Aldo Manuzio, el verdadero visionario
En “Los primeros editores”, libro que saldrá ahora por editorial Malpaso, el historiador y periodista italiano Alessandro Marzo Magno analiza las razones que hicieron que Venecia, en el siglo XVI, deviniera una capital mundial del libro. Y se adentra en l
Siempre se dice que cada nueva revolución tecnológica causó temores y euforias. Que nos divide en apocalípticos e integrados, como diría Umberto Eco. Uno de los primeros registros de esta “grieta”, hace dos mil quinientos años, se puede advertir en el Fedro. Allí Platón sostenía que la escritura venía a atrofiarnos la memoria y, en ese sentido, se trataba de una especie de pharmakon, palabra que puede significar remedio, pero también veneno, y que podría incorporarse con cierta facilidad al léxico de quienes hoy tienen posturas fatalistas en relación a las nuevas tecnologías de la palabra y continúan discutiendo si será el fin de la cultura letrada y se volverá a una nueva fase de oralidad, como ya planteaba Marshall McLuhan en los 60, si ya nos convertimos en chimpancés o todavía no, mientras el Poder lo comprendió todo desde el principio y ya aprendió a utilizar la innovación y el algoritmo para, por ejemplo, ganar elecciones, o maximizar ganancias, a tratal vés de una hábil gestión de ese pathos aristotélico que ahora llaman posverdad y que invita a reconsiderar la obsolescencia de la teoría de la aguja hipodérmica.
Pero antes de todo esto –retrotraigámonos un rato– hubo una tecnología de la palabra frente a la cual el Poder –por entonces la Iglesia, principalmente– no tuvo tanta pericia. A la imprenta de tipos móviles,
vez uno de los dos o tres inventos más revolucionarios de la historia, no pudieron más que oponerle un Index Librorum Prohibitorum y algunas hogueras pedagógicas. El temor se fundaba en el hecho de que, a partir de entonces, cada cual podía acceder a la lectura sin el control de los intermediarios, o sea, del clero, y por supuesto no se podía permitir que proliferaran los Menocchio de Montereale argumentando que Dios y los ángeles surgieron como surgen los gusanos del queso fermentado.
Ahora bien, el invento es, como se sabe, de los alemanes. Se le atribuye al orfebre de Maguncia Johannes Gutenberg. Pero lo cierto es que para vender libros los germanos tuvieron que ir a Venecia, y ahí es donde se introduce la otra gran innovación: nace el negocio del libro, o el libro como negocio, y empieza a configurarse la primera gran industria editorial moderna que, durante muchos años provee buena parte de los libros que se consumen en Europa. Pero, ¿por qué todo esto sucede allí? ¿Qué es lo que hizo que ese territorio deviniera una capital mundial del libro?
En Los primeros editores, libro que saldrá ahora por editorial Malpaso, el historiador y periodista italiano Alessandro Marzo Magno analiza esa cuestión y explica que Venecia reunía básicamente tres condiciones: “Alta concentración de intelectuales, amplia disponibilidad de capitales y una alta capacidad comercial”, pero también recuerda que la
Repubblica Serenissima, como era conocida entonces, fue una de las cunas del humanismo, una ciudad donde la Iglesia Católica no tenía tanta influencia, al menos hasta que logra entrar la Inquisición, pero eso sucede ya bastante entrado el siglo XVI.
En ese contexto, empiezan a proliferar las imprentas y las casas editoriales. Marzo Magno sigue el rastro de la primera publicación del Talmud y el primer Corán impreso en árabe. Pero también se detiene en un personaje al que la historia nunca terminó de valorar en toda su dimensión: Aldo Manuzio, quien podría considerarse el primer editor en el sentido moderno de la palabra, ya que por entonces los impresores eran una suerte de “obreros de la plancha”, a menudo analfabetos, que comercializaban libros de la misma forma en que podían comercializar especias, mientras que él “fue un empresario y un intelectual que editaba los libros por su valor comercial, pero también por su valor cultural”, dice Marzo Magno, y agrega que a éste “Miguel Angel de los libros” la cultura occidental le debe muchas innovaciones, entre ellas varias comúnmente atribuidas a los ingleses. “El libro de bolsillo, por ejemplo, no fue inventado en Londres para los viajeros que iban a trabajar en tren, como podemos leer fácilmente, sino que fue inventado por Aldo Manuzio en Venecia en 1501”, dice.
Pero además de ese formato en octavas, Manuzio también introdujo otras novedades. Entre ellas, la letra cursiva, la arroba y ese signo del que hoy todos prescinden, y cuya razón de ser es para muchos uno de esos misterios insondables de la vida: el punto y coma.
Todo esto, cuenta Marzo, lo llevó a alcanzar una fama de la que trató de rehuir, máxime cuando le empezó a pasar eso que, de ahí en más, le pasaría a muchos editores célebres. En una carta dice: “Todos estos desocupados no me molestan tanto como aquellos que vienen a ofrecer un poema o algo en prosa (en general muy banal) que quisieran ver publicado bajo el nombre de Aldo”, situación que lo llevó a adoptar una medida extrema: “He puesto un cartel en la puerta de mi oficina donde dice: ‘Quienquiera que seas, Aldo te pide que expongas tu cuestión con brevedad y te vayas cuanto antes’”.
Fue quien introdujo el libro de bolsillo, la letra cursiva y el punto y coma.