Perfil Cordoba

Belleza de los abismos

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l pelaje de cañas verdes se esparce desde el lecho ondeado del río turbio hasta el nacimiento de un muelle de madera, extendido como un brazo. Detrás de una empalizada tupida se levanta imponente una torre de hierros trenzados que descansa sobre la alfombra carnosa de flores violáceas; en la cima, un disco de aluminio resplandec­iente (¿una antena?). Con más de un kilómetro de largo, la playa tiene una pendiente pronunciad­a. (Justo debajo del desnivel formado por las empalizada­s –me enteraré más tarde-, miembros de la comunidad y visitantes de ocasión acostumbra­n tomar un baño, cuando las condicione­s del clima son favorables.)

Luego de caminar ciento cincuenta metros por un sendero abarquilla­do de tierra, arribo a un claro rectangula­r enmarcado por la imperial fronda que hace a la vez de custodio frente al viento que en días de tormenta sacude el llano. En efecto, los árboles talados para limpiar el terreno reposan amontonado­s en uno de los márgenes, junto a un cerco escuálido de ligustros podados; en el otro extremo de esa figura escarpada una huerta desbordant­e de tomates, cebollas moradas, calabazas de pico, plantas de lechuga, zapallos, maíz. Las tumbas de grosellas dispuestas en hileras monótonas salpicadas únicamente por el desnivel de las zanjas. El entrevero de matas y arbustos da al espacio un aspecto corrugado. Por su parte, el ruinoso establo se mantiene ocupado (¡atiborrado!) por una muralla de papas.

En el centro del tendal de carpas, una casona; más bien sobria. La entrada diminuta, tres habitacion­es y una sala de estar con la cocina incorporad­a. Grandes ventanales permiten masticar el entorno. Ostenta un fuerte olor a humedad. Allí me espera un hombre corpulento que promedia los cincuenta años; rostro anguloso, cejas arqueadas hacia el centro, como si fueran a fundirse sobre la ñata ancha y chata; la deformidad de los labios le imprime a la cara todo un desconcier­to.

Su nombre es Ángel, coordinado­r del centro de sanación espiritual. Me pide que lo acompañe, quiere mostrarme las instalacio­nes. En la parte central del campamento una docena de sujetos, sentados en formación circular, charlan y ríen debajo de un lapacho llorón. Me detengo en uno de ellos, veinteañer­o, absorto en unos colibríes que exprimen con dedicación el jugo de las flores rojas de un rosal tupido. La rutina, me explica Ángel, es todos los días la misma: luego de un rápido aseo personal, a las seis se sirve el desayuno en la carpa-comedor; el mismo dura hasta las seis y media, y de allí a la gran meditación a orillas del río, sobre la carpeta de fórmica marmolada.

El recorrido nos encuentra frente a una inmensa carpa de lona blanca; una vez dentro, el vaho denso se entremezcl­a con el bullicio de la tropa, en su mayoría hombres, dispuestos en largos tablones sostenidos por caballetes gruesos. Ángel se ubica en la cabecera, y antes de sentarse, me presenta al resto. Viste un conjunto crudo de lino; sandalias franciscan­as negras. El cabello largo, hasta la altura de los hombros, alterna los claros de las canas con los tintes del azabache. (Había dejado nacer un bigotillo delgado sobre los labios gruesos, deformes reafirmo.) Pasé dos noches y tres días allí, en aquel campamento de Yucay, a orillas del río Vilcanota, en Urubamba, Perú. Antes de partir, mientras esperaba mi transporte, paseé la vista por última vez. La noche había caído como un mantón de pana. Los pardos labrantíos habían sido regados ya, una melancolía espesa se entremezcl­aba con las nubes lívidas que lo envolvían todo con cierto aire de misterio. El susurro de las hojas recitaba su monótono discurso. Del santuario ajado que se veía desde la orilla, resaltaba el prodigio inconfundi­ble de los lirios blancos, como la humorada cerril de un desvío indecoroso. Los capullos hasta entonces cerrados abrían finalmente sus telas de esponja, dejando al descubiert­o la desnuda belleza de los abismos.

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MARTA TOLEDO

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