La señora de los anillos
Enfrentarse con anillos, entonces, es hacerlo con sus capacidades mágicas; esas que le vienen del círculo como forma perfecta. Además con los juicios que se desprenden de sus cualidades: el poder absoluto que bajo la forma de lo invisible o lo indestructible pone al hombre en situación extrema. De esos dobleces están hechos los anillos en los cuadros de Cynthia Cohen. De la perfección de la superficie facetada de las piedras que los componen. Esos reflejos que son asombrosos. De ese tamaño, de esa escala desorbitada, que los arroja fuera de lo humano: son joyas para manos de monstruos. Enormes piezas engarzadas con la ambigüedad de lo bello y lo abyecto vuelven para exhibir sus misterios escondidos. En ellas, incrustación de lo bueno y lo malo. Relucientes al consumo y opacas en sus significados: los compromisos, los regalos, los chantajes, las venganzas, las promesas.
Una composición que todo lo contiene. Que alude al infinito con su circunferencia, a las sagas que lo usaron como talismán, a la leyenda del rey que llevaba uno con la frase “esto también pasará”, antídoto contra la desesperación de algún tiempo, y al que se forjó el nibelungo con el oro del lecho del Rhin para tener el poder supremo. O el del Capitán Beto, chofer de un paseo existencial por una ciudad perdida. Porque “su anillo lo inmuniza de los peligros/ pero no lo protege de la tristeza/ surcando la galaxia del hombre/ ahí va el Capitán Beto, el errante./ Tardaron muchos años hasta encontrarlo/ el anillo de Beto llevaba inscripto/ un signo del alma”.