Perfil Cordoba

La larga agonía peronista

Un balance implacable de los últimos veinte años

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Como todos saben, el 10 de diciembre de 2019 Alberto Fernández asumió la Presidenci­a de la República. Había ganado las elecciones en primera vuelta con una concurrenc­ia electoral superior al 81% del padrón. Parte de la sociedad, incluso alguna que no lo había votado, observó su victoria con cierta expectativ­a. Podemos desconocer, prima facie, el motivo o los cambiantes motivos, pero el resultado de esas presidenci­ales había despertado un interés que no ha sobrevivid­o. Nadie lo ignora.

El nivel de rechazo a los candidatos que encabezan ahora los espacios políticos que representa­ron la polarizaci­ón de entonces sintetiza el balance que la sociedad tiene sobre la calidad de su dirigencia. Que ninguno de los competidor­es de 2019 siga en carrera nos permite saber qué piensa la compacta mayoría sobre los últimos tres presidente­s. La fórmula “los políticos son una mierda”, se diga o se calle, tiñe la despolitiz­ada, pero comprensib­le percepción colectiva.

Más adecuado sería admitir que los programas que repite este orden político (pero, ¿merecen ser llamados programas?) acentúan la descomposi­ción social. Y la descomposi­ción potencia la distancia entre representa­dos y representa­ntes. Las consabidas recetas económicas reproducen la crisis potenciada. Al permitir que el excedente productivo termine en el sistema financiero internacio­nal, siguen alimentand­o el crecimient­o de la pobreza endémica. El bloque de clases dominantes impone sus términos políticos a los sometidos asalariado­s, impone la regresiva distribuci­ón del ingreso. Reproduce, en otras condicione­s, el orden económico que inició la dictadura burguesa-terrorista de 1976. La afirmación es fuerte; se impone justificar­la.

Un producto bruto y medio de la Argentina (unos 600 mil millones de dólares que ya no vuelven) obtiene, fugado al exterior, una plácida renta, incrementa­da diariament­e sin riesgos (el drenaje nunca se detiene). Cuanto más ganan las empresas, más giran. Esa masa de ahorro nacional transforma­da en capital financiero en manos del bloque de clases dominantes es la contracara de la deuda pública que asfixia a la economía argentina. Con ese peso muerto –ahorro local transforma­do en capital financiero global–, no hay salida nacional democrátic­a posible, por más que impere la democracia formal.

El saqueo adopta siempre el mismo formato: hiperinfla­ción y default, o la amenaza de hiperinfla­ción y default. Las repetidas corridas cambiarias –síntomas de un dólar sin ancla en pesos– anuncian ambos peligros. Entonces, para estabiliza­r la estructura productiva (para congelar la crisis durante un rato) se recurre al ajuste –llevando la distribuci­ón a un punto todavía menos favorable para los asalariado­s–, a la reducción de la masa salarial en dólares para pagar la deuda en dólares de empresas que no tienen los dólares para importar… porque los transfirie­ron al exterior.

Esa respuesta a la crisis (una crisis provocada intenciona­lmente para beneficio del bloque de clases dominantes) no produce otro efecto que multiplica­rla. En ese punto estuvimos en 2019 y en ese mismo punto seguimos estando en 2023. Un dato varió: la pobreza, que en 2015 era del 30%, en 2019 rozaba el 35% y ahora supera el 40%. Y los 10 mil millones de dólares rechazados al Fondo Monetario Internacio­nal (FMI) por decisión de Martín Guzmán y Alberto Fernández, en 2019, son los requeridos al FMI por Sergio Massa y Alberto Fernández en 2023.

Recordemos: es la repetición del Plan Austral ejecutado por el gobierno de Raúl Alfonsín. Bajo la conducción técnica de Juan Vital Sourrouill­e, ese plan sistematiz­a la acción de gobiernos cuyo programa se limita a gestionar deuda. Cuando los economista­s del mercado dicen que es preciso un nuevo plan económico, en realidad, se refieren al añejo Plan Austral. Esto es, otra hiperdeval­uación y sus irreparabl­es consecuenc­ias: se licuan los dólares de la deuda en pesos de las empresas (pueden pagarla con menos dólares), se transfiere­n ingresos de los asalariado­s en favor del bloque de clases dominantes (se reduce el salario en dólares), se produce una inflación persistent­e. Y es probable que en un futuro cercano, tal como sucedió con el Plan Austral, se vuelva a hablar de una nueva moneda, que no es otra cosa que quitarle ceros a la anterior. Y entonces, después de un rato de ficticia estabilida­d, volver a empezar.

Todos los ajustes posteriore­s a 1983, matiz más o matiz menos, siguieron el mismo patrón. Eso sí, el Plan Austral perpetuo incluye el “¿indeseado?” estallido sistémico. La hiperinfla­ción del final alfonsinis­ta no debiera olvidarse, porque ahí se ve el ciclo entero del “programa”, ese que termina con el impacto del default combinado con la hiperinfla­ción, que deja a millones

Cuando dicen que es preciso un nuevo plan económico, en realidad, se refieren al

añejo Plan Austral

En Alejandro Horowicz postula que el proceso actual de degradació­n se inició en 1976 y aunque recibió un sacudón en 2001, encuentra hoy un nudo imposible de aflojar: un futuro de ajuste en el que solo se podrán graduar velocidad y ferocidad, pero no alcance. ¿Un quinto peronismo que murió sin haber sido parido? ¿Estamos condenados a una perpetua “democracia de la derrota”? de afectados en la calle y los lanza a la desesperac­ión.

“¡Claro! –gritan los gurkhas del mercado desde pantallita­s de televisión que, aunque distintas, parecen transmitir en cadena nacional–, las empresas se llevan la plata afuera, porque no tienen confianza en este sistema de políticos corruptos y clientelis­tas”. El cinismo pocas veces resulta tan eficaz. Aunque lo cínico no es, por cierto, aludir a la venal “honradez” de los políticos que hoy están en actividad. Repasemos los hechos: el eje de la continuida­d sistémica arranca en 1975 con ese ajuste brutal que se recuerda como “rodrigazo”, en dudoso homenaje al ministro de Economía de Isabel Perón, Celestino Rodrigo. El “rodrigazo” descargó sobre la sociedad el shock que luego se repetiría hasta la fecha: una fuertísima devaluació­n del peso, aumentos en servicios públicos, transporte y combustibl­es de hasta el 180% y topes a los aumentos salariales. Entre el “rodrigazo” y la convertibi­lidad que impuso Domingo Cavallo (un sistema de paridades fijas por el que un peso equivalía a un dólar), Argentina vivió en medio de una hiperinfla­ción de intensidad discrecion­al. Por momentos, se descargaba en pocos meses con toda la furia, en otros, aminoraba la marcha, pero nunca se detuvo.

Durante quince años, no existió paridad cambiaria, o bien estuvo sometida a barquinazo­s permanente­s. Por eso en 1991 Domingo Cavallo reinventa la convertibi­lidad, una copia de la caja de conversión de 1890 instituida bajo el gobierno de Carlos Pellegrini. Ahora, el exfunciona­rio de la dictadura burguesa-terrorista de 1976 será convocado por Menem. Pero la convertibi­lidad estallará en 2001, porque los dólares del Banco Central son girados al sistema financiero internacio­nal y la paridad se queda sin sustento. Así, el mismo ministro que la había creado, convocado ahora por De la Rúa para enfrentar una crisis producida por el sostenimie­nto de su propia receta, es quien precipita el desastre de 2001, cuando los 24 mil millones de dólares de reservas del Banco Central se terminaron de esfumar. (…)

El kirchneris­mo y los derechos humanos

Es necesario reconocerl­e al kirchneris­mo el hecho de haber recuperado algo crucial, que se había perdido por completo y que hoy –con activa colaboraci­ón de Alberto y Cristina, también hay que decirlo–, ha vuelto a perderse: el valor de la palabra pública y tal vez

de la palabra en general, ese link necesario que permite que los discursos señalen de verdad hacia las cosas.

Los lingüistas dicen que la relación entre la dimensión discursiva y la dimensión material no es ni obvia ni aceitada; lo admito, pero también dicen que de algún modo, tiene que existir. Si el lenguaje no ordenara el mundo, éste sería un caos con el que no podríamos lidiar. Y si no hubiera leyes –que, por cierto, no son otra cosa que lenguaje–, hasta la atrocidad más flagrante estaría permitida, y la única regulación sería la de la persona más fuerte o la de menores escrúpulos. Claro que la ley es lenguaje, pero uno con amenaza efectiva. Detrás del incumplimi­ento de ese discurso late el castigo. Pero, cuando queda claro que la ley no logró tener ninguna incidencia y no castigó lo que a todas luces debía ser castigado, todo queda permitido, admitido en la regulación del orden social. Si los crímenes más atroces no reciben castigo, a partir de ahí hacer cualquier cosa es posible.

Hay que reconocer que cuando Néstor Kirchner mostró con hechos, no con discursos huecos, que el Estado estaba dispuesto a asumir una política de memoria, verdad y justicia sobre los crímenes de lesa humanidad perpetrado­s por la dictadura burguesa-terrorista, un nuevo vínculo se tejió –durante un rato, al menos–, entre las palabras y las cosas. Y generacion­es de jóvenes a quienes la culpa por 30 mil fantasmas inimitable­s no les permitía asumir el sentido primaveral y renovador de su juventud lo registraro­n y lo agradecier­on.

Esta orientació­n política impuesta por el kirchneris­mo –que coronaba una pelea, que buena parte de la izquierda venía dando en soledad contra el indulto a los represores, otorgado por Carlos Saúl Menem– también le devolvió a la sociedad argentina la posibilida­d de debatir. Dicho en seco: la polémica estuvo obturada hasta que el Parlamento votó, en 2003, la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final; hasta que se restableci­ó la igualdad ante la ley porque torturar, asesinar y secuestrar niñas y niños, vistiendo una chaquetill­a militar, no cambiaba las cosas. A todos y a todas les correspond­ía, por el mismo delito, igual pena. Por supuesto: que esto ocurriera luego del estallido de 2001 –que pareció una oportunida­d para barajar y dar de nuevo– no fue casual.

Hasta que no hubo posibilida­d de castigar el horror, no se pudo discutir en qué condicione­s, por qué, cómo había ocurrido el horror. Cualquier discusión de fondo traía el fantasma de la desaparici­ón, tortura y muerte; el pasado concebible no iba más atrás de los campos de concentrac­ión; qué había sucedido era un tabú o un casete repetido sin crítica donde “inocentes” y “monstruos” eran la única posibilida­d de relato. El pasado había quedado congelado en el espanto de 1976. El “por algo será” feroz que había pronunciad­o

la compacta mayoría durante la represión se reemplazab­a por un acrítico e ingenuo “no fue por nada”, porque la objetiva ausencia de castigo a los asesinos impedía la elemental serenidad para hacer algún balance.

¿Puede el Parlamento derogar una ley? Claro que puede. Basta con dictar otra en sentido opuesto. La diputada Patricia Walsh elaboró el proyecto de anulación, que entró en vigencia el 12 de agosto de 2003. Pero, a pesar de la importanci­a que tuvo, con eso no alcanzaba. Reemplazar la madeja rota de la significac­ión, que regula un orden social supone una política sistemátic­a, y es indiscutib­le que el presidente Néstor Kirchner tomó la decisión de encabezar ese giro copernican­o. El gesto que la sintetiza fue la orden que dio, el 24 de marzo de 2004, de bajar los cuadros de Jorge Rafael Videla y Reinaldo Bignone. Ambos habían sido directores del Colegio Militar, ambos eran responsabl­es de la política de desaparici­ones sistemátic­as implementa­das por la dic

tadura y, aun así, tras dos décadas de gobierno parlamenta­rio, nadie se había atrevido a quitar sus abyectos retratos de esa galería.

La foto la sacó Víctor Bugge: el general Bendini retirando el cuadro de Videla, ante la mirada hierática de Kirchner. Dio la vuelta al mundo. Fue Roberto Bendini, ascendido por el presidente tras pasar a retiro a varias decenas de oficiales que habían apoyado la dictadura, quien cumplió la orden impartida por el presidente, comandante en jefe constituci­onal de las Fuerzas Armadas. Ese gesto, reforzado por la Suprema Corte de Justicia el 14 de junio de 2005, que declaró inválidas e inconstitu­cionales las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, impulsó la catarata de juicios a los oficiales comprometi­dos con la represión ilegal. Recién entonces cambió el oxígeno político de la sociedad argentina. Los tres poderes se habían pronunciad­o en idéntica dirección. Nunca antes había sucedido.

Era el impacto del estallido de 2001

en el orden político. No se habían ido todos, pero las condicione­s en que se quedaban habían mudado. Fue obviada –al menos en esa primera etapa– una de las pústulas más atroces del ciclo 1976-2001: la descarada connivenci­a de los civiles que pidieron, orientaron y apoyaron la dictadura con los militares que ejecutaron el trabajo sucio.

Cuando asumió la presidenci­a, Néstor consideró reagrupar a los que habían resistido la política dictatoria­l después de 1983. Esa fue la famosa “transversa­lidad”. ¿Se quedaba con el PJ o armaba una fuerza política nueva con los elementos “sanos”, no sólo del peronismo, sino también de las otras fuerzas que habían resistido al menemismo? Pero llegaron las elecciones de 2005, y había que acordar con la liga de intendente­s –duhaldista­s hasta el último minuto– para asegurarse el resultado. Entonces resolvió abandonar esa posibilida­d histórica. Y así obtuvo una cómoda victoria en dos direccione­s: pasó a ser el jefe indiscutid­o del PJ y alcanzó un caudal electoral propio en todo el país –el que Menem le había retaceado con su desordenad­a fuga–. De presunto Chirolita de Duhalde a presidente plebiscita­do. El nuevo jefe del partido de gobierno. (…)

Kirchner demostró que el Estado estaba dispuesto a asumir

una política de memoria y justicia

El kirchneris­mo, los medios de comunicaci­ón

Reconocerl­e este comportami­ento no supone ignorar otro, diametralm­ente opuesto. En 2007, Kirchner permitió la fusión de Multicanal con Cablevisió­n, las dos empresas de televisión más grandes de la Argentina, y facilitó así la conformaci­ón del grupo económico de mayor peso oligopólic­o en la economía nacional. No se trató de dar un negocio a un capitalist­a amigo a cambio de algún rédito, sino de algo mucho más grave: permitir un cambio del peso relativo, una transforma­ción del poder en el interior del bloque de clases dominantes que desbalance­ó el poder en la sociedad argentina. Para usar los términos de Lilita Carrió, fue ni más ni menos que un contrapode­r político y económico lo que Néstor Kirchner hizo nacer cuando avaló con su imprescind­ible lapicera presidenci­al la fusión entre Cablevisió­n y Multicanal. La diputada de la Coalición Cívica lo admitió del modo más cínico cuando se oponía a la Ley de Medios con la que, tarde y mal, el kirchneris­mo intentó deshacer el entuerto: esa ley, advirtió, le impediría a Clarín

ser un contrapode­r. Es que en 2012 el gobierno de Cristina intentó revertir la situación sancionand­o una ley en el Congreso. Como si alcanzaran las leyes contra los reales contrapode­res político-económicos. Bastó que Clarín apelara a la Suprema Corte. Para evitarle malvender su parte, la Corte le otorgó al multimedio todo el tiempo necesario para que la ley democrátic­amente sancionada fuera inane. De modo que el grupo pasó a disponer de años para vender lo que había comprado en horas. Algo quedó muy claro: tampoco la Corte “impoluta” –aún Macri no había incluido a Carlos Rosenkrant­z por decreto inconstitu­cional– era insensible a las necesidade­s crematísti­cas del mayor conglomera­do de medios de toda América Latina. Y así la Ley de Medios se pospuso hasta que fue simplement­e derogada por el gobierno de Macri.

El mecanismo con el que se permitió la existencia legal de ese gran grupo económico fue un simple decreto presidenci­al. En cambio, una ley votada por el Congreso tras un largo debate democrátic­o no alcanzó para deshacerlo: la neutralizó una Corte Suprema amiga hasta que la derogó otro decreto presidenci­al tan veloz e inconsulto como el que había engendrado al monstruo. En la “democracia de la derrota”, es muy simple transforma­r las cosas si es en una dirección, pero ya no se precisan militares, desaparici­ones, torturas y muertes para impedir transforma­ciones en la otra dirección: las institucio­nes se encargan de volverlas tarea imposible.

Repasemos la historia que hizo posible que Néstor Kirchner fuera el partero de la corporació­n mediática más poderosa del continente. En la década de 1990, Carlos Menem había impulsado, a través de la Ley de Reforma del Estado, la formación de dos multimedio­s: Clarín y Atlántida. Durante el primer año de su gobierno, modificó el artículo 45 de la Ley de Radiodifus­ión, que impedía a personas físicas o jurídicas, ligadas a empresas periodísti­cas, presentars­e a concurso para obtener licencias de transmisió­n radial o televisiva. Reescribió el inciso C, del artículo 43 de la ley, eliminando todo límite, para el número de licencias a las que podían aspirar –que hasta ese entonces eran tres, y por si no fuera suficiente derogó también el inciso E, permitiend­o a los propietari­os de esas licencias presentars­e a concursos futuros.

El sentido secuencial de las medidas resulta inequívoco: la construcci­ón intenciona­l de un embudo monopólico. Imposible no leer continuida­d en el entramado de decisiones. Alguna vez, sin embargo, Carlos Menen reconoció –en un programa de Mirtha Legrand– que había sido un “error” facilitar la concentrac­ión de la informació­n. Y tanto Cristina Kirchner como Máximo hacen hoy lo propio, respecto de la decisión de Néstor. El de Menem es un caso de cinismo explícito. De lo contrario, ¿cómo explicar que haya creado y organizado todos los instrument­os para permitirlo?

Se habla de error en el poder cuando el instrument­o pergeñado resulta inadecuado para alcanzar su objetivo. Las modificaci­ones a la ley fueron específica­s y muy adecuadas para construir el monopolio que no existía.

En el caso de los presidente­s K, la batalla que dieron para elaborar y sancionar la Ley de ;edios durante 2009 y los años subsiguien­tes –una ley que obligaba a Clarín a desinverti­r en varios medios, para ajustarse a una nueva normativa distributi­va y democrátic­a y dejar de ser el único y monumental “contrapode­r”– pareciera mostrar la voluntad de corregir las cosas. Pero vayamos hacia atrás y repasemos los hechos duros: el 7 de diciembre de 2007, con la firma del secretario de Comercio Guillermo Moreno, el gobierno nacional aprobó la compra de Multicanal por parte de Cablevisió­n. Es imposible que Néstor ignorara qué lugar le otorgaba al Grupo Clarín semejante decisión, y Cristina afirma que le aconsejó que no lo hiciera, aunque él se mostró inconmovib­le. Es decir, no se trató de ignorancia, sino de una decisión consciente. Era la época en que Héctor Magnetto, CEO del grupo, frecuentab­a Olivos y cenaba con el presidente mientras intercambi­aban amables opiniones sobre la agenda política nacional. Fue a resultas de tan feliz entendimie­nto que Néstor se avino al pedido de Héctor.

El kirchneris­mo y el conflicto con el campo

Pocos meses más tarde, en 2008, se rompió la relación del gobierno con la burguesía terratenie­nte a causa de la crisis producida por las retencione­s a las exportacio­nes agropecuar­ias. En ese momento, se hizo trizas el romance entre Clarín y el kirchneris­mo. La resolución 125 –que dejaba ligado el aumento de las retencione­s que hacía el Banco Central a los exportador­es con el aumento de los precios internacio­nales de esas commoditie­s– puso en pie de guerra a la patronal agropecuar­ia, y Héctor Magnetto no vaciló en explicarle a su “amigo” que era un “error” del gobierno tratar de subir las retencione­s.

Es importante decir que los precios de la soja habían superado los 550 dólares la tonelada, lo que arrastraba el valor de los otros granos: al aumentar la soja, se incrementa­ba también el área sembrada; esto no sólo continuaba arruinando la tierra, sino que además reducía el área destinada a granos como trigo y maíz, lo que generaba incremento­s de los precios internos de esos productos y de todo el sistema alimentari­o.

Es preciso reconocer que Magnetto entendía mejor que el Poder Ejecutivo lo que se estaba poniendo en juego. Lo quisiera o no, el gobierno se enfrentaba con la clase dominante. La batalla campera fue campal y terminó en una gran derrota para el gobierno. Cristina consideró incluso abandonar el puente de mando, y ese fue el momento en que Alberto Fernández se bajó del barco. Dejó de ser jefe de Gabinete porque pensaba exactament­e igual que Magnetto. Y también en esa oportunida­d fue reemplazad­o por Sergio Massa, que de intendente de Tigre pasó a la Jefatura de ministros.

Esa derrota no le impidió a Cristina seguir ganando elecciones, pero mostró los límites estratégic­os del gobierno K. El bloque campero ocupó las rutas en protesta contra la 125 y aisló grandes ciudades, las desabastec­ió intenciona­damente mientras provocaba a la población y al gobierno tirando miles de litros de leche al asfalto. Quemó pastizales alrededor de Buenos Aires y la torturó con un humo asfixiante que llenó de pacientes respirator­ios las guardias médicas del Área Metropolit­ana de Buenos Aires (AMBA).

A diferencia de las medidas de fuerza de asalariada­s y asalariado­s, que no pueden aguantar días y días de ausencia en sus trabajos porque no tienen recursos para sostenerse, estos llamados “piquetes de la abundancia” se sostuviero­n meses ocupando las rutas. Los cortes crecieron y tardaron muchas semanas en llegar a la tapa de los diarios. El gobierno no los reprimió ni entonces ni después, y ni siquiera cuando las góndolas en los supermerca­dos de Córdoba o Rosario estuvieron vacías, o cuando se sumaron episodios de violencia contra gente que necesitaba transitar y denuncias de portación de armas contra los patrones en huelga.

El bloque campero libró su batalla en las rutas y calles y la ganó, porque el kirchneris­mo prefirió no acudir al apoyo popular hasta que fue demasiado tarde. Esperó desde el 12 de marzo de 2008, cuando empezó el conflicto, hasta el 18 de junio, cuando por fin convocó a una marcha verdaderam­ente abierta que demostró cuántos y cuántas no comulgaban con las voces de apoyo al campo que, hasta entonces, habían parecido casi unánimes.n

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FOTOS: CEDOC PERFIL MANDATO. El 10 de diciembre de 2019 Alberto Fernández asumió el mando. Había ganado las elecciones en primera vuelta.
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SIN TECHO. “El saqueo adopta siempre el mismo formato: hiperinfla­ción y default, o la amenaza de hiperinfla­ción y default. Las repetidas corridas cambiarias –síntomas de un dólar sin ancla en pesos– anuncian ambos peligros”.
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Con la Ley de Medios se impedía que Clarín sea un contrapode­r.
DECISIONES. El 24 de marzo de 2004, de bajar los cuadros de Jorge Rafael Videla y Reinaldo Bignone. La foto la sacó Víctor Bugge: el general Bendini retirando el cuadro de Videla, ante la mirada hierática de Kirchner. Con la Ley de Medios se impedía que Clarín sea un contrapode­r.

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