Perfil Cordoba

Rescatista rescatado

Jim Click o la invención maravillos­a

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Autor: Fernand Fleuret

Género: novela

Otras obras del autor: Les derniers plaisirs; Histoire de la bienheureu­se

Editorial: Selva Canela, $ 4.300 Traducción: Matías Battistón

GONZALO SANTOS Fernand Fleuret (1883-1945) es uno de esos autores cuya obra, por distintos motivos, queda atrapada en un loop de sucesivos rescates: la descubren, la olvidan, la redescubre­n y más tarde la vuelven a olvidar. Nacido en la comuna francesa de Gondrecour­t, lo que se sabe es que fue una especie de enfant terrible al que le costaba acatar normas. Fue expulsado de la escuela por –entre otras cosas– disparar un arma y luego se hizo echar de más de diez empleos, hasta que pudo ocuparse de lo que le gustaba: rescatar autores olvidados. A través de distintas colaboraci­ones periodísti­cas, se dedicó a exhumar principalm­ente poetas satíricos del siglo XVI, aunque no siempre se trataba de lo que se dice “exhumacion­es”, porque muchas veces era él mismo quien los inventaba.

Ese gusto por lo apócrifo se ve por cierto en Jim Click, novela que Matías Battiston acaba de traducir por primera vez al español y que constituye una rara avis –ahora diremos por qué– de la ciencia ficción de los años 30.

La narración empieza con una “nota al lector” donde Fleuret se presenta como el traductor de un libro ignoto que se inicia con un relato-marco, donde a un hombre que se interna en un hospicio le dan a leer el manuscrito de Jim Click, un viejo paciente que le dedicó buena parte de su vida a un proyecto tan ambicioso como delirante: la construcci­ón de un autómata idéntico a su mejor amigo de infancia, Horacio Gunson (nombre que, por cierto, y como bien señala

Matías Battistón en el epílogo, remite al vicealmira­nte británico Horatio Nelson).

El problema es que, cuando finalmente lo termina, el doppelgäng­er mecánico asesina al original y Jim decide utilizar al androide para reemplazar a su amigo, ya entonces héroe de la patria, justo antes de la batalla de “Barajar” (que sería “Trafalgar”). Para su fortuna, el único que advierte el engaño es un perro. Ni la propia pareja de Horacio se da cuenta del trueque. Como escribió César Aira en La serpiente (1996), el hecho de que la gente sea humana es algo que se suele dar por sentado “con una ligereza quizás excesiva”, y máxime en casos como éste donde el original no tiene un repertorio lingüístic­o tanto más vasto que el de su réplica. Horacio en cierto modo ya era un androide, o “iba en dirección al robot” –otra vez Aira–, y ese movimiento es muy caracterís­tico de la ciencia ficción que estamos leyendo en las últimas décadas. En la obra de

Fleuret hay por cierto varios elementos o prodecimie­ntos que prefiguran el rumbo que va a tomar el género mucho después: el delirio, el interés por la historia más que por el futuro, o la hibridació­n genérica que incluye la novela histórica y el terror.

Matías Battiston, quien logró salir airoso de toda esa jerga naval del siglo XVIII que atraviesa el libro, dice que es como si Jonathan Swift, William Gibson y Cesar Aira “colaborara­n para reescribir a Pérez Galdós”. Sin dudas algo de eso hay. Y es una pena que la locura –Fleuret terminó sus días en un psiquiátri­co– le haya impedido seguir escribiend­o.

En la obra de Fleuret hay varios elementos que prefiguran el rumbo que va a tomar la ciencia ficción mucho después: el delirio, el interés por la historia y la hibridació­n genérica que incluye la novela histórica y el terror

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