Descentrados
El paso del huracán
Lava Jato sobre Brasil ha descentrado a la sociedad. Las encuestas revelan que las mayores preferencias para las elecciones de 2018 se la llevan por ahora el ex presidente Lula da Silva, del Partido de los Trabajadores
(PT), y el diputado Jair Bolsonaro, un outsider extremista que cuando votó por el impeachment de Dilma Rousseff lo hizo en “honor” al militar que la había torturado durante la última dictadura.
Lula, acosado por varias denuncias de corrupción, ha retomado la práctica de las caravanas, que se concentran en la empobrecida región del nordeste, su bastión inexpugnable, donde en algunas poblaciones llega a recibir un 80% de aprobación. En sus discursos denuncia a “las élites”, a las que acusa de cebarse en su persona por la profunda transformación que aplicaron los gobiernos petistas, y critica a la clase media que salió a las calles reclamando contra la corrupción.
Bolsonaro, del Partido Social Cristiano, gana popularidad a fuerza de declaraciones terribles (“los negros no sirven ni como reproductores”), de defender la pena de muerte, de oponerse al matrimonio igualitario o de decirle a una diputada que “no merecía ser violada” por “ser fea”.
En Brasil se ha esfumado el centro político. El PMDB de Michel Temer y el PSDB del ex presidente Fernando Henrique Cardoso han sido devastados por la convicción popular cada vez más extendida de que impulsaron el juicio político a Rousseff para tener una “víctima propiciatoria” que les permitiera reducir la presión de la opinión pública y “lavar” el Lava Jato, conscientes de que el grueso de sus dirigentes, legisladores y representantes estaban involucrados en el esquema de corrupción que se montó alrededor de las grandes constructoras y la Petrobras. Su única esperanza es el gobernador de San Pablo, Geraldo Alckmin, al que Lula ya derrotó en 2006.
El problema es que en un país con una auténtica segunda vuelta electoral –donde hay que superar el 50% de los votos– el centro político, integrado por esa porción del electorado cuyo voto no es fiel y debe ser conquistado en cada elección, es fundamental.
Así lo entendió Lula en 2002 cuando, acusado de “arriar las banderas históricas” del PT por la izquierda de su partido, avisó en una carta pública que no anularía las privatizaciones, que seguiría pagando la deuda externa, y que su objetivo central no sería la revolución, sino que todos los brasileños pudieran comer tres veces al día.
Pero hoy parece no haber centro en Brasil.