La tristeza de los duques
después de abrir su corazón ante los británicos en la pantalla de la BBC, inauguró un PNG (principado no gubernamental) desactivando minas antipersona en África y rezando con la madre Teresa en India. Hizo de la compasión la bandera de su principado; la compasión entendida no como una comunión en la que acompañas al otro sintiendo su dolor, sino como una emoción que va hacia uno mismo e intenta embellecer, por medio de otro, la bonita imagen que uno se fabrica: es lo mismo que dar limosna. Harry y Meghan hacen lo propio con la diversidad, el racismo, el bullying (siguen las causas).
Las monarquías, antes que nada, son familias. En España, por ejemplo, cada vez cuenta con menos miembros en virtud de los casos de corrupción, trastiendas sentimentales y privilegios consumados fuera del protocolo establecido. En Dinamarca y Bélgica, también han tenido problemas con la Justicia y, si se repasa una a una las casas reales europeas, los temas de Estado son menos relevantes que las cuestiones que alimentan los reality shows. En los últimos años, su vida se toma más tiempo en los sets de televisión que en las habitaciones de palacio.
En una época en la que la telerrealidad y las redes se han convertido en vectores de comunicación de la política, banalizada a través de un camino que se inició con Silvio Berlusconi, cuya primera presidencia coincidió con el apogeo mediático de Diana Spencer, y llega hasta hoy con Donald Trump, una cima de la deconstrucción política que no habría que desatender, la charla de la pareja real con Winfrey no es un simple entremés más del menú que ofrece el reality, es una pièce de résistance de otra forma del poder.
El príncipe Guillermo, si el destino no se lo impide, algún día será monarca siguiendo un guion que toma de la historia. Harry, su hermano, al igual que hizo su madre, escribe el suyo porque aprendió de ella lo importante: mejor que ser rey es estar convencido de que lo eres.