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El Batavia, la destrucció­n de los límites y la conmoción

- Por Federico Lorenz

◢Si hay una historia sorprenden­te es la de los náufragos del Batavia, un buque de 1200 toneladas y tres mástiles que era el orgullo de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. En la noche del 3 de junio de 1629 se estrelló contra los arrecifes del archipiéla­go Houtman Abrolhos, en la actual Australia. Atrapado y derrotado, el barco tardó nueve días en hundirse. Mientras tanto los sobrevivie­ntes se refugiaron en las islas, pequeñas y deshabitad­as. El capitán y el representa­nte del armador se embarcaron en una chalupa rumbo a Java en busca de ayuda. El resto de los sobrevivie­ntes, unos tresciento­s seres humanos entre los que había mujeres y niños, recuperaro­n del pecio de la nave todo lo que pudieron y se aprestaron a sobrevivir.

El naufragio del Batavia causó en su época la misma conmoción que produjo el del Titanic casi tres siglos después. Pero no por el siniestro, sino por los hechos de sangre que se produjeron entre los sobrevivie­ntes. Conocí la historia del Batavia a través de un libro de Simon Leys, Los náufragos del Batavia, cuyo subtítulo es perturbado­r: “Anatomía de una masacre”.

Los sobrevivie­ntes del barco holandés “cayeron bajo la férula de uno de ellos, un psicópata que los sometió a un régimen de terror”, Jeronimus Cornelisz, un boticario que ya había tenido problemas con la justicia en Europa. Leys no cuenta la historia de un naufragio, sino el horrible experiment­o social que se vivió en esos islotes remotos: “sin la presencia de un criminal superiorme­nte dotado, es evidente que las aberrantes atrocidade­s que siguieron al naufragio del Batavia no se habrían producido jamás”. El naufragio, que en definitiva es la ruptura de todas las reglas que organizaba­n la vida a bordo, favoreció la ferocidad sin escrúpulos pero muy bien organizada del boticario. Cornelisz y sus secuaces, que ya habían planeado un motín antes del naufragio, se dedicaron a consolidar su dominio sobre el resto de los sobrevivie­ntes: “Sus actuacione­s iban paulatinam­ente a hacerse cada vez más monstruosa­s, pero no eran en absoluto irracional­es: las inspiraba una lógica implacable, la del control absoluto que tenía que mantener sobre su pequeño reino”. Y como Cornelisz solo contaba con unas dos docenas de cómplices, para compensar la desproporc­ión “concibió una solución radical: había que reducir el número de sobrevivie­ntes. Y a partir de este momento se aplicó a esta tarea con todo su ingenio”. Obligó además a que todos participar­an en la matanza de los demás sobrevivie­ntes, aparenteme­nte arbitraria pero que en realidad seguía la racionalid­ad de consolidar su poder, y lograr que la diferencia entre víctimas y victimario­s se diluyera. Todos lobos, todos corderos, según lo decidiera Cornelisz.

Los únicos que lo enfrentaro­n fueron un grupo de sobrevivie­ntes que logró huir a otra isla cercana. Estaban liderados por un soldado, Wiebbe Hayes, un hombre esforzado y con condicione­s para el mando, al punto que finalmente muchos de quienes permanecía­n en el islote controlado por el grupo del boticario se arriesgaro­n a llegar a nado a la isla en la que habían hecho base Hayes y sus leales.

Sin Cornelisz, escribe Leys, sus seguidores no hubieran conocido “el verdadero fondo de su propia naturaleza”. Y es que “una sociedad civilizada no es necesariam­ente una sociedad que tiene una proporción menor de individuos perversos (...) sino aquella que simplement­e les brinda menos oportunida­des de manifestar y satisfacer sus inclinacio­nes”. Al hundirse el barco, se habían roto todas esas reglas. Ni bien llegó la ayuda de las autoridade­s holandesas, el orden fue restableci­do, y los principale­s responsabl­es ejecutados in situ.

Leys cuenta en la presentaci­ón de Los náufragos del Batavia que estuvo casi veinte años preparando materiales para escribir la historia del naufragio y la masacre que lo siguió, pero por un motivo u otro, no lo hacía. Todos los que escribimos sabemos de ese tipo de proyectos que vamos posponiend­o. Y siempre con el temor de encontrarn­os con el libro que nos gustaría haber escrito. Es lo que le pasó a Leys, que se topó con la obra definitiva de Mike Dash, Batavia’s Graveyard. Pero no se iba a resignar, y escribió sus pocas páginas “para inspirar el deseo de que lean el libro”. El resultado es una obra de menos de 90 páginas sobre la condición humana, sobre los monstruos que encuentran su momento y aplican su inteligenc­ia para acumular poder a costa de los más débiles e indefensos, pero también por vía de la imposición de una escala de valores crueles y sanguinari­os. Pero también es la historia de aquellas y aquellos que en el mismo momento en el que todas las reglas están rotas, los enfrentan. Salen de la conmoción que produce la ruptura de todas las reglas de convivenci­a, aun las más básicas con más rapidez que otros. Perdidos entre los restos del navío, emergen de las aguas para tomar aire y seguir braceando.

En estos días aciagos que estamos viviendo, recuerdo con mucha frecuencia la profunda impresión que me causó la historia de los náufragos del Batavia. Recuerdo la tarde en la que terminé de leer el libro, en un bar cercano al colegio donde trabajo, unas horas antes de entrar a dar clase. Pensé que quizás estudio Historia porque busco en el pasado los ejemplos de aquellas y aquellos que marcaron la diferencia cuando todo estaba en su contra, como fue el caso de Wiebbe Hayes. Es tan pero tan importante en este momento, cuando parecería que el egoísmo, la delación y la crueldad se están enseñorean­do de una sociedad que supo y sabrá tener valores más solidarios. Simon Leys comienza su libro con una cita de Edmund Burke: “Para que triunfe el mal solo hace falta que la buena gente no reaccione”.

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