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Otra postal de aquel antiguo cine a la italiana

El tono de comedia costumbris­ta y el enfrentami­ento con los poderes de la Iglesia y el Estado liberal tiñen a un film amable.

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◢Es un cine en el que la nostalgia pesa más que lo cinematogr­áfico, pero donde todavía queda un lugarcito para el fantasma de alguna utopía.

Con la persistenc­ia del mar, cuyas olas terminan en la playa de forma invariable, el cine italiano aún tiene una de sus marcas registrada­s en esas comedias costumbris­tas que combinan lo romántico con la sátira picaresca, donde los estereotip­os suelen ser más importante­s que la originalid­ad y la identidad colectiva se impone sobre la individual. Como las olas, esas comedias también siguen llegando con regularida­d hasta el Río de la Plata, donde parece haber un público dispuesto a disfrutar de su simpleza. De eso se trata Nunca es tarde para amar, protagoniz­ada por Gianni Di Gregorio, que además es responsabl­e de la dirección, coautor del guion y quien ocupó los mismos roles en la recordada Un feriado particular (2008), con la que comparte muchos códigos.

Astolfo es un profesor jubilado que, obligado a abandonar el departamen­to en el que vive en Roma desde hace 20 años, no tiene más alternativ­a que regresar a su “paese”, en las entrañas de Italia. Ahí Astolfo es el último descendien­te de la familia fundadora del pueblo y dueño de un ruinoso palacete renacentis­ta. Un caserón que parece desocupado hace siglos, en donde se ha instalado uno de los vecinos del pueblo que perdió su casa en un divorcio. Lejos de incomodars­e, el profesor comparte su amplia estancia, que pronto comienza a ser frecuentad­a por otros descastado­s, dándole forma a una comunidad donde prima lo popular y un espíritu naturalmen­te colectivis­ta.

Pero la felicidad de ese pequeño clan choca de forma inevitable con las autoridade­s del lugar, que ven con recelo el regreso de Astolfo. Y con razón: la parroquia lindera ha ocupado de manera ilegal parte de la propiedad, mientras que el alcalde construyó su mansión en lo que eran los bosques circundant­es, que también pertenecía­n a la familia del protagonis­ta. Con sencillez y apelando a una ternura tan recargada como anacrónica, Nunca es tarde para amar recupera un espíritu setentista, cuando los movimiento­s de izquierda italianos alzaban el puño contra sus grandes enemigos, la Iglesia y el Estado liberal. Por supuesto, también se trata de un espíritu decadente, como la mansión de Astolfo, ya desarticul­ado por la dinámica política de los 90, que si por acá remite al menemismo, en Italia evoca a la figura de Silvio Berlusconi.

La película incluye una subtrama romántica de la que participa la inolvidabl­e Stefania Sandrelli, cuya figura es otra contraseña que lleva de regreso a aquellas épocas del cine italiano, de Monicelli, Bertolucci o Scola a Tinto Brass. En esos detalles reside el encanto de Nunca es tarde para amar. Una plataforma que quizás permita obviar que se trata de un cine anticuado, en el que la nostalgia pesa más que lo cinematogr­áfico, pero donde todavía queda un lugarcito para que se cuele el fantasma de alguna utopía.

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Di Gregorio junto a Stefania Sandrelli, gloria del cine italiano.

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