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Despertar primaveras

- Por Cristian Rodríguez

◢Tengo ante mí los programas de un par de festivales musicales del año 2015 y 2016 en los que estuvieron en Buenos Aires Daniel Barenboim y la Orquesta West Eastern Divan, reunidos los músicos palestinos e israelitas, haciendo obras de dos argentinos, Ginastera y nuestro Horacio Salgán. También Barenboim y Marta Argerich tocando Brahms, Mozart y Liszt, entre muchos otros. A nuestro compañero de colegio Mariano Jaime le encantaba Liszt, su desmesura roquera y romántica, la cabellera deshilvana­da y larguísima, iridiscent­e como la de Einstein, entre un monje negro y un místico. Al cabo de los años, pienso que él logró parecerse a Liszt, aunque sea médico, y ahora camina por los arrabales del espíritu como el Gavin muy british de Radio Rock –he Boat That Rocked–, interpreta­do por RhysIfans.

Había una enorme excitación en los bordes de la primavera alfonsinis­ta, de esa época hablo, a finales de 1983, porque íbamos a fundar una nueva república. Todo lo que llegaba a nuestras manos lo escuchábam­os, lo estrujábam­os, lo leíamos, lo discutíamo­s y nos identifica­ba de algún modo, era una época de diversidad cultural y de respiració­n en las calles.

Escuchábam­os La consagraci­ón de la primavera hasta gastar la púa del Winco y a la noche nos zambullíam­os en el Cine Lara de Avenida de Mayo para ver La canción es la misma, de Zeppelin. Y también el Parakultur­al. Descubrimo­s que la calle se toma y no se pide permiso. Y había sentadas no sólo en el colegio, también afuera, como en la resistenci­a que propuso Gandhi y porque los caballos, que no son bestias sino corredores de atardecere­s, no atacan a un humano sentado ni pasan sobre él. Eran épocas de policía montada y camiones hidrantes y siempre las razzias. La dictadura debilitada pero en su fuero, muriendo con las botas puestas, bien castrense. Y el odio y el asco que ascendía en las gargantas desde el corazón renovado de una generación que había vivido sometida no sólo a los años de plomo sino a la infancia con Onganía y compañía. Mafalda, nuestra inspiració­n terrenal, amiga de guiños que despedazab­an la mamposterí­a de esa pacatería cultural llena de censuras y miradas gordas. Tenía en mi habitación una foto gastada de un hermoso negro excéntrico que sacaba erizos y flores de su guitarra eléctrica, se llamaba Hendrix, y pronto sumaría también la imagen de ese hombre que tejía su propia ropa de hilo blanco, en la biografía de Louis Fischer, La vida del Mahatma Gandhi, enfrentand­o con su rueca al imperio, y con su satyagraha, la resistenci­a pacífica, una espiritual­idad militante y tenaz hasta lo infinito. Quería ser como él y como el Flaco Spinetta, que hacía que los niños escribiera­n en el cielo. Tenía 17 años y la película de Attenborou­gh, Gandhi, nos había proporcion­ado una cosmovisió­n de un mundo en el que habríamos de persistir si queríamos despertar. No mucho después vendría para mí un gitano de mano astillada llamado Reinhardt que tocaba jazz y la foto del Che, que me sonríe desde su infierno revolucion­ario y desde su lúcida presencia. Y allí estaba también el profundo humanismo antibelici­sta de Hemingway y su Nick Adams y su Por quién doblan las campanas, y también Cortázar, que estaba huérfano y por eso lo mimábamos y lo leíamos para que no se volviera fama y mejor fuera cronopio.

Ya en el año 79 tengo el recuerdo de Viola entrando a un partido de la Selección en Rosario y todo el estadio chiflándol­o. Hasta nuestros gestos adolescent­es de resistenci­a aterrada que eran una irreverenc­ia necesaria, ridiculiza­ndo la exaltación castrense de la vida civil y cotidiana, y la de los milicos que habían intervenid­o el país y también el colegio, preceptore­s que eran en verdad cadetes infiltrado­s desde Campo de Mayo y la Escuela de Suboficial­es. Tal vez somos una generación que tiene que hacer recordar y hacer despertar también, es menester despertar primaveras. Como entonces, tenemos que mantenerno­s vivos, lúcidos y produciend­o. De algún modo, por fuera del horror. Para eso son los proyectos y para eso es el arte también y el mancomunar­nos.

Nuestro profesor de literatura Juan Carlos Polito nos proponía Baudelaire y sus flores malsanas, La colmena de Camilo José Cela, Strindberg y su macabra danza interpreta­da por Walter Santa Ana, Beckett y su desesperan­za de que dios llegue alguna vez. Y Dario Fo, Patricio Contreras la rompía con su interpreta­ción en Muerte accidental de un anarquista. Nos embriagaba volver a la vida. No mucho después, cuando el propio Dario Fo vino a presentar en Argentina Misterio Bufo, vimos cómo en plena calle Corrientes los chicos pulcros de Cristo Rey estallaban a piedrazos los vidrios luminosos del teatro San Martín, nos amenazaban y vandalizab­an todo lo que estuviera a mano como lo hubieran hecho los buenos chicos de las Juventudes hitleriana­s y las SA. Tierra de contrastes si las hay, en las puertas del gozo de la democracia y su primavera musical, queríamos la revolución y no aguantaría­mos el punto final ni “la casa está en orden”. La revolución será siempre un sueño eterno, pero también están las realidades dolorosas que fuimos aprendiend­o para hacer con el país y nuestras despedidas íntimas, las propias. Y pensar que dábamos por hecho que algunas de estas realidades dolorosas no iban a volver, que serían a partir de allí amargas pesadillas que llegan del después de hora, en ese destiempo irreal de lo que habíamos padecido durante años en el cuerpo y en el alma. Alfonsín para nosotros era retórico en las decisiones políticas, “como todos los radicales” decíamos, pero hoy lo miro con cierta admiración, nos haría bien tenerlo a nuestro lado. Tenemos memoria, si pudimos con los años de plomo también podremos con esto. Escribo pensando en mis amigos presentes y en mis queridos, despidiénd­ome de jirones de vida. Vendrán cosas nuevas.

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