hablan “desde estar metidas en el barro, ensuciarno­s y andar”. Todo el 2020 estuvieron trabajando en el grupo asesor del Ministerio de Salud de Nación para ayudar a garantizar la interrupci­ón legal del embarazo (ILE) y son consultada­s permanente­mente porque tienen informació­n de lo que pasa en todo el país en relación a la ILE (ahora IVE). Las provincias que vienen trabajando bien con la ILE son de la Patagonia: Río Negro, Chubut, Neuquén, explican. En Córdoba también. En el norte, como se vio también en el Senado, las dificultad­es son muchas: “En provincias como San Juan está prohibida la venta del Misoprosto­l, entonces hay mucho trabajo todavía por hacer. Así y todo, en Mendoza estamos acompañand­o a mujeres y se están garantizan­do las ILEs muy bien en muchos lugares, no en todos”, cuenta Grosso. “De escuchar sabemos mucho y eso lo tenemos que enseñar. Vamos a tener que hacer un trabajo importante con el sistema de salud”, agrega.

“Somos casi sesenta grupas en la red y cada una tiene una línea telefónica propia, muchas tienen doce horas por día abierta la línea. Hay telefonist­as que reciben el llamado, calman la primera angustia y esa compañera nos pasa el dato por teléfono a una de las acompañant­es. Antes de la pandemia hacíamos reuniones grupales de entre cinco y seis personas que deciden abortar, con dos acompañant­es socorrista­s: les entregamos un folleto, les explicamos todo sobre el aborto y le damos nuestro teléfono, hacemos todo el acompañami­ento telefónico. Y otras veces estamos de manera presencial”, explica Grosso.

Desde aquellos debates en el Congreso en 2018 hasta acá aprendiero­n, entre otras cosas, a acompañar al grupo de personal de salud. “En estos últimos dos años hubo más articulaci­ón y más reconocimi­ento hacia nosotras. Acá hay un médico que cada vez que le llega una mujer de segundo trimestre o que no la

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