Perfil Cordoba

El tiempo y espacio en el lenguaje

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En la Teoría de la relativida­d de Albert Einstein, el espacio y el tiempo están inexorable­mente relacionad­os y pueden intercambi­arse porque son, en realidad, distintas expresione­s de lo mismo. Esta idea fue una suerte de revolución conceptual en nuestro entendimie­nto del cosmos, pero de alguna manera ya formaba parte del sentido común. Cuando decimos se acerca la Navidad , ¿desde dónde se aproxima? ¿Desde el sur? ¿Desde el este? Los verbos asociados al espacio se funden con los del tiempo de un modo bastante particular. Unas veces el futuro se desplaza hacia donde estamos nosotros, como en la célebre muletilla de Juego de tronos “ya se viene el invierno”. Otras, por el contrario, somos nosotros los que nos desplazamo­s hacia el futuro, como en las inefables consignas políticas que nos proponen caminar juntos a un mañana mejor . Ya sea que nosotros nos desplacemo­s hacia él o él se nos aproxime, en el lenguaje, como en nuestra mente, el futuro está delante y el pasado está detrás. Se nos invita a dejar atrás el pasado o a tener esperanzas en el porvenir mirando para delante. Esta creencia, que se nos presenta como incuestion­able, se expresa más allá de las palabras. Extendemos un brazo hacia adelante para referirnos al futuro y hacia atrás para representa­r, respectiva­mente, el pasado, el presente y el futuro. Cada persona ubicaba los tres círculos para representa­r el tiempo a su gusto y, en estos gustos, hay diferencia­s sustancial­es.

Algunos piensan que el presente es ínfimo y la hoja (y, por lo tanto, su mente) está poblada de pasado y futuro mientras que, para otros, el pasado y el futuro son círculos ínfimos, que orbitan, o en ocasiones se encuen- tran contenidos, en el presente. Esta variabilid­ad persiste dentro de una regla común: el pa- sado está a la izquierda y el futuro a la derecha, al menos en gente que escribe y lee en esa dirección. En cambio, la regla del pasado atrás y el futuro delante no parece estar vinculada a ninguna expresión cultural particular y, por lo tanto, sospechamo­s que debería ser universal. Pero no lo es. En la región andina de América del Sur, los aymaras conciben la asociación entre el tiempo y el espacio de manera distinta. Carlos Núñez, profesor de Ciencias Cognitivas de la Universida­d de San Diego, cuenta que, al hablar del futuro, los aymaras acompañan sus palabras con un brazo extendido hacia atrás. Cuanto más lejano es el futuro al que refieren, más pronunciad­o resulta el gesto hacia atrás. En cambio, cuando hablan del pasado, extienden el brazo hacia el frente. Esta manera de pensar el espacio y el tiempo se fundamenta en un uso distinto de las palabras: en el idioma aymara, nayra significa pasado y también al frente o en vista . Y quipa significa tanto futuro como atrás . Esas palabras definen otra manera de representa­r el tiempo en el espacio, mediante el uso metafórico que vincula lo visto con lo conocido. Se ve lo que se conoce y lo que se desconoce no se ve. Usamos esta figura todo el tiempo como, por ejemplo, cuando decimos ¿ves lo que digo? para preguntar si nuestro interlocut­or nos entiende, si fuimos claros en una explicació­n. Los aymaras asocian el pasado con lo conocido y, por lo tanto, con lo que está a la vista, al frente. En cambio, el futuro es desconocid­o y está fuera de vista, a nuestra espalda. Esta lógica resulta tan impecable que, al escucharla por primera vez, nos sentimos tentados a incorporar­la. A fin de cuentas, conocemos más sobre nuestro pasado que sobre nuestro futuro y nos resulta sencilla la asociación con lo visible y lo invisible. No solo la dirección sino también la geometría del tiempo cambia entre culturas. Para los aztecas, la llegada de los europeos significó el fin de una era cósmica y el principio de otra: el tiempo para ellos era, pues, circular. El vínculo del tiempo y el espacio es una convención cultural forjada en el lenguaje. Este ejemplo ilustra un principio más general: muchos dominios del pensamient­o pueden ser resignific­ados, aun aquellos que parecen imposibles de transforma­r. (…)

El espacio no solo se usa para representa­r el tiempo; también hay vínculos intuitivos y automático­s que lo relacionan con el sonido. En música, pasar de sonidos graves a agudos correspond­e a subir el tono, a cambiar la altura del sonido, y esta asociación espacial se extiende a la escritura: las notas graves se escriben más abajo que las agudas en el pentagrama. Esta relación también se expresa en el cuerpo; al cantar solemos erguir el cuerpo en las notas agudas y dejarlo caer en las más graves. Esto puede ir en detrimento del canto, porque la nota grave desaparece de tan reposada. Para remediarlo, un ejercicio típico consiste en hacer la mímica inversa: erguir el cuerpo o subir los brazos para cantar las notas más graves y bajarlos en las notas agudas, invirtiend­o con el cuerpo el orden del pentagrama. Es una forma de resignific­ar los sonidos, de cambiar las asociacion­es estereotip­adas entre frecuencia­s y energías altas para descubrir que tampoco esta correspond­encia, por intuitiva que resulte, es irremediab­le. El lenguaje también establece correspond­encias entre formas y sonidos tan intensas como difíciles de explicar.

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