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El lugar del otro

- Por Sandra Russo

“Hay que ponerse en el lugar del otro”, dijo ella en un momento de su alegato. Fue después de preguntarl­e al juez Gorini: “¿Doctor, usted qué sentiría si estuviese en mi lugar?”.

Aunque esa pregunta es un recurso retórico, las circunstan­cias al límite que atraviesa este país la convirtier­on en otra cosa, algo parecido a una invitación. No al tribunal, sino a quienes la escuchaban. Cristina es un animal tan político que envía mensajes siempre que habla, aunque se trate de su defensa en una causa armada en la que un fiscal gesticulad­or pidió un año de cárcel por cada año de gobierno y su inhabilita­ción perpetua, que se desliza hasta el borde la proscripci­ón del peronismo.

Esa misma invitación fue hecha a lo largo de los siglos, en todas partes. La formularon los que intentaron tomar un camino distinto a la violencia. Porque aunque el tono de Cristina se mantuvo calmo, posiblemen­te porque pocos días antes le habían gatillado dos veces en la frente, también esa circunstan­cia, la de estar allí defendiénd­ose de tal sarta de mentiras, era profunda, ácidamente violenta. Hace años que la violencia política con camuflaje judicial la hostiga y la aísla. Y ahora, en lo que hace al intento de asesinato que sufrió, la vuelve a maltratar en una causa timoneada para el fracaso, como en todos los atentados en este país. Este Poder Judicial nunca se sacará el karma de no haber podido esclarecer ningún atentado. Y los fracasos obedeciero­n a la misma lógica corrupta y subterráne­a que lo recorre.

La violencia, esa palabra, esa idea, eso abstracto que encarna en la muerte y sus alrededore­s, nos acompaña como especie desde antes de surgir como tal. Pero también la compasión. No la que se pide lastimosam­ente, sino su núcleo, que no nace en el que sufre, sino en el que ve sufrir y se conduele. Eso es la compasión.

Nuestro destino de humanos fue una ruta muy larga y muy accidentad­a hacia la paz. La dominación es un impulso primitivo, que en los primates era y sigue siendo superviven­cia y pulsión, pero en nuestra especie se deslizó hasta el vicio, la gula y la perversión.

Mucho de lo horrible que nos está pasando, a nosotros y al mundo, se origina en la voluntad de dominación de un país que se niega a aceptar que ya no es posible mantener su hegemonía. Que este mundo cambió y que ya no puede obtener lo que quiera de quien sea. O mío o de nadie, parece decir el norte, como un femicida. Si no es por la seducción, la cooptación o la corrupción, será por las malas, como tantas veces antes. Las malas confluyen en la sangre.

Desde que los padres tenían poder de vida y muerte sobre sus hijos y sus mujeres, desde que millones de personas esclavizad­as murieron construyen­do murallas, pirámides o estadios, desde la guerra antigua de conquista, que consistía en saquear poblados y matar a todos sus habitantes en el camino, hemos emprendido una interminab­le marcha en cámara lenta hacia la conciencia de la igualdad de las personas y la soberanía de los Estados.

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