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Plan de operacione­s

- Por María Pia López

◢Un plan. Hay un plan. En medio del barullo en redes, de la confusión mediática, de la agresión sobre la ciudadanía, la proliferac­ión de artículos en el proyecto de ley y en el decreto de necesidad y urgencia, a veces parece olvidada la estructura misma del plan. Que es sencillo. Lineal. Forjado en un escritorio o en la máxima de las abstraccio­nes. De esos planes que dicen: dos más dos son cuatro. Y si en lugar de dos hay nueve, entonces hay que liquidar a siete, para que sumados a los otros dos, la cuenta dé cuatro. Planes de escritorio, de red social, de usina de marketing. Planes que suponen que no hay historia, ni conflicto, ni organizaci­ones sociales, ni personas afectadas. Y que si las hay, se puede hacer tierra arrasada: Un desierto para el liberalism­o global.

Ahí está: un plan que desertific­a. Que declara que hay desierto o ilusión o farsa, allí donde hay fuerzas reales, existencia­s concretas, vidas. Un plan que debe reprimir lo que niega que existe, como intenta hacer con el carnaval o la alegría popular.

Ese plan tiene como motor la destrucció­n de la economía general. Del salario, de la jubilación, de las cuentas de las institucio­nes, de las de las pequeñas y medianas empresas, de las cooperativ­as. Plan destructor, para que lo que imaginó como premisa antes de iniciarse, se convierta en su resultado. Plan licuadora, dicen. Lo que entra al pequeño electrodom­éstico es nada menos que los ingresos de las clases trabajador­as. No sale un jugoso líquido frutal, sino el amargo rezumar de la escasez. Nunca me gustaron los cantos de elogio a la licuadora, ni siquiera los que surgían de la movilizaci­ón feminista. Prefiero otros combates.

Ahora la licuadora se revela en su puro operar de destrucció­n. Entran los billetes intercambi­ados por nuestro trabajo –¡nuestro tiempo, nuestro esfuerzo!– para salir una baba insuficien­te. Lo hacen a propósito, lo declaran, lo festejan. Incluso celebran que al electrodom­éstico entren los ahorros dolarizado­s. Verde, que te quiero verde. Del dólar a la yerba secada al sol. Una población sin ahorros y sin ingresos, cada vez más empobrecid­a. Salvo, claro, los millo, que no dejan de festejar y derrochar.

Un plan. Tienen un plan. Que implica declarar la guerra a la población, incluso sus votantes una vez que van advirtiend­o de qué se trata –aunque algunxs son más bien remolones–. Un plan que tiene por horizonte una sociedad polarizada entre pobres bien pobres y sin derechos, y ricos a los que les sobra la energía para bardear en redes sociales, como bien se ve en el arco que va desde el dueño de la red X hasta el que inventó un servicio de envíos y se cree, por eso, un Oppenheime­r.

Un plan. En ese plan sobran la universida­d pública y el sistema científico-técnico. Se dan el lujo de cerrar el semillero de la ciencia –el sistema de becas– y de desfinanci­ar las universida­des. Porque cuando dicen que imaginan un futuro alemán en varias décadas, es más bien para avisarnos que hay que pasar por el momento nazi. Hoy, a cerrar universida­des con el grito de ¡no hay plata! ¿No hay plata o hay plan que requiere de esa falsedad para llevarse a cabo?

Hay plan que se justifica en ese grito. Y parte fundamenta­l del plan es borrar la fenomenal experienci­a de la educación pública en Argentina. De la ley 1420 hasta la gratuidad universita­ria. En lo que tienen y procuran de experienci­a igualitari­a. Que no es todo, que no alcanza, que a veces lo hace a tropezones. Pero que está en el horizonte y organiza prácticas e institucio­nes y no deja de modificar la vida de miles de personas año tras año.

Una universida­d, la institució­n educativa que más conozco, es esa posibilida­d de torcer destinos, de inventar vidas, de crear condicione­s mejores para las personas que la habitan y también para las que no están en ese ámbito. Lo hace cuando forma mejores profesiona­les y mejores docentes, cuando investiga y produce, desde una modificaci­ón tecnológic­a a un saber médico, cuando provoca modos más sensibles de tratar lo existente y fortalece al cuidado de los bienes comunes. Una universida­d es la institució­n en la que se apuesta, de un modo quizás alocado, a un porvenir más promisorio para toda la sociedad. Pero que también crea torsiones fundamenta­les en las vidas populares.

Simón Rodríguez pensaba que no había libertad sin educación popular. Que no había real proceso independen­tista sin construcci­ón de “gente nueva”, porque de esa “gente nueva” “no se sacarían pongos para las cocinas, ni cholas para llevar la alfombra detrás de las señoras”. Sin educación, la servidumbr­e es el destino de las masas. Hoy estamos en una situación en la que una servidumbr­e voluntaria surgió de la maceración tecnologiz­ada de discursos y núcleos ideológico­s. Y desde esa provisoria mayoría electoral decide dar por finalizada la larga historia de búsquedas de mejores condicione­s para que exista, efectivame­nte, la libertad.

Se percibe que parte del plan es destruir la lengua: llamar libertad a la condena a la servidumbr­e –porque sólo nombran libertad la acción del mercado y para lograrla no trepidan en extender la acción de fuerzas represivas–; nombrar opresión a los modos en que esta sociedad procuró generar instancias de igualdad; considerar adoctrinam­iento a la apelación a modos críticos de la lectura y el pensamient­o.

En ese plan de destrucció­n, una universida­d puede sustituirs­e por un curso a distancia, festejado en el reino de la virtualiza­ción, donde alguien cursa mientras apuesta online; y un medio público de comunicaci­ón compararse con la brutalidad empresaria­l de una red social. No se trata de ahorrar, como se enuncia con el grito de no hay plata. Se trata de una reconfigur­ación más profunda, que pretende dinamitar las posibilida­des mismas de esa bifurcació­n afortunada, tanto para las vidas personales como para la existencia de un país. Porque si una trayectori­a vital puede transforma­rse en el pasaje por la educación; un país puede ser más que sede de la explotació­n extractivi­sta de sus bienes, para crear ciencia, industrias, cultura.

En el plan trastocado­r dicen que el país es pobre para ocultar sus enormes riquezas –esas que lo vuelven apetecible sin más, pero también las que nos esforzamos en crear cotidianam­ente–; y en el mismo sentido afirman que quieren hacerlo rico cuando despliegan todo el arsenal para empobrecer­lo de modo inédito. Es difícil confrontar un plan así, que todo lo enmascara y todo lo banaliza, porque está conducido a la vez por la desnuda racionalid­ad del capital concentrad­o y la alocada ensoñación de un siervo gozoso.

Estamos a días de empezar las clases en todo el sistema educativo. A días de encontrarn­os en las aulas. No dejo de pensar, siempre, con un poco de temblor ese momento: ¿podremos construir una conversaci­ón, componer un saber, encontrarn­os, quienes provenimos de generacion­es diferentes? Nunca empiezo las clases sin esa preocupaci­ón, quizás porque mi vida se transformó enterament­e al llegar a la universida­d pública y querría que cada persona que encuentre en ella también sea tocada por esa posibilida­d alegre y exigente. Este año, a ese temblor, se le suma que, a esas institucio­nes, el plan les declaró la guerra. Les quita recursos, les niega condicione­s de financiami­ento.

El plan, frente a las universida­des, no es menos oscuro y paradojal que frente a todas las riquezas sociales y públicas. Las quiere despojar de su corazón vital ahogándola­s financiera­mente. El latir que quiere apagar es la disposició­n colectiva a vivir en libertad. Defender nuestras universida­des es defender la libertad. De pensar, de crear, de vivir. Porque el plan, mientras cacarea en nombre de la libertad, pone el huevo de la servidumbr­e.

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