Perfil Cordoba

Padre no hay uno solo

- CARLOS E. DIAZ

Hasta mis 25 años, cuando comencé a trabajar como editor, sabía a qué se dedicaba mi padre, sabía que era bueno en lo suyo y no mucho más, como suele suceder. En ese momento todo cambió, porque empecé a compartir con él un mundo, un oficio, y comprendí bien qué hacía Alberto, cómo lo hacía.

Por eso puedo decir sencillame­nte que Alberto Díaz es un gran editor, uno de los buenos, de la vieja escuela, de esos que están en franca extinción (aunque probableme­nte lo que esté en crisis sea ese mundo editorial que era impensable sin estos editores). Un editor culto, que construye vínculos personales con sus autores (“tiene autores” y no publica simplement­e libros), que sostiene un compromiso político, es fiel a una línea editorial y ayuda y acompaña a sus autores a desarrolla­r su obra sin pedirles que sucumban a la tentación de explotar comercialm­ente algún pequeño éxito (repetir hasta el cansancio algún modelo que funcionó o escribir sobre algún tema candente que pronto quedará en el olvido). Al mismo tiempo, es un editor que entiende muy bien el negocio editorial y que, lejos de jugar a no ensuciarse las manos hablando de ventas, dinero y difusión, comprende que esos son aspectos centrales a la hora de hacer un trabajo profesiona­l. A lo largo de toda su carrera, mi padre valoró y se preocupó especialme­nte por construir y cuidar las relaciones personales, tanto con los libreros como con los autores y los editores, en un marco de respeto y de reconocimi­ento. Así que de alguna manera tengo dos imágenes fuertes de padre, muy distintas entre sí. Uno, el de entrecasa, mi viejo, con quien viví los primeros veintipico de años de mi vida. Y otro, el que descubrí después y de quien hoy soy colega, alguien que se convirtió en un gran amigo con quien nos hemos divertido a lo grande compartien­do cenas, viajes, charlando de cosas del mundo del libro y de los autores (¡tema recurrente entre editores si los hay!)

De chico o adolescent­e viví con absoluta naturalida­d salidas a pescar con Cortázar, una cita para tomar el té en la casa de Beatriz Guido o cenas con Juan José Saer, Ernesto Sabato o Tulio Halperín Donghi. Cuando vivíamos en Colombia o en México y no tenía con quién dejarme, mi padre me llevaba a la editorial donde trabajaba y yo pasaba horas ahí adentro, chocho. Sin embargo, nunca busqué ni deseé trabajar como editor, hasta que a los 25 años me hicieron “una oferta que no pude rechazar”. Y fue mi viejo el que quizá sin proponérse­lo, y segurament­e por eso funcionó, me transmitió los códigos y los placeres de este oficio. Por eso, no puedo mencionar mis inicios como editor sin recordar, y

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