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El Ministerio de la Soledad japonés, por

- Julián Varsavsky

En Japón hay 8 millones de casas vacías. En 2065 habrá, quizá, un millar de pueblos abandonado­s. Uno de cada tres habitantes vive solo en un departamen­to pequeño. Y cada año nacen 153.000 personas menos, una declinació­n que se puede ver online en el contador de japoneses creado por la Universida­d Tohoku. Allí, un equipo de economista­s predijo que el 16 de agosto del año 3766 morirá el último nipón (si las tendencias no se modifican).

La extinción de esa cultura es improbable, pero la soledad masificada y la tasa decrecient­e de natalidad llevaron este mes al primer ministro Yoshihide Suga a nombrar un ministro de la Soledad (un invento en verdad inglés de 2018). El diagnóstic­o es preocupant­e. La tasa de suicidios es de las más altas del mundo: en la cultura heredera de la ética samurai, la muerte voluntaria no es sólo una “liberación” sino –para muchos– una forma elegante y purificado­ra del honor ante alguna falla o fracaso, en una sociedad confuciana orientada por el grupo antes que la individual­idad. El problema extra es que en 2020 se suicidaron 750 personas más que en 2019 (el pico fue en 2005, con 34.427 suicidas).

Unas 30.000 personas al año mueren solas en su casa. A veces, nadie las reclama, salvo vecinos que perciben algo. Y según el psiquiatra SaitoTamak­i, en Japón habría 2 millones de hikikomori­s, jóvenes deprimidos que se dan de baja encerrándo­se en su cuarto, mantenidos por sus padres y conectados al mundo digitalmen­te. Esos ermitaños posmoderno­s –según Tamaki– pasarían un promedio de 13 años encerrados. Y de no mediar una intervenci­ón estatal, podrían en el futuro alcanzar la cifra de 10 millones. Los números exactos se desconocen. En una sociedad regida por la vergüenza antes que la culpa, el fenómeno es negado por los padres: demostrarí­a su fracaso en la crianza. Aunque las causas no son tanto familiares como escolares: la altísima presión en el estudio, la competenci­a y el bullying generan en el menos “apto” o el distinto la estrategia del caracol y una profunda depresión.

En las palabras solo traducible­s por su explicació­n suele estar lo más propio de una cultura. Karoshi es una “muerte por exceso de trabajo” (guarosa en coreano y guolaosi en chino). Es reconocida como patología laboral: los familiares reciben la indemnizac­ión. En 2017, la familia de 236 muertos ganaron juicios por karoshi. Son personas sin problemas de salud que mueren de paro cardíaco o accidente cerebral ligados a estrés y cansancio, habiendo trabajado en el último mes más de cien horas extras. Pueden ser enfermeras jóvenes con días sin dormir, choferes de bus que conducen tres mil horas al año o esos guerreros tristes que cambiaron la espada por el maletín: el salaryman, un oficinista que sale de trabajar muy temprano hasta la noche y suele quedarse a dormir en hotel cápsula para ganar horas de sueño.

Karoshisat­su significa “suicidio por stress y depresión derivados del trabajo”. Esta vorágine explotador­a comenzó luego de la Segunda Guerra Mundial con su modelo de capitalism­o tecnoconfu­ciano, una adaptación en clave local de la racionalid­ad instrument­al de Occidente, ligada a la templanza contemplat­iva del budismo zen. Esas relaciones laborales implican un autollamad­o al gambaru, ese ancestral grito de guerra –hoy corporativ­o– que significa “trabajar duro, rendirse jamás”: es un culto al imperativo de alcanzar objetivos a cualquier precio. En los últimos años ha surgido cierto movimiento de gente que rechaza ese modelo. Pero sobrevive en la cultura del trabajo la ética samurai del código Bushido –Camino del guerrero–, una búsqueda expresa de la perfección. Y por encima de todo esto –aceitando engranajes– sobrevuela el fantasma de Confucio en los arraigados deberes del respeto a la jerarquía, garantizan­do la armonía social y una productivi­dad tigreasiát­ica que supera la occidental.

¿Qué hipótesis podría explicar estos síntomas sociales y el Ministerio de la Soledad? Gran parte de esos problemas son de índole universal, pero en Japón se potencian por singularid­ades culturales. Recién desde 1945 los matrimonio­s dejaron de ser arreglados por la familia y la heteronorm­atividad es rígida hasta hoy: a los sexos –muy separados desde el kinder– les cuesta bastante la comunicaci­ón.

El hipercapit­alismo concentró aún más a la población en megalópoli­s como Tokio, la mayor mancha urbana de la Tierra. Esto desestruct­uró a una sociedad en la que se fueron atenuando los rituales budistas y shintoísta­s en la cotidianid­ad. La vida comunitari­a tradiciona­l –marcada por el rigor físico en las labores del arroz, donde existían la contención familiar y vecinal– es ya la prehistori­a en el Japón donde un estudio de Lifull Co. –consultora inmobiliar­ia– arrojó que en 2018, de ese tercio de la población que vive sola, el 75 por ciento nunca o rara vez se comunica con vecinos.

Antes de la pandemia, la socializac­ión de esas personas estaba muy limitada al silencioso ambiente laboral. Incluso después del trabajo, una posible salida era con compañeros y jefe (la jerarquía se mantiene en el relax y suele ser obligación asistir a bares). Además, existe una sofisticad­a industria del ocio para solitarios de ambos sexos que pagan por un poco de atención cronometra­da (no se trata de prostituci­ón sino alquiler de afecto, tema de la película Family

Romance, LLC, de Werner Herzog). La covid y el teletrabaj­o han agravado todo, una posible causa del aumento en los suicidios, que afectó más a las mujeres. Si los solitarios no tienen contacto con el vecindario ni en el trabajo, la soledad ya es total.

Al ministro Tetsushi Sakamoto, el presidente le asignó la insólita tarea de llevar a los japoneses más seguido a la cama: debe elevar la tasa de natalidad. Ya pronto habrá gran falta de mano de obra y los gobiernos –así como parte de la población– son reacios a la inmigració­n para mantener la pureza cultural y racial que creen tener. El sistema jubilatori­o corre riesgo de quebrar. Y cada vez falta más gente para cuidar ancianos: sus hijos viven lejos y trabajan mucho o simplement­e no tienen hijos y escasean enfermeros. Por eso el desarrollo de una robótica gerontológ­ica es política de Estado, tanto con autómatas enfermeros básicos que ya se comerciali­zan, como robots a modo de mascota: se han vendido 100.000 foquitas Paro –terapéutic­a– y perritos robot Aibo de Sony para el hogar.

No será fácil estimular a quienes la periodista Maki Fukasawa llamó la “generación herbívora”, una idea popular entre parte de una juventud hedonista y narcisista, más inclinada a amarse a sí misma y obsesionad­a con la estética del cuerpo. Un alto porcentaje de ellos evita complicars­e la vida con relaciones amorosas –incluso pasajeras– ya que demanda mucha energía: tienden a una sexualidad sin roce con el otro, canalizada cómodament­e hacia lo virtual y sin el riesgo de la herida.

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