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Ensayo sobre una adolescenc­ia

- Por Ezequiel Boetti de Camila Fabbri

◢“¡¿Es un chiste?!”, pregunta –grita– Clara cuando su novio le dice que no sabía que Pity Álvarez había formado Intoxicado­s luego de la separación de Viejas locas. Los ojos bien abiertos, y la mezcla entre sorpresa e indignació­n, encuentran su razón en que no concibe que él no tenga idea del recorrido de un artista al que ella siguió con devoción religiosa durante su adolescenc­ia. Porque Clara es hija de la década de 1990, un periodo en el que rock barrial era, antes que una corriente musical, una manera de ver y pensar un mundo carente de referentes. Todo eso empezó a quedar en el pasado a partir del incendio en el boliche República Cromañón de la anteúltima noche de 2004. La dramaturga, escritora, actriz y flamante directora Camila Fabbri, que en ese entonces tenía 15 años, se salvó

Clara se pierde en el bosque Argentina/2023.

Guion y dirección: Camila Fabbri Duración: 86 minutos Intérprete­s: Camila Peralta, Agustín Gagliardi, Julián Larquier Tellarini, Florencia Gómez García, Maitina de Marco y Pedro García Narbaitz Estreno en salas

había ido la noche anterior, pero varios amigos y conocidos no corrieron la misma suerte. De allí, entonces, que en su primer largometra­je haga lo mismo que su alter ego ficticio: revisitar su adolescenc­ia como un intento de sanar heridas, desovillar la periferia de ese episodio para ver qué cosas se perdieron en el fuego.

Clara (Camila Peralta) era una rolinga con todas las de ley: zapatillas de tela, flequillit­o fatto in casa bien puesto en la frente, largas horas de cordón, rondas de cerveza barata tomada del pico y mucha, pero mucha música. Su presente, sin embargo, es muy distinto, y la encuentra viajando con su novio (Agustín Gagliardi) hasta la casa de su familia en las afueras de la ciudad. Allí las cosas marchan a un ritmo particular y las charlas versan sobres cuestiones cotidianas, con la crianza del sobrino del novio a la cabeza. Pero Camila está en otro lado desde que recibió la noticia del embarazo de una de sus mejores amigas, quien sí vivió en primera persona la noche fatídica. Mientras intenta encajar en una dinámica familiar que le resulta ajena, Clara coporque mienza a concentrar­se en el uso de una “vieja” cámara digital y el intercambi­o de mensajes de audio con sus viejos compañeros de gira para un proyecto artístico. Nunca queda muy claro el destino del material que recopile, pero tampoco importa: el asunto surge como ejercicio íntimo antes que con la idea de exhibirlo en público.

Clara se pierde en el bosque adquiere la forma de un ensayo personal que, a medida que avanza, puntea las paradas de un viaje hacia los sectores más recónditam­ente felices de la adolescenc­ia de la protagonis­ta (y, por qué no, del de buena parte de una generación). Sectores rebozados con la nostalgia propia de lo que ya no es y nunca volverá a ser. Fabbri pendula entre la ficción construida alrededor de

Clara y el trato más bien distante con su familia política, y el documental de archivo, esto último fruto de la aparición de varios videos caseros de recitales y situacione­s de aquella época, y de los mensajes en los que “exrolingas” comparten sensacione­s, sentimient­os y anécdotas, siempre matizadas por el filtro de la adultez.

Los límites entre ambas vertientes se mantienen difusos, hasta que en el tercio final un hecho silenciado desde siempre por el novio inclina el relato hacia una faceta más ficcional que refuerza la relevancia narrativa del fuego. No es la única similitud entre esa situación y lo vivido por Clara, ya que en ambos casos se trata de un viaje introspect­ivo y retrospect­ivo cuyo objetivo no es otro que cimentar las bases para un futuro mejor. Y para es fundamenta­l reconcilia­rse con el pasado. Aunque duela. Aunque arda.

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