Diálogo con la escritora Paula Bombara, por
Paula Bombara escribió una novela que cruza a Frankestein, los feminismos y la ciencia
Un nuevo libro de Paula Bombara, La desobediente,
sumerge a lectores de todas las edades en el mundo de ciencia del siglo XVIII, y en particular en el mundo de las mujeres de ese siglo, incluidas las de ciencia. Publicada en la colección juvenil de Loqueleo, la novela interpela a lectores de todas las edades, y aunque toma el riesgo de plantearse desde el habla de siglos atrás, se planta fuertemente en tiempo presente. Inesperadamente, una novela que transcurre cientos de años atrás encuentra vinculaciones con el presente y el movimiento feminista, la pandemia y las medidas de cuidado, el avance de la ciencia y los movimientos antivacunas que están surgiendo en el mundo.
Y aunque nunca aparece su nombre, la figura de la escritora y feminista Mary Shelley es clave también en la novela. Su obra más conocida, Frankestein,
estructura la acción y los personajes, incluido el creador de la criatura. Otras feministas pioneras de la época, como la química Elizabeth Fulhame, sí aparecen mencionadas, y Bombara dice que entremezclar sus nombres en la ficción fue “un modo de agradecerles haber sostenido bravíamente sus deseos en una sociedad que aún hoy no deja de poner obstáculos”.
Es exactamente lo que hace Florence, la protagonista de esta novela, obligada a vestirse de varón, a nombrarse varón y a hacerse pasar por un varón, como muchas en la época, para poder ingresar a los laboratorios y claustros universitarios.
Escritora y bioquímica, autora de novelas muy leídas por jóvenes, directora de una colección de divulgación científica, Bombara creó una novela histórica que interpela en tiempo presente, centrada en el avance de la ciencia y el rol de las mujeres.
“Pienso que por cada mujer que logró ser leída y escuchada a lo largo de la historia, hay como mínimo diez que no lo lograron”.
–¿Hubo algún punto de partida “real” para la novela?
–Que una joven esté trabajando ad honorem en un laboratorio dirigido por un profesor investigador que presta más atención o estimula más a sus discípulos varones es algo con lo que la mayoría de las mujeres que elegimos la investigación científica tuvimos que lidiar en algún momento. Y no me refiero solo a las ciencias naturales y exactas, también a las sociales. Así que esa idea creo que estaba ahí, en mi memoria, esperando su ocasión de volverse literatura. La propia Mary Shelley fue otro punto de partida, en especial cómo se revela –y se rebela– en Frankenstein, su primera novela.
Frankestein
–¿Cómo relaciona con el lugar de la mujer en la ciencia?
–Es una de las novelas clásicas que estoy analizando para mi doctorado en lingüística. Leí el libro por primera vez en la adolescencia y recordaba haberme identificado absolutamente con la criatura. Siempre me molestó que la llamaran como al científico que la creó, que ni siquiera se quedó a su lado para ponerle un nombre. Cuando lo leí nuevamente, poniendo el foco en la caracterización de los científicos y del ambiente académico, me cautivó el armado de la novela, esa estructura de cajas chinas que usó Shelley. Para componer mi relato tuve que poner particular atención a los detalles y eso redundó en una mayor comprensión de la mirada sobre la ciencia que tenía Mary Shelley. Además, que ella fuera tan joven cuando escribió la novela original, en 1818, y que la convencieran de que era mejor publicarla como un relato anónimo, prologado por su esposo y editado por su padre, despertó una indignación que encontró su camino en la literatura. ¡Digamos que soy esa tía que dice: de ninguna manera podemos tolerar esto. Vamos a hacer algo! (risas).
–¿Qué reivindica de Mary Shelley?
–Feminista desde la cuna, ella encontró los modos de ser reconocida como autora en su época, pero fue muy castigada por las decisiones que tomó. No olvidemos que la reescritura que hizo en 1831, que es la más leída actualmente, fue una de las condiciones que le impusieron los editores para que Frankenstein formara parte de una colección de novelas populares, algo que accedió a hacer para cubrir sus urgencias económicas. ¿Cuántas autoras de otras obras literarias y científicas no lo lograron por haber sido sofocadas por sus familiares o colegas? Pienso que por cada mujer que logró ser leída y escuchada, hay como mínimo diez que no lo lograron.
–Las dificultades de las mujeres de ciencia para llevar adelante sus carreras y sus vidas personales en el siglo XVIII son, de hecho, tema central de su libro.
–Soy parte de esa comunidad, siento que les debo mucho. Ficcionalizar sobre ellas y nombrar a algunas de las más grandes científicas y pensadoras de ese siglo en el libro, entremezcladas con la ficción, es un modo de agradecerles haber sostenido bravíamente sus deseos en una sociedad que aún hoy no deja de poner obstáculos.
–¿Hubo algo, a lo largo de su carrera, que la haya preocupado o molestado en este sentido?
–Me preocupa, me molesta, me llama la atención, la violencia en ámbitos intelectuales. Sabemos que nuestros compañeros (y también sucede con algunas compañeras) son personas formadas, inteligentes, sensibles, y eso hace que se instale el supuesto de equidad, de compañerismo. Sin embargo, muchas veces, la violencia entre las y los integrantes de los grupos de trabajo hace que los equipos se desarmen. En ese sentido me pareció muy buena idea la capacitación en cuestiones de género que la UBA implementó de modo obligatorio para todos los y las docentes investigadores. Algo de eso abordé en novelas anteriores, como Lo que guarda un caracol y La fuerza escondida. Lo bueno es que hablar de la violencia en todas sus formas está dejando de ser un tabú, y podemos conversar abiertamente con las infancias y las juventudes. En La desobediente seguí esta línea, planteando otros enfoques, otras preguntas.
–¿Qué rescata del presente de las mujeres de ciencia?
–Para mí la vida es una conversación permanente con el pasado y sé que el presente de las científicas argentinas y de las mujeres en general es producto de grandes movimientos feministas cuya intención era, precisamente, que viviéramos mejor. Igual, ojo, digo “viviéramos mejor” y pienso dos cuestiones a la vez. Una, que lograron muchísimo y no debemos naturalizar esos logros. Dos, que en nuestro país muere una mujer por día por el simple hecho de ser mujer.
Así que, evidentemente, no alcanza con que las leyes se sancionen para que las sociedades
reconozcan nuestros derechos. La violencia como modo de acallarnos sigue vigente.
–La pandemia, además, puso el foco obligadamente en la ciencia.
–Creo que uno de los aspectos positivos de la pandemia es la visibilización de la comunidad científica argentina. Muchos de los logros obtenidos en relación a la covid-19 y al Sars-CV-2 fueron liderados por científicas mujeres y en todos hubo, al menos, una becaria. Las médicas, las enfermeras, las parteras y las bioquímicas también han demostrado su capacidad de trabajo y su dedicación y ternura desde hospitales y clínicas. Sin ellas las víctimas fatales serían muchísimas más. Ojalá sean compensadas con mejores convenios de trabajo, que reconozcan las particularidades propias de ser mujer, licencias por maternidad y ausencias por tareas de cuidado.
–La protagonista llega a la Universidad de Bologna y nota allí un aire más “moderno”, prohibiciones superadas (“Las mujeres forman parte de la Academia desde hace décadas”, escribe). ¿Qué diferencias había en el mundo en la época?
–Como sucedió con otras ampliaciones de derechos, la entrada de las mujeres en los ámbitos académicos no fue sincrónica en todos los países de Europa. Las universidades más antiguas, Bologna y París, especialmente, comenzaron a admitir a mujeres que tenían relación con profesores investigadores por ser sus esposas, sus hijas, sus sobrinas, sus ahijadas, jóvenes mujeres (a veces niñas) cuyas inclinaciones hacia las ciencias eran innegables. Muchas de ellas comenzaron asistiendo a investigadores y luego lograron sus propios espacios y muchas otras, no.
Sabemos que la historia antigua que se toma como referencia es la escrita por “varones vencedores”, por categorizarlos de algún modo, sin embargo, se está realizando un relevamiento académico de los logros de las mujeres en todas las áreas científicas muy interesante. Encontré varias historias de mujeres que ejercieron toda su carrera portando nombre y ropaje de hombre.
Una de ellas, Hagnódice, fue la primera ginecóloga reconocida de la historia, en el siglo IV a.C. (aprovecho para recomendar el libro Científicas, de Valeria Edelsztein, donde pueden encontrar esta y muchas otras historias de científicas).
–Un tema que sensibiliza a la protagonista es la cantidad de mujeres muertas en partos para la época. ¿Por qué aparece destacado en la novela?
–Mary Wollstonecrafts, madre de Mary Shelley, murió a los veinte días de parirla por una infección en la placenta. Esta muerte me resultó simbólica: una de las mayores feministas de la época, la autora de la Vindicación de los derechos de la mujer, defensora del amor libre y de la crianza compartida, entre otros derechos, muere por una mala resolución médica a los 38 años. Me motivó a buscar información acerca de cómo eran los partos en esa época. Daba miedo parir. Un miedo justificado pues el riesgo de morir era alto. Y parir con la asistencia de un médico no necesariamente resultaba más seguro, pues había médicos que, luego de realizar autopsias, sin que mediaran grandes medidas de higiene, atendían partos. Tengamos en cuenta que lo usual era que el primer parto sucediera pronto; Mary Shelley tuvo su primera hija a los 17 años, para volver a su vida por un instante.
La figura de las parteras era muy importante para las futuras madres y las futuras abuelas, les daba tranquilidad que estuvieran allí pues eran mucho más meticulosas con la limpieza del lugar, pero su labor no eran reconocida por los médicos, ni en Europa ni en Buenos Aires. Encontré artículos que citan documentos judiciales que las describen como “entrometidas, viejas desaseadas y mulatas analfabetas”. Evidentemente todo lo que leí al respecto me impresionó y luego apareció con fuerza en la escritura. ¡Y eso que el borrador lo escribí antes de la pandemia! Esto que repetimos día a día, de lavarnos las manos a conciencia y desinfectar las superficies para evitar infecciones, era algo que no se sabía en aquel entonces. Lo tenían mucho más claro las parteras del pueblo que los médicos de la academia.
–“Voy a hacer un experimento y amamantaré por seis meses a mi hijo”, cuenta la protagonista. ¿Qué costumbres de la época está rompiendo y cuándo eso dejó de ser un “experimento”?
–En tiempos victorianos las familias acomodadas solían contratar a nodrizas o “amas de cría”, pues sostenían que amamantar “desgastaba” a la mujer. La edad promedio de las madres primerizas era muy temprana. Florence llega bastante más tarde a la experiencia, habiendo escuchado más relatos, con más conocimiento de su propio cuerpo; quizá por eso se permite el lujo de “experimentar” y así, alimentar tanto a su hijo como a su curiosidad. No parece una mujer preocupada por “desgastarse” y, claramente, tampoco le importa demasiado lo que piense su esposo al respecto.
Recién en el siglo XX aparecen estudios sistemáticos sobre los beneficios de la lactancia materna. Haber permitido que este deseo de mi personaje apareciera en la novela fue quizá, correr el riesgo de caer en lo inverosímil pero, como dice Anne Dufourmantelle, en ese libro exquisito que es Elogio del riesgo, “desobedecer supone la capacidad de obedecer, con una obediencia otra, bajo otras latitudes que las del yo consciente”. Y escribir tiene mucho que ver con esa “obediencia otra”: apareció el deseo de amamantar en mi personaje y ¿quién soy yo para borrarlo?
“Hay documentos judiciales de la época que describen a las parteras como ‘entrometidas, viejas desaseadas y mulatas analfabetas’”.