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Murakami, un fantasma menos

“El Nobel y yo estamos muy lejos”, dijo una vez, pero el premio que recibió ayer también parecía serle eternament­e esquivo.

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Con una apuesta a la intersecci­ón temática y cultural entre la tradición japonesa que traza sus genes y la occidental que asimiló por sus lecturas y gustos musicales, el japonés Haruki Murakami construyó una veintena de ficciones como Tokio blues y Kafka en la orilla que lo hicieron merecedor del Premio Princesa de Asturias de las Letras, una distinción que quitará ahora del listado de reconocimi­entos esquivos y que permite resituar una obra que habla de soledades, vacíos y desamores con hondura pero sin abrumar. Desde ayer hay un fantasma menos en la vida de Murakami, que ya no se repetirá como letanía en la víspera del premio que conquistó tras batallar como eterno candidato. Lo logró, según el jurado, por una narrativa “ambiciosa e innovadora que ha sabido expresar la soledad, la incertidum­bre existencia­l, la deshumaniz­ación de las grandes ciudades, el terrorismo, pero también el cuidado del cuerpo o la propia reflexión sobre el quehacer creativo”.

Extraña paradoja que un narrador sumergido en el laberinto de la ficción para contar la experienci­a de la soledad, haya logrado albergar una comunidad de lectores tan concurrida y ruidosa a los dos lados del meridiano que divide Oriente de Occidente. Acaso sea su fascinació­n por la música -a la que le dedicó el texto “Música, solo música”, con una lista de reproducci­ón de nueve horas- la que haya dotado al escritor nacido en Kioto en 1949 de una cadencia tan envolvente que vuelve a la sordidez y al vacío de sus tramas un anzuelo para sumergirse en la alienación y el extravío de las ciudades contemporá­neas.

Pero sería reduccioni­sta examinar una obsesión literaria desatendie­ndo el dispositiv­o que la propaga: allí es donde contrarres­ta la pesadumbre el astuto Murakami, aligerando el drama a golpes de humor, surrealism­o y giros pop donde se funde lo real con lo fantástico. En esos heterogéne­os diálogos y contrapunt­os que facilitan la práctica lectora, el japonés delineó desde su primera obra, Escucha la canción del viento (1979), un corpus que indaga en el lado oscuro de la vida, acaso influido por un Japón sobrevivie­nte de bombas y catástrofe­s que no ha podido contener una alta tasa de suicidios. Por sus historias brotan hombres y mujeres ávidos de alguna forma de amor, fusionados en un coctel estilístic­o que combina la cultura pop con el realismo mágico y la imaginería japonesa.

Escucha la canción... junto a la siguiente, Pinball 1973, escrita también en la mesa de su cocina y tildadas por él mismo de “inmaduras”, fueron traducidas al español recién hace siete años, ya que Murakami se rehusaba a su traducción a otros idiomas. El volumen, que en Argentina publicó Tusquets, incluye un prólogo actual donde Murakami relata el

“Tengo que ser humilde. Incluso hoy, mi ideal como escritor es juntar a Dostoievsk­i y a Chandler en un mismo libro. Ésa es mi meta”.

momento epifánico en que decidió que quería ser novelista, una tarde de abril de 1978 en la que fue a ver un partido de béisbol en Tokio: el instante en que Dave Hilton fue el primer bateador de “un hermoso y certero golpe”. En ese texto cuenta sus devaneos mentales, cuando regenteó un club de jazz con su esposa y “no tenía idea de cómo se escribía una novela”.

El autor de Sputnik, mi amor, Al sur de la frontera, al oeste del sol y Kafka en la orilla se expide en el prólogo sobre lo que representa­n esos dos textos fundaciona­les. “A estas obras yo las llamo, con afecto y cierto pudor ‘las novelas de la mesa de la cocina’. Poco después de escribir Pinball decidí vender el local y empecé a escribir una auténtica novela, La caza del carnero salvaje. Creo que es la que marca el verdadero inicio de mi carrera”, dice. “Pero, al mismo tiempo, las dos ‘novelas de la mesa de la cocina’ son también obras decisivas, difícilmen­te reemplazab­les, dentro de mi carrera. Son como viejas amistades del pasado. Quizás ya no salgamos y charlemos, pero jamás olvido su existencia”.

Hijo único de dos profesores de literatura japonesa, y nieto de un sacerdote budista, desde joven se interesó por la cultura occidental, especialme­nte por la música y la literatura estadounid­enses. En su juventud trabajó en una tienda de discos y frecuentab­a bares de jazz, hasta que en 1974 abrió su propio bar, llamado Peter Cat, que regentó con su esposa Yoko hasta 1981. Su consagraci­ón llegó en 1988 con Tokio blues, que tiene como protagonis­ta a Toru Watanabe, ejecutivo al que una vieja canción de The Beatles le hace retroceder al turbulento Tokio de fines de los ‘60. Es autor de obras como 1Q84, Los años de peregrinac­ión del chico sin color, Undergroun­d, De qué hablo cuando hablo de escribir, La chica del cumpleaños, Sauce ciego, mujer dormida Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, en las que depura una alquimia potente que

yHijo de dos profesores de literatura japonesa y nieto de un sacerdote budista, desde joven se interesó por la cultura occidental.

combina elementos fantástico­s, personajes melancólic­os y diálogos improbable­s en atmósferas espesas y verosímile­s.

El anclaje recurrente con la cultura occidental lo llevó a fines de los 80 a dejar Japón para vivir en Europa y EE.UU., aunque regresó en 1995, tras el terremoto de Kobe y el ataque terrorista de gas sarín que la secta japonesa

Verdad Suprema perpetró en el metro de Tokio. Publicado en Japón en dos tomos entre 1997 y 1998 –a la Argentina llegó en 2014–, Undergroun­d se llama el libro que condensa el mundo de no ficción de Murakami, en el que se sumerge en la psicología de su país a partir de testimonio­s de 62 sobrevivie­ntes del atentado, donde murieron 12 personas y más de 200 resultaron heridas.

Con el Princesa de Asturias, Murakami suma un nuevo reconocimi­ento literario a su vitrina, que ya cuenta con los prestigios­os Franz Kafka (2006), el Jerusalén (2009) y el Hans Christian Andersen de Literatura (2016), entre otros, pero no con el Nobel, que le viene siendo tan esquivo como hasta ahora esta distinción. “Me alegra que los lectores aprecien mis libros, pero cualquier forma de condecorac­ión es para mí una carga”, había dicho en una entrevista de 2016 al diario alemán Der Spiegel, en la que no esquivó la pregunta por el otro célebre premio: “El Nobel y yo estamos muy lejos. Aunque todas las personas del mundo me aseguraran que estoy cerca, no les creería”, aseguró.

La música y la literatura no son sus únicas pasiones, también el running. Empezó a correr a los 33 años y participa en maratones y triatlones. El 23 de junio de 1996 completó su primer ultramarat­ón, una carrera de 100 kilómetros en Hokkaido. A estas y otras experienci­as con el deporte les dedicó De qué hablo cuando hablo de correr. Además de ser el escritor japonés más leído de su generación, desata devoción cada vez que publica un libro, como ocurrió hace un mes, cuando su novela La ciudad y sus muros inciertos –la primera en seis años– salió a la venta y desde la medianoche cientos de fanáticos hicieron fila en las librerías.

Lejos parece estar el escritor de los arrebatos narcisista­s por la confluenci­a entre prestigio crítico y masividad lectora. “No soy inteligent­e ni arrogante, soy como mis lectores. Antes tenía un club de jazz y preparaba los cócteles y bocadillos, nunca me propuse hacerme escritor, simplement­e pasó. Es una especie de don del cielo, por así decirlo, y creo que tengo que ser muy humilde. Incluso hoy, mi ideal como escritor es juntar a Dostoievsk­i y a Chandler en un mismo libro. Ésa es mi meta”, sostuvo hace un tiempo. Segurament­e nada cambiará con el Asturias.

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I AFP “Nunca me propuse hacerme escritor, simplement­e pasó. Es una especie de don del cielo.”

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