Lo que se pierde es de Dios
Lo que he visto, oído y aprendido…
El uso de los cuerpos; Estancias; Lo que queda de Auschwitz; El reino y el jardín; El fuego y el relato; Medios sin fin Adriana Hidalgo, $ 4.500
Rodrigo Molina-Zavalía
GABRIEL BELLOMO Giorgio Agamben es, sin dudas, uno de los filósofos más agudos de los últimos tiempos –pobres en agudeza, pobres en casi todos los sentidos. Experto en filosofía política y filosofía del derecho ha puesto en jaque los temas clásicos del pensamiento con obras como Homo Sacer, Estado de excepción y Lo que queda de Auschwitz
y, con estos, a buena parte del pensamiento occidental en decadencia. Fácil rastrear en esos libros rezagos de su tesis doctoral que se funda en el corpus teórico de Simone Weil, salto cualitativo para definir la legalidad y legitimidad del Estado.
Se cierne la sombra de Franz Kafka, la de El proceso, sobre Agamben. En un mismo siglo, un autor de ficción y un filósofo, denuncian la aberración: al proceso judicial no le interesa la verdad; al proceso, sólo le interesa el proceso. La verdad material, claro, la verdad que es verdad, no la mera verdad formal de los expedientes. En un mundo en el que existen más abogados que causas que lo justifiquen, salvo la estupidez, la ignorancia y ¿por qué no admitirlo? la raíz de la maldad humana, este volumen del tamaño de un breviario, mínimo en extensión, inconmensurable en profundidad, nos interpela.
Bastan a Agamben breves párrafos, especie de haikus narrativos, para sumirnos en el desconcierto de la verdad que nos escatima el proceso, la ley. No extraña que en la obra de este autor se perciba también la influencia de Friedrich Engels, sobre todo cuando este habla del socialismo en términos de la expresión de la verdad absoluta en términos de justicia. Materia pendiente en nuestro devenir, tanto como la fraternidad de la fracasada tríada de la Revolución Francesa. Agamben, que es lo que importa: ha escrito una suerte de diario, con entradas que no aspiran a la develar sino con textos que podrían semejar alegorías, aunque no: mejor la voz de una campana que la de los seres humanos; el infierno ha sido colocado exactamente en el paraíso; la belleza se escapa de nosotros; en todo el mundo las personas se injurian y calumnian, por ello padecen juicios y lo hacen sin tregua ni piedad.
El rostro de un Santo ¿qué nos causa la imagen del Sagrado Corazón de Jesús tallado de cuerpo entero por un ebanista semianalfabeto español o polaco que guardan en sus manos el dominio sagrado de gubias, maderas, policromías?; dónde hallamos morada, y ésta ¿es lar o lager?, ¿nos protege o nos condena? La ausencia de los seres amados, de nosotros mismos: ternura y sombra.
sus colores, la felicidad. El alma, para los filósofos indios, que olvida su existencia anterior, hasta que es musgo: el musgo recuerda cuando era un ser humano. “mi madre me dio a leer uno de mis escritos infantiles”, escribe Agamben. Tuvo que apartarlo. Lo perturbó. Entrevió quizá en él las preocupaciones que lo acompañarían el resto de su vida destinada, como la de todos, al fracaso. Sentencia una leyenda que lo que se pierde es de Dios y, sin embargo, lamentamos sin cesar lo que se pierde. Lo lamentamos.
Bastan a Agamben breves párrafos, especie de haikus narrativos, para sumirnos en el desconcierto de la verdad que nos escatima el proceso, la ley.