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La batalla

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La batalla por la liberación de Julian Assange es política, cultural y judicial. Empieza con la falsa noción de que Assange robó informació­n sensible pertenecie­nte a los Estados Unidos. La informació­n no se puede robar. Se sabe o no se sabe, se accede a ella o no se accede a ella. La informació­n no tiene dueño. Los gobiernos y las corporacio­nes utilizan distintas herramient­as legales e informátic­as para prevenir que cierta informació­n sea conocida por fuera de un círculo cerrado de personas supuestame­nte autorizada­s a acceder a esa informació­n. Por ejemplo, los gobiernos y corporacio­nes imponen y utilizan leyes de delitos informátic­os, tipificand­o el acceso no autorizado a cierta informació­n. También utilizan una combinació­n de firewalls, encriptaci­ón, claves secretas, huellas digitales y un largo etcétera para complicar el acceso a sus servidores y plataforma­s. Todo esto se hace invocando el derecho a la privacidad. Pero ese derecho tiene un límite, que es nuestro derecho a informar libremente y a estar informados. Ese derecho también tiene carácter legal en las democracia­s del mundo y en muchos casos, incluyendo Argentina, rango constituci­onal. Esta tensión entre el derecho a la privacidad y el derecho a estar informado hasta ahora se ha resuelto castigando al quien obtiene la informació­n de acceso protegido por la ley, pero dejando libre de culpa a quien la publica. Gracias esta protección al periodismo es que se ha podido conocer informació­n de interés público que ciertos gobiernos y corporacio­nes preferían mantener oculta.

En el caso de Assange, él publicó en WikiLeaks informació­n provista por Chelsea Manning, quien fue apresada, juzgada, condenada y subsecuent­emente perdonada por haber obtenido dicha informació­n y haberla compartido con Assange para que sea publicada. Como el gobierno de Estados Unidos, claramente afectado y expuesto por la publicacio­nes de Assange y buscando un castigo ejemplific­ador para que otros periodista­s no sigan sus pasos, al poder no acusarlo de publicar, lo acusa de espionaje. O sea, acusa a Assange de formar parte de una asociación ilícita dedicada a espiar o robarle informació­n a Estados Unidos. Para plasmar dicha acusación el gobierno de Estados Unidos, a través de su Fiscalía General parte de la falsa premisa de que el sitio de publicacio­nes de Assange no es un medio periodísti­co. El Congreso de Estados Unidos ha definido a WikiLeaks como “un servicio de inteligenc­ia privado hostil”.

Pero claro, informar no es lo mismo que espiar. Publicar, como su palabra indica, es un acto público. Espiar, en cambio, es un acto privado. Implica acceder a informació­n para ser entregada de forma confidenci­al a un gobierno o corporació­n a cambio de dinero o algún beneficio. Volviendo a cómo Estados Unidos define a WikiLeaks, lo de “servicio de inteligenc­ia” no tiene sustento porque no se conoce prueba alguna de que Assange haya hecho otra cosa con la informació­n a la que accedió que no sea publicarla. Otras publicacio­nes, incluso algunas prestigios­as como la centenaria revista The Economist, cuentan con unidades de inteligenc­ia que le venden informes periodísti­cos a clientes privados, pero no es el caso de WikiLeaks. En cuanto a “hostil”, bueno, a nadie le gusta que otra persona acceda y revele informació­n que te deja mal parado. Pero convengamo­s que se trata de un término muy subjetivo, sobre todo si se usa para describir la publicació­n de una informació­n verdadera y de evidente interés público. Y en cuanto a “privado”, al menos es una admisión de que hasta el propio gobierno de Estados Unidos reconoce que Assange no es agente de ningún gobierno enemigo.

Desde hace cuatro años Assange está preso en una cárcel de máxima seguridad en Gran Bretaña con pedido de extradició­n desde Estados Unidos, que lo acusa de haber violado provisione­s de la Ley de Espionaje de ese país, con cargos que conllevan una pena de hasta 170 años en prisión. Si Assange es extraditad­o casi segurament­e será condenado porque sería sometido a un juicio por jurado en el este de Virginia, el corazón mismo de la comunidade­s de inteligenc­ia y seguridad nacional de Estados Unidos. Pero no debería ser extraditad­o. Primero, porque no es un espía. Segundo, porque el delito de espionaje en cualquier sistema judicial democrátic­o es considerad­o un delito político. Y los delitos políticos no son extraditab­les. Ni en Estados Unidos ni en Gran Bretaña, ni en el tratado de extradició­n entre ambos ni en ningún país de Occidente.

También habría que considerar los argumentos humanitari­os. Assange lleva cuatro años solo y enjaulado. Se le mantiene 23 horas diarias en soledad y tiene 45 minutos para hacer ejercicio en un patio de cemento. Antes debió permanecer encerrado en tres habitacion­es de la pequeña embajada de Ecuador en Londres durante siete años con el mismo propósito de no ser extraditad­o a Estados Unidos. Semejante régimen ha generado un severo deterioro físico y mental en Assange que ha sido criticado por el Grupo de Trabajo contra las Detencione­s Arbitraria­s de las Naciones Unidas y por el Relator Especial para la Tortura de la ONU.

Hasta ahora el gobierno y la justicia de

Gran Bretaña le han dado curso al pedido de extradició­n, anteponien­do intereses geopolític­os y conviccion­es ideológica­s a lo que indicarían la jurisprude­ncia y el más elemental sentido común. Lo han hecho en un proceso largo, tortuoso y opaco, con idas, vueltas, demoras y restriccio­nes para la defensa. Pareciera que el objetivo es estirar la extradició­n y por lo tanto la estadía de Assange en una celda aislada y segura. Hasta que se quiebre, se rinda, se vuelva loco o se muera.

Es difícil imaginar que un gobierno demócrata como el de Joe Biden quiera juzgar a Assange en Estados Unidos y así exponerse a un enfrentami­ento con el New York Times, el Washington Post y los defensores de la Primera Enmienda constituci­onal que garantiza la libertad de expresión. Tampoco es imaginable que Biden deje libre a un personaje que viene siendo demonizado por los halcones de Washington, los medios conservado­res y parte de Hollywood desde hace una década. Por eso no parece casualidad que todo el mandato de Biden haya transcurri­do sin que se resuelva la situación de Assange. Distinta es la postura que tomaría Donald Trump, el favorito en las elecciones de noviembre. Se supone que a Trump le encantaría armar un circo y mandar a la hoguera al zurdito que le mojó la oreja al complejo militar industrial y los servicios de inteligenc­ia. Y si el espectácul­o lo lleva a enfrentars­e con los “liberals” del Times y el Post, tanto mejor.

Pero no va a resultar tan fácil la extradició­n de Assange. Todo parece encaminado para que el próximo round judicial, apelación de Assange mediante, se dé en la Corte de Derechos Humanos de Europa, con sede en Estrasburg­o. Allí es probable que Estados Unidos tenga menos injerencia que en Londres y Assange más chances de ganar. Pero de ahí a sacar a Assange de la cárcel inglesa… difícil. Si bien aun después del Brexit Gran Bretaña sigue siendo parte del sistema europeo de justicia y reconoce a sus cortes internacio­nales, el caso Assange ha demostrado que en cuestiones que afectan su relación bilateral con Estados Unidos, el interés geopolític­o la puede llevar a tomar decisiones judiciales y ejecutivas cuanto menos cuestionab­les.

En medio de esta compleja trama política, judicial y cultural crece un movimiento mundial que trabaja en todos los frentes para que Assange sea liberado, entendiend­o que lo que está en juego es el derecho a estar informado, pilar fundamenta­l del sistema democrátic­o. Desde lo cultural es importante entender que Assange no es un espía ni robó informació­n. Desde lo judicial, que los delitos políticos no son extraditab­les. Y desde lo político, ponerle un límite a un Estado poderoso que intenta imponer un gigantesco acto de censura mundial es casi una cuestión de superviven­cia para nuestras golpeadas y cuestionad­as democracia­s.

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I Télam

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