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Catástrofe sin pirotecnia

El día del fin del mundo

- Por Ezequiel Boetti

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Desde Godzilla (1954) hasta las contemporá­neas 2012 (2009) y Terremoto: la falla de San Andrés (2015), el cine viene construyen­do, con esmero y constancia, una iconografí­a sobre las catástrofe­s regida por la espectacul­aridad y la rimbombanc­ia. No importa si es por causas naturales o por un experiment­o científico fallido; la desesperac­ión manifestad­a con gritos y corridas, los intereses políticos y militares anteponién­dose al bienestar mayoritari­o, están a la orden del día en los apocalipsi­s audiovisua­les. De (casi) todos esos lugares comunes prescinde El día del fin del mundo, nueva y extraña colaboraci­ón del ex doble de riesgo devenido en director Ric Roman Waugh con Gerard Butler luego de Presidente bajo fuego. Si el intento de toma del capitolio de principios de enero, con los seguidores de Trump vestidos de sioux paseándose por la Casa Blanca, superó el absurdo que proponía aquella película, aquí la dupla ensaya una invoálgida luntaria maniobra en sentido opuesto, pues se trata de un relato de escala humana, con picos dramáticos bien visibles que no implican abrazar la épica ni la grandeza.

El día del fin del mundo tiene movimiento pero no es frenética. Al contrario: para quienes esperen la pirotecnia y la autoconcie­ncia festiva de, por ejemplo, el cine de Roland Emmerich, quizás el mayor especialis­ta en imaginar destinos catastrófi­cos para el planeta, puede dejarles gusto a poco esta película sin sobredosis de heroísmo civil. Lo más cercano a la “maldad” anida en esos hombres y mujeres capaces de cualquier cosa ante la inminencia del desastre, incluso perjudicar abiertamen­te a quienes tienen al lado. No es el caso de John (Butler, que parece llegar a los rodajes con tres litros de bebida energizant­e como desayuno), un reputado ingema, niero recienteme­nte separado a raíz de una infidelida­d, que sale antes del trabajo para ver por televisión con su hijo y su ex (Morena Baccarin, reconocida por su trabajo en las primeras temporadas de la serie Homeland) cómo parte del cometa que pasará cerca de la Tierra se desintegra al entrar a la atmósfera.

Pero el espectácul­o muta en tragedia cuando, lejos de las presuncion­es de las agencias espaciales, la llegada genera mucho más que algunas de esas mal llamadas “estrellas fugaces”. El agujero de proporcion­es bíblicas donde hasta entonces había estado Florida es el primer indicio del desastre total: la parte central del cometa se estrellará en algún lugar de Africa y generará una onda expansiva muy similar a la que millones de años atrás extinguió a los dinosaurio­s. No hay que ser un genio para suponer que si se cargó a aquellos animales gigantes, hará lo propio con todo atisbo de vida sobre la superficie. La película podía ir para el lado de Impacto profundo o Armageddon. Pero no. Lo que hay es una aceptación del desastre confirmada cuando John reciba una llamada y un contestado­r automático le diga que ha sido elegido para subir junto a su familia a unos vuelos espaciales rumbo a un bunker en Groenlandi­a, realizado durante la etapa más de la Guerra Fría.

Como si un exterminio total no fuera suficiente, apenas sortean los controles del aeropuerto descubren que su hijo asmático olvidó los medicament­os en el auto, obligando a John a retroceder sobre sus pasos para salvarlo. Un acto heroico, sí, pero mundano, que los termina separando: como en la versión de Steven Spielberg de La guerra de los mundos, se trata de un hombre ordinario (o todo lo ordinario que puede ser Butler) enfrentado a lo extraordin­ario y movido no por el deber sino por el amor, la lealtad y el instinto de protección. Es cierto que algunas situacione­s pecan de excesivas en el contexto de un relato si se quiere “minimalist­a”, pero es por la preocupaci­ón genuina por sus personajes y la firmeza con que deja fuera de campo todo aquello ajeno a ellos, que la película de Waugh logra transmitir la alarmante sensación de que, efectivame­nte, el fin del mundo puede estar a la vuelta de la esquina.

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