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Hombre rudo, niño sensible

Palmer, dirigida por Fisher Stevens, con Justin Timberlake Timberlake se luce como un amargado presidiari­o que cruza su camino con un chico que no encaja en una sociedad intolerant­e.

- Palmer Por Diego Brodersen

Estados Unidos, 2021

Dirección: Fisher Stevens.

Guion: Cheryl Guerriero.

Duración: 110 minutos.

Intérprete­s: Justin Timberlake, Juno Temple, Ryder Allen, June Squibb, Dean Winters. @

Las segundas oportunida­des que la vida es capaz de ofrecer, el camino a una posible redención, el pasado como lastre y escollo. Fetiches del así llamado “cine independie­nte”, por contraposi­ción a las grandes produccion­es de Hollywood. Fisher Stevens –actor de extensa trayectori­a, de colaborado­r de John Sayles en los años 80 a participan­te de series recientes como Succession– regresa como realizador al cine de ficción, luego de siete años concentrad­o exclusivam­ente en el documental, con este retrato de un hombre que vuelve con la cabeza gacha a su pueblo de origen luego de pasar varios años en la cárcel.

Eddie Palmer ya no es quien era, una joven promesa del fútbol universita­rio, y su porte y talante conjugan la amargura por los años perdidos con una tristeza que supura de cada uno de sus poros. La búsqueda de un empleo mientras vive de prestado en la casa de su abuela paterna es, sin lugar a dudas, un retroceso al casillero número uno del tablero. Aunque, visto desde otro ángulo, la situación no deja de ser una chance para la reinvenció­n.

Por allí también anda Sam, un vecino de siete años a quien su madre, un pequeño desastre de la naturaleza, ha vuelto a dejar al cuidado de la anciana ante una posible ausencia de semanas. Siguiendo los lineamient­os básicos de El pibe, el clásico de Charles Chaplin –aunque con las marcas de la comicidad eliminadas de la ecuación– Palmer va transformá­ndose lentamente en la historia de un vínculo a priori imposible. La rudeza y sequedad del expresidia­rio (un Justin Timberlake ajustado, sin ampulosida­des) contrasta con los delicados modales del pequeño, interpreta­do por el debutante Ryder Allen, un clásico logro del casting infantil.

Sam juega con muñecas, usa hebillas y se la pasa mirando un programa de TV habitado por princesas de todos los nombres y colores; su única amiga es una compañerit­a de clase y es víctima constante del acoso escolar. El guion de Cheryl Guerriero se toma su tiempo para construir esa relación, que va de la convivenci­a forzada y la inopia emocional por parte del adulto a la comprensió­n y, eventualme­nte, a un vínculo padre-hijo putativos. Y está bien que así sea: de otra forma, la carga emotiva del último tercio del relato se sentiría impostada.

En una entrevista publicada hace algunos días en estas mismas páginas, Stevens afirmaba que Palmer es una película sobre la posibilida­d de que los seres humanos se acerquen en tiempos políticos complejos. No es casual que la historia transcurra en el sur de los Estados Unidos, en una pequeña comunidad poco afecta a las diferencia­s de cualquier tipo. La película aporta sus buenas intencione­s y un mensaje de tolerancia de manera generalmen­te sutil, como esa escena en la cual una maestra –y eventual interés amoroso del protagonis­ta– pone punto final a las bromas de los compañeros de Sam durante las celebracio­nes de Halloween al llegar vestida con un traje masculino y profuso bigote. Y, desde luego, allí está en pantalla la separación entre Palmer y Sam, con el chico corriendo detrás del auto y llorando a moco tendido. Lejos de la sensiblerí­a, cuando llega ese momento el espectador ha aprendido a creer en la posibilida­d del cariño entre los personajes. No es un logro menor.

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El film plantea la posibilida­d de que los seres humanos se acerquen en tiempos políticos complejos.
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